¿Es Posible Conocer a Dios? La Sorprendente Verdad que Juan Revela (y Por Qué Te Cambiará la Vida)
En los vastos paisajes de la existencia humana, hay preguntas que se elevan desde lo más profundo de nuestra conciencia, como antiguos monumentos que señalan hacia el infinito. Preguntas que han inquietado a filósofos, han encendido debates teológicos y han impulsado a innumerables almas a la búsqueda de algo más grande que ellas mismas. En el corazón de esta búsqueda yace la más fundamental de todas: ¿Es Dios conocible? Y si la respuesta es afirmativa, ¿qué tan profundo puede ser este conocimiento para mentes finitas como las nuestras? Más allá de eso, ¿cuál es la fuente autoritativa, la brújula infalible que nos guiará en este vasto océano de lo divino?
Estas son las preguntas que hoy nos atrevemos a abordar. Porque sin una comprensión clara de si Dios puede ser conocido, y de dónde proviene ese conocimiento, corremos el riesgo de perdernos en la especulación, de construir un dios a nuestra propia imagen y semejanza, o de buscar a un ser infinito que, por definición, escaparía a toda aprehensión humana. El punto de partida, la piedra angular de esta travesía, es el entendimiento de que es Dios quien se auto revela. Solo en el momento en que el Creador elige desvelarse, es que el conocimiento de Él se vuelve no solo posible, sino real. Y para esta travesía, nos apoyaremos en la sabiduría luminosa del Evangelio de Juan, un texto que abunda en respuestas y revelaciones para el alma sedienta.
La paradoja del velo: ¿Cuánto de Dios podemos conocer?
El Evangelio de Juan, con su profunda teología y su lenguaje lírico, nos lanza de inmediato a una verdad que parece, a primera vista, abrumadora. En su prólogo majestuoso, el versículo 18 declara con una solemnidad casi intimidante: "A Dios nadie le vio jamás."
Al leer estas palabras, una oleada de asombro nos envuelve. ¿Cómo es posible, entonces, conocer a un Dios a quien nadie, jamás, ha visto? La mente finita lucha con la paradoja. Y surge una pregunta que a menudo ha inquietado a los estudiantes de la Escritura: si nadie ha visto a Dios, ¿qué fue entonces lo que vieron figuras como Moisés y Elías, hombres que, según los relatos bíblicos, experimentaron encuentros directos con la gloria divina? Esta última pregunta es la que intentaremos reconciliar ahora, mientras que la primera, la que concierne a la posibilidad misma de conocer a Dios, se irá desvelando a medida que avanzamos en nuestro estudio.
Remitámonos a uno de los pasajes más vívidos donde Moisés "ve" a Dios. En Éxodo 33:18-23, Moisés, con una audacia inmensa, le suplica a Dios: "Te ruego que me muestres tu gloria." La respuesta divina es asombrosa, pero también reveladora de la majestad inaccesible de Dios:
"Y le respondió: Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente. Dijo más: No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá. Y dijo aún Jehová: He aquí un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña; y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro."
La clave para comprender este pasaje, y para reconciliarlo con la declaración de Juan, reside en la distinción crucial que Dios mismo establece. Moisés vio la "espalda" de Dios, una manifestación controlada y limitada de Su gloria, pero no le fue permitido ver el "rostro" de Dios. En otras palabras, lo que Moisés presenció no fue la esencia pura de Dios en Su totalidad, sino una muestra selectiva de lo que Dios, en Su soberanía, quiso revelar. Si Moisés hubiera visto a Dios en Su plenitud, como el Señor mismo le advirtió, habría muerto en ese mismo instante. La luz de Su santidad y majestad es tan pura que la existencia humana, en su estado caído, no podría soportarla.
De esto podemos concluir una verdad fundamental: nadie ha visto jamás a Dios en Su esencia pura, en la infinitud de Su ser. Ningún hombre, ni siquiera los más santos, ni tampoco ningún ángel celestial, ha podido contemplar a Dios en toda Su majestad y plenitud. Podemos conocer a Dios, sí, pero nunca podremos conocer a Dios en Su misma esencia, en Su totalidad. Es una comprensión parcial, revelada y adaptada a nuestra capacidad.
