Bosquejo - sermón: No critiques, no juzgues, no condenes: La mujer adultera y Jesús - Pastor Edwin Nuñez

No critiques, no juzgues, no condenes: La mujer adultera y Jesús

Introducción:

Imaginemos la escena. El sol de la mañana ya ha calentado la ciudad de Jerusalén. Como de costumbre, Jesús se ha sentado en el templo para enseñar. La multitud lo rodea, absorta en sus palabras. De repente, el bullicio de una multitud furiosa rompe la calma. Un grupo de escribas y fariseos arrastra a una mujer, la empujan violentamente hasta el centro, delante de todos. La acusan de haber sido sorprendida en el acto de adulterio. Su pecado, visible para todos, la humilla y la avergüenza. La ley de Moisés, claman, ordena que tal mujer debe ser apedreada. Su objetivo no es la justicia, sino una trampa para Jesús. En medio de esta tensión, todos esperan su sentencia. Él se inclina y escribe en el suelo, ignorándolos. Es un silencio dramático. ¿Cómo actuará Jesús? ¿Dirá que tiene que ser apedreada? ¿Ignorará la ley? Pero Jesús, con Su sabiduría y poder, nos muestra una forma de ser completamente diferente. No se trata solo de palabras, sino de actos de bondad. 

Hoy veremos en las palabras y actos de Jesús un ejemplo de la bondad que no juzga:

1. La Bondad que Se Pone de Pie para Defender

Explicación del Texto

En Juan 8:6-7, el relato comienza con la trampa que los escribas y fariseos le tienden a Jesús. Traen a la mujer, no buscando justicia, sino una condena, y la empujan al centro, lista para ser apedreada. Su objetivo es un claro ataque contra ella y contra Jesús.

La primera acción de Jesús es una defensa silenciosa. Se agachó y escribía en el suelo. Este acto, que a primera vista podría parecer evasivo, es en realidad un escudo. Él ignora la provocación del grupo, creando un espacio de silencio que desvía la atención de la mujer y desarma la rabia de la multitud. Él se interpone entre ella y sus verdugos al no participar en su juego de odio.

Cuando la multitud insiste, Jesús lleva su defensa a un nivel más profundo. Se enderezó y pronunció una frase que es tanto una sentencia como un acto de protección: "El que de vosotros esté libre de pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella." Con estas palabras, él no solo expone su hipocresía, sino que les quita el derecho a ejecutar la ley, demostrando que ellos mismos no son dignos de ser sus jueces. Él se pone de pie, física y moralmente, para defender a la mujer que no podía defenderse sola.

Aplicaciones a la Vida

Si queresmos ganar a otros para Cristo, hay que entender que la bondad que no juzga no se une a la multitud que critica. Se pone de pie por el oprimido. Esto significa negarse a participar en el chisme, en los juicios apresurados o en la condena social. Significa defender la dignidad de aquellos que el mundo ha descartado, incluso cuando nos cueste la popularidad. Nuestra postura de bondad debe ser como la de Jesús: una defensa activa de los que están siendo apedreados con palabras y prejuicios, mostrándoles la bondad de Dios que, como dice Matthew Henry, busca "convencerlos y convertirlos".

Preguntas de Confrontación

  • ¿Con qué frecuencia participas en conversaciones que humillan a otros, incluso cuando no están presentes?

  • ¿Tu actitud pública hacia los errores de los demás te impide tener conversaciones de verdad a solas?

  • ¿Estás dispuesto a confrontar un pecado en privado, aunque sea más fácil hacerlo públicamente?

Textos Bíblicos de Apoyo

  • Gálatas 6:1: "Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado." (Este texto habla de la restauración en privado, con humildad).

  • Mateo 18:15: "Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano." (El principio de la confrontación privada es un acto de amor).

  • 1 Pedro 4:8: "Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados."

Frases Célebres

  • "Un hombre que está lleno de gracia estará lleno de amor y compasión por los demás, incluso cuando pecan." Charles Spurgeon.

  • "La bondad es el lenguaje que el sordo puede oír y el ciego puede ver."Mark Twain.



2. La Bondad que No Condena

Explicación del Texto

En Juan 8:10 - 11, después de que los acusadores se han marchado, Jesús pregunta a la mujer: "¿Nadie te condenó?". Ella responde: "Ninguno, Señor". Y Jesús pronuncia la frase que cambia la vida de la mujer: "Ni yo te condeno". El comentario de Barnes aclara que esto significa que Jesús no dictará una sentencia judicial contra ella. Como dicen los comentarios de Matthew Henry y Meyer, Él no vino para asumir el oficio de un magistrado civil, sino para ser el Salvador. Su negativa a condenarla no es un perdón del pecado, sino una declaración de gracia. Su bondad es tan pura que, aunque ella es culpable según la ley, Él no la juzga. Él crea un espacio de seguridad y misericordia donde ella puede experimentar la bondad incondicional. Este acto de no-condena desarma su vergüenza y abre su corazón.

Aplicaciones a la Vida

Nuestra actitud al evangelizar o en la vida misma si queremos ser evangelizadores efectivos no debe ser nunca una actitud de condena o de juicio. La gente necesita una demostración de que existe una bondad que perdona y que no juzga. Cuando elegimos activamente no vivir para condenar a las personas en nuestra vida cotidiana, nos ganamos el derecho moral de ser el reflejo de la misericordia de Cristo. Es esta bondad la que rompe las barreras en el corazón de una persona y nos da el permiso para ministrarles.

Preguntas de Confrontación

  • ¿Con qué frecuencia usamos nuestras palabras para condenar en lugar de bendecir?

  • ¿Crees que tu propio espíritu crítico es lo que aleja a los demás de la gracia de Dios?

  • ¿Estás dispuesto a ofrecer gracia a alguien que, según tus estándares, no la merece?

Textos Bíblicos de Apoyo

  • Mateo 7:1: "No juzguéis, para que no seáis juzgados."

  • Santiago 4:12: "Uno solo es el Dador de la ley, que puede salvar y perder; pero tú, ¿quién eres para juzgar a otro?"

Frases Célebres

  • "El legalista siempre busca condenar; el evangelista siempre busca salvar." — D.L. Moody.

  • "El amor y el juicio son cosas separadas. El amor se ofrece primero."Rick Warren.




3. La Bondad que Dice la Verdad

Explicación del Texto

En el mismo versículo 11, Jesús añade una frase crucial: "vete, y no peques más." El comentario de Meyer, citando a San Agustín, lo resume perfectamente: "el Señor condenó el pecado, no a la persona." La bondad de Jesús no es blanda; es una bondad verdadera. No ignora el pecado, sino que lo nombra y lo confronta. La orden "no peques más" no es una carga legalista, sino una invitación a una vida nueva, posible solo por la gracia que ella acaba de recibir. Este acto de bondad, que primero defiende y no condena, es lo que le da a Jesús la autoridad para hablar la verdad. Es la verdad dicha con bondad, no con juicio. La mujer no se sintió atacada, porque el acto de gracia precedió a la palabra.

Aplicaciones a la Vida

Tal como hizo Jesús, si queres ganar a otros nosotros debemos decirle a la gente lo que es pecado, porque la bondad también es decir la verdad. Sin embargo, no debemos decirlo con un ánimo condenatorio o con arrogancia, sino más bien mirándonos a nosotros mismos. El evangelismo que no juzga en la vida cotidiana nos da la autoridad moral para hablar la verdad de Dios. Cuando la gente experimenta nuestra bondad en la manera como le decimos las cosas, se sentirá motivada a vivir una vida que honre a quien la amó incondicionalmente, porque la gracia es la que les da la fuerza para dejar de pecar. La bondad es lo que nos da el derecho a hablar.

Preguntas de Confrontación

  • ¿Estás dispuesto a confrontar el pecado en la vida de alguien por bondad, no por juicio?

  • ¿Ofrecemos una "gracia barata" que no llama a la gente al arrepentimiento y a una nueva vida?

  • ¿Crees que la gracia de Dios es tan poderosa que puede motivar a las personas a cambiar de verdad?

Textos Bíblicos de Apoyo

  • Colosenses 4:6: "Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno."

  • 2 Timoteo 2:24-25: "Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen."

Frases Célebres

  • "Decirle la verdad a alguien sobre su pecado es un acto de amor, no de juicio."C.S. Lewis.

  • "La verdad sin gracia es brutalidad, y la gracia sin verdad es sentimentalismo."John Stott.

  • "No hay nada que le guste más a Dios que ver a uno de sus hijos actuar con gracia y bondad hacia otro que no lo merece."Max Lucado.