Esta verdad concuerda perfectamente con la majestuosa confesión del apóstol Pablo en Romanos 11:33-36, que es un himno a la inescrutabilidad divina:
"¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén."
Estas palabras nos recuerdan que Dios es, por definición, incomprensible en Su totalidad. Nuestra mente finita no puede abarcar Su infinitud. Sus juicios son insondables, Sus caminos, inescrutables. No podemos ser Sus consejeros, ni podemos darle algo que Él no nos haya dado primero. Esta comprensión de la trascendencia divina no debe desanimarnos, sino llenarnos de asombro y humildad. Reconocer que Dios es infinitamente más grande de lo que podemos concebir no es una limitación para conocerlo, sino una invitación a la adoración y a la búsqueda constante, sabiendo que siempre habrá más de Él por descubrir.
La Fuente del Conocimiento Divino: El Verbo hecho carne
Ahora, regresamos al crucial versículo 18 del Evangelio de Juan, que continúa diciendo: "el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer."
En este punto, el Evangelio de Juan se convierte en una guía luminosa para responder una de nuestras preguntas iniciales y más apremiantes: ¿Cuál es la fuente autoritativa de donde podemos tomar este conocimiento de Dios?
Comencemos descartando lo que no es. No es la razón humana la fuente autoritativa para este conocimiento. Dada la corrupción pecaminosa en la que nuestra razón se encuentra después de la Caída, lo único que puede darnos es una visión corrupta, borrosa y torcida de Dios. La historia de la humanidad es un testimonio elocuente de esto: el ateísmo, el deísmo, el agnosticismo, el panteísmo, el materialismo, y un sinfín de filosofías y religiones humanas han intentado definir a Dios sin la revelación divina, resultando en conceptos que van desde la negación total de Su existencia hasta deidades hechas a imagen de los caprichos humanos. La razón, por sí sola, es insuficiente y está sesgada por el pecado.
Tampoco podemos tomar la "experiencia" como la única y definitiva fuente de conocimiento de Dios. Si bien la experiencia personal puede ser una poderosa confirmación de la fe, es inherentemente subjetiva. Las experiencias pueden ser malinterpretadas, influenciadas por emociones pasajeras o distorsionadas por la imaginación. Confiar únicamente en la experiencia como fuente autoritativa nos deja vulnerables a la decepción, al error e incluso al engaño.
La creación, como hemos visto en Romanos 1, es ciertamente una fuente de conocimiento de Dios, aunque incompleta. La majestuosidad de un amanecer, la complejidad de una célula, la inmensidad del universo... todo proclama la realidad y la sabiduría de un Creador. La creación nos muestra Su poder y Su diseño, pero no nos revela Su carácter íntimo, Su plan redentor, ni Su nombre. Es una revelación "general", pero no "especial".
De esta manera, solo queda un camino, un sendero que Dios mismo ha trazado. Dado que es Dios quien se auto revela, quien nos muestre a Dios debe ser Él mismo. El pasaje de Juan, tan conciso y profundo, nos dice que ha sido el Hijo quien lo ha dado a conocer. Y este Hijo, según Juan 1:1, es Dios mismo: "En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios." Y según Juan 1:18, este Verbo, este Hijo, "está en el seno del Padre," lo que implica una comunión íntima, una relación inquebrantable y un conocimiento perfecto del Padre. Por lo tanto, ha sido Él, el Hijo, quien ha sido comisionado para revelar al Padre.
Así que, podemos deducir claramente de estos pasajes y de otros a lo largo del Evangelio de Juan, que Dios se reveló a sí mismo a través del Verbo divino, Jesucristo (Juan 1:18; 5:37; 6:46; 7:28-29; 8:19, 54s; 14:6s; 15:21; 16:3; 17:25). Esta revelación encarnada, la más completa y perfecta posible, es de tal magnitud que quien ve al Hijo, ve al Padre.
Considera las palabras de Jesús mismo en Juan 14:9, en respuesta a la petición de Felipe: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre?" Es una declaración asombrosa. Jesús no es solo un profeta, un maestro o un sanador; Él es la revelación viviente y personal de Dios. Él es el Dios invisible hecho visible, el Dios incomprensible hecho accesible.