Conclusión: La Fe que Responde a la Bondad

Jesús no vino al mundo para condenar, sino para salvar. Y en esta historia, nos enseña que el camino a la salvación a menudo comienza con un acto de bondad que desarma la condenación. En un mundo lleno de críticos y juicios rápidos, el evangelismo que no condena es el más revolucionario y necesario. Jesús se puso de pie, desarmó a los acusadores y ofreció un nuevo comienzo.

La mujer, al ver que Jesús no la condenó, sino que la defendió y le habló con la verdad, respondió con su corazón. El versículo 11 dice que ella se dirigió a Él con la palabra "Señor". Esto va más allá de un simple acto de cortesía, es una declaración de fe. El acto de bondad de Cristo fue tan profundo que llevó a la mujer a reconocerlo como su Señor. Nuestros actos de bondad y no-condenación son los que dan a las personas el permiso en su corazón para que la Palabra de Dios les sea predicada. Dejemos de ser verdugos y convirtámonos en portadores de gracia, para que un mundo que se siente apedreado, reconozca en nosotros la bondad de un Dios que lo salva. Vete, y haz tú lo mismo.


VERSIÓN LARGA

El sol de la mañana ha derramado su oro líquido sobre los tejados de Jerusalén, y el aire, antes fresco y reverencial, comienza a vibrar con un calor que se anuncia inclemente. Las sombras que se alargaban desde las primeras luces del alba se han acortado, y el día se instala con una certeza pesada sobre la ciudad de piedra, sobre sus mil voces, sus innumerables historias y sus secretos ancestrales. Es una hora de reverencia, de quietud. A lo lejos, el murmullo de los peregrinos se mezcla con el canto de los pájaros, un himno secular que precede a la marea de la vida diaria. En el Templo, en uno de sus patios más apacibles y serenos, un silencio reverencial se ha instalado alrededor de una figura central. No es un rabino imponente sobre un estrado de mármol, no es un sacerdote vestido con ropas suntuosas. Es Jesús de Nazaret, el Maestro de Galilea, sentado en el suelo, con el polvo de la tierra bajo sus pies descalzos. Es un gesto de humildad que desarma, una autoridad que no necesita de la pompa para manifestarse. Su voz es serena y su semblante tranquilo, una imagen de paz inalterable que contrasta con el bullicio que, como un mar de la vida, se agita más allá de los muros del Templo. A su alrededor, la multitud, esa sinfonía humana de almas sedientas, pende de sus labios como abejas de un panal. Sus palabras, que no vienen de pergaminos o de tradiciones humanas, sino directamente del corazón de Dios, fluyen como un arroyo de sabiduría, apacible y profunda, sanando heridas que nadie más podía ver y alimentando un hambre de verdad que el ritual no podía satisfacer. La paz que emana de Él es un bálsamo para las almas cansadas, una quietud que se cierne como una burbuja de gracia que contrasta con la tensión invisible que siempre se cierne sobre la ciudad santa. La fe, en la vida de quienes le seguían, no era una simple teoría o una abstracción intelectual, sino la certeza de que en Él el cielo y la tierra se unían en una armonía perfecta. Su misma presencia era una profecía andante.

Pero de repente, la calma se rompe. No con una voz o un lamento, sino con un estruendo de pasos arrastrados, de sandalias que golpean el suelo con la furia de un tambor de guerra, de un tumulto de voces airadas y ásperas que desgarra la atmósfera del Templo como un cuchillo en un lienzo. Es un sonido que no pertenece a ese lugar, un sonido de furia contenida, de una indignación que se ha fermentado en la oscuridad de los corazones farisaicos y ahora busca un estallido público. Es la marea del odio, una ola de hombres irrumpiendo en el centro del patio. Sus rostros están crispados por una mezcla tóxica de celo religioso, de malicia bien disfrazada y de un hambre insaciable de validación moral. Se mueven como un solo organismo, un torbellino de rectitud fingida. Y en el centro de su vorágine de indignación, arrastran, empujándola sin piedad, a una mujer cuyo rostro está enterrado en la vergüenza, sus ropas desordenadas, su cabello un nido de humillación. La arrojan a los pies de Jesús, no como un ser humano, sino como un fardo de inmundicia que debe ser expuesto a la luz más dura del día, un ejemplo para todos, una lección en forma de humillación pública. “Maestro”, claman con un filo en la voz, una ironía tan cruel que se siente como veneno. Lo llaman “maestro” para tenderle una trampa, para usar Su misma autoridad contra Él. “Esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. En la ley, Moisés nos mandó apedrear a tales mujeres. ¿Qué dices, pues, tú?”. La brutalidad de su acto es palpable; han tomado un pecado privado y lo han convertido en un espectáculo público, un circo de crueldad. Han sacado a la luz la vergüenza de esta mujer con la intención oculta de apedrear a Jesús. Se han disfrazado de justos defensores de la ley, pero la intención de su corazón es diabólica. No buscan la justicia, sino el escarnio, la trampa, el asesinato de un alma.

La trampa es tan evidente como la luz del sol que ahora baña el patio. Es un dilema con un veneno de serpiente en cada opción, cuidadosamente preparado por una mente que busca destruir. Es el tipo de encrucijada que la humanidad ha enfrentado desde el principio de los tiempos, la colisión entre la letra de la ley y el espíritu de la gracia. Si Jesús dice que la apedreen, traiciona el mensaje de amor y misericordia que ha estado predicando, deslegitimando todo lo que ha enseñado. Su vida y sus palabras han sido un constante llamado a la gracia, a la compasión, a la curación de los heridos. Si opta por la sentencia legal, sería visto como un hipócrita, un fariseo más, un legalista más. Si dice que no la apedreen, transgrede la Ley de Moisés, una ley que todo el pueblo de Israel consideraba sagrada, dándoles a los fariseos la justificación perfecta para acusarlo de blasfemia. En un instante, todo el peso del odio del mundo, de la hipocresía religiosa y del legalismo implacable se ha concentrado en ese punto, en esa mujer solitaria y humillada, en ese silencio pesado que ahora se cierne sobre la multitud, y en el hombre que se ha sentado para enseñarnos a vivir. La multitud, que antes escuchaba sus enseñanzas, ahora ha abandonado su contemplación y se ha convertido en un público sediento de drama, de sangre, de un veredicto que justifique su propia rectitud.

Pero Jesús no muerde el anzuelo de su trampa. No cae en el juego de su lógica perversa. En lugar de una respuesta verbal, se inclina. En lugar de una defensa, un contraataque o una sentencia, con el dedo, comienza a escribir en el suelo. Es un acto de silencio que es dramático y subversivo. Él se niega a participar en su juego. Él no les da lo que ellos quieren. Él les da lo que ellos necesitan: un momento para reflexionar, un espejo para mirar sus propios corazones. El silencio vuelve, más denso que antes, roto solo por los jadeos ahogados de la mujer y las respiraciones contenidas de los fariseos, cuya paciencia se va agotando, transformándose en una impaciencia ansiosa, una furia silenciosa. Este es el momento de la verdad para Jesús, pero no para Él, sino para ellos. Los fariseos lo han acorralado en la lógica humana, en la trampa del intelecto. Pero la sabiduría de Dios no se enjaula. Él se interpone entre ella y sus verdugos al no participar en su juego de odio. El polvo, esa materia efímera, desprovista de valor, es el único confidente de la sabiduría de Dios. La respuesta a la trampa no es una palabra, sino un acto, un silencio que es un eco de la eternidad. ¿Qué escribe? Nadie lo sabe, y quizás por eso el gesto es tan poderoso. Su silencio y su humildad desarman la ira, la convierten en una pregunta sin respuesta en el aire caliente. Los escribas y fariseos, acostumbrados a la confrontación verbal, a la lógica del debate, no tienen cómo responder a este silencio que les exige una mirada introspectiva. No pueden discutir con la tierra. Ellos quieren una sentencia, una condena, una palabra que los justifique, pero en lugar de eso, obtienen el peso de una ausencia. Él no les da lo que piden, sino que les ofrece un espejo. Y en ese espejo, de repente, se ven a sí mismos, a su propia oscuridad. Un silencio que grita.

El cinismo de su acto es espeluznante. La Ley de Moisés exigía apedrear a ambos, al hombre y a la mujer, que eran cómplices en el pecado. Sin embargo, solo la mujer ha sido arrastrada al escarnio público. Su pecado es expuesto, mientras que el del hombre, su cómplice, es convenientemente ignorado, lo que deja al descubierto la naturaleza corrupta de sus intenciones. Ellos no estaban buscando justicia, estaban buscando una excusa para condenar a Jesús.

Y entonces, en un momento que define la esencia misma de su misión, Jesús se enderezó. No se trataba de un simple cambio de postura, de un acto cansado de dejar de escribir. Se trataba de una declaración, un acto físico de defender. Es la bondad que no es pasiva, que no se queda en el silencio, sino que se alza, se pone de pie para interponerse. Con la dignidad que solo la verdad puede dar, Jesús se alza y pronuncia una frase que es tanto una sentencia como un acto de protección, una frase que resonará a través de los siglos como un eco de la gracia de Dios: “El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella.”

Con estas palabras, él no solo expone su hipocresía, sino que les quita el derecho a ejecutar la ley, demostrando que ellos mismos no son dignos de ser sus jueces. Él se pone de pie, física y moralmente, para defender a la mujer que no podía defenderse sola, cuya vergüenza era un peso que la inmovilizaba. La sentencia de Jesús no es una declaración de teología abstracta, no es una defensa legal; es una sentencia a sus propios corazones. Y luego, en un gesto que es una repetición con una intención renovada, se inclina de nuevo y continúa escribiendo en el polvo. El efecto es devastador. Los acusadores, que habían traído a la mujer para humillarla, para exhibir su pecado como un trofeo de su rectitud, ahora se ven a sí mismos bajo una luz deslumbrante que no pueden soportar. El silencio de Jesús al principio fue una estrategia para desarmar su malicia, pero este segundo silencio, esta vez con la palabra ya dicha, es un llamado a la rendición. Y uno a uno, comenzando por los más viejos, los que más cargas llevaban en sus espaldas y más pecados habían acumulado en su vida, se van. Sus pasos se pierden en la distancia, sus túnicas se confunden con las de la multitud que se dispersa, dejando a la mujer y a Jesús a solas. La victoria de Jesús no es una victoria de fuerza, sino de bondad.

Si queremos ganar a otros para Cristo, hay que entender que la bondad que no juzga no se une a la multitud que critica. Se pone de pie por el oprimido. Esto significa negarse a participar en el chisme, en los juicios apresurados o en la condena social. Significa defender la dignidad de aquellos que el mundo ha descartado, incluso cuando nos cueste la popularidad. Nuestra postura de bondad debe ser como la de Jesús: una defensa activa de los que están siendo apedreados con palabras y prejuicios, mostrándoles la bondad de Dios que, como dice Matthew Henry, busca “convencerlos y convertirlos”.

La verdad es que el mundo nos tienta a participar en este linchamiento moral constantemente. Una persona comete un error, su fracaso es público, y de inmediato, el coro de la crítica se eleva. Las redes sociales se convierten en el ágora de la vergüenza, donde se dictan sentencias sin piedad. El chisme se vuelve una forma de validación social, un ritual donde nos sentimos superiores a expensas de los demás. ¿Con qué frecuencia participas en conversaciones que humillan a otros, incluso cuando no están presentes? La bondad que se pone de pie es la que se abstiene de lanzar la primera piedra, la que elige la compasión en lugar de la crítica, la que ve en el otro no un enemigo a derribar, sino un alma a restaurar. La bondad de Jesús en ese momento es un espejo para nosotros. Él no se levantó para juzgar a la mujer, sino para defenderla de sus acusadores, para darle un espacio, para aislarla de la furia de la multitud. Su bondad es una defensa que le da el derecho a hablar, a ministrar. Es un acto que precede a la palabra, un gesto que abre el corazón para la verdad. La verdad sin gracia es brutalidad, y la gracia sin verdad es sentimentalismo. La una sin la otra es una distorsión del evangelio. La bondad es lo que nos da el derecho a hablar. El principio de la confrontación privada, como se nos recuerda en Mateo 18:15, es un acto de amor, no de juicio. Y en Gálatas 6:1, somos llamados a restaurar con espíritu de mansedumbre, no a condenar. El amor, como nos enseña 1 Pedro 4:8, “cubrirá multitud de pecados.” Y como bien decía Charles Spurgeon, “Un hombre que está lleno de gracia estará lleno de amor y compasión por los demás, incluso cuando pecan.” La bondad es el lenguaje que el sordo puede oír y el ciego puede ver, como nos recordaba Mark Twain.

El sol ha continuado su camino y los acusadores se han dispersado, dejando un vacío que se siente más grande que la multitud que estaba antes. El silencio es ahora el de la intimidad, el de un encuentro solitario, cara a cara. Jesús, con su voz que no se ha alzado en ira, sino en compasión, pregunta a la mujer: “¿Nadie te condenó?”. Ella