Así, a Dios nadie lo había visto en Su esencia inefable hasta el momento en que Jesús irrumpe en la historia humana. A partir de ese instante divino, ver a Jesús es ver a Dios, oír a Jesús es oír a Dios, mirar el trato de Jesús con las personas es ver a Dios tratando con las personas. La divinidad de Jesús no es una doctrina abstracta; es la llave maestra para conocer al Padre. Como afirmaría el apóstol Pablo en su carta a los Colosenses: "Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación" (Colosenses 1:15). Jesús no es una copia o un mero representante; Él es la "imagen" (griego: eikon), la manifestación perfecta y la esencia misma del Dios invisible. Y como nos instruiría el anónimo autor de la carta a los Hebreos, sellando esta verdad con autoridad final: "Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo" (Hebreos 1:1-2).
La
La brújula del conocimiento: La Palabra de Dios
Es fundamental comprender que, dado que únicamente podemos conocer a Jesús a través de lo que la Biblia dice de Él, el creyente que realmente desea conocer a Dios debe dedicarse con disciplina y esfuerzo al estudio sistemático y serio de las Escrituras. La Biblia no es un mero libro de historias o un compendio de reglas; es la Palabra inspirada de Dios, el testimonio fiel y autoritativo de Su auto revelación en Jesús. Es en sus páginas donde encontramos la verdad inalterable sobre quién es Dios, cómo es Su carácter, cuáles son Sus propósitos y cómo podemos relacionarnos con Él.
Rechazar el conocimiento que la Palabra nos ofrece de Dios es, por ende, rechazar a Dios mismo. Es como intentar conocer a un autor sin leer su libro más importante, o a un artista sin ver su obra cumbre. La Biblia es el mapa que nos guía al corazón de Dios, y si nos negamos a consultarlo, nos condenamos a la ignorancia y a la fabricación de un dios a nuestra propia medida.
Lamentablemente, hoy en día, muchas sectas y movimientos heréticos surgen precisamente porque rechazan la autoridad de la Escritura o la distorsionan para ajustarla a sus propias agendas. Crean una imagen de Dios que no concuerda con la revelación bíblica, lo que lleva a la confusión, al error y a la desviación del verdadero camino de la fe. Una imagen distorsionada de Dios conduce a una adoración distorsionada, a una vida distorsionada y, en última instancia, a un destino distorsionado.
Por eso, la llamada es clara: sumérgete en la Palabra. Estúdiala con diligencia, con oración, con el corazón abierto al Espíritu Santo que mora en ti, pues Él es quien te da la iluminación para comprender las profundidades divinas.
En Conclusión...
La pregunta "¿Es Dios conocible?" encuentra su respuesta más gloriosa en la persona de Jesucristo. Sí, Dios es conocible, aunque no en Su totalidad incomprensible, sino en la medida en que Él ha elegido revelarse. Es una revelación suficiente para que le adoremos, le obedezcamos y le amemos.
El Logos de Dios, Jesucristo, se convierte entonces en la única fuente autoritativa de la auto revelación divina. No hay otro camino, no hay otra ventana al corazón de Dios. Jesús es el camino, la verdad y la vida, y es a través de Él que llegamos al Padre.
Por lo tanto, la vida del creyente debe ser un viaje constante de inmersión en las Escrituras. En cada página, en cada versículo, se nos revela un poco más de este Dios asombroso. No es un conocimiento estático, sino una relación dinámica, que crece a medida que nos acercamos a Su Palabra y permitimos que el Espíritu Santo nos guíe. La Biblia es el retrato más fiel de Dios que tenemos, y solo al contemplar este retrato con ojos de fe, guiados por el Espíritu, podremos decir que realmente lo estamos conociendo.
¿Estás dispuesto a sumergirte en esta fuente inagotable de conocimiento? ¿Estás dispuesto a dejar que la Palabra de Dios disipe las nieblas de la ignorancia y te revele la gloriosa verdad de quién es Él? Porque conocer a Dios no es solo una búsqueda intelectual; es el camino hacia la vida eterna (Juan 17:3). Y esa vida, esa relación íntima con el Creador, comienza hoy, en la página que tienes frente a ti.
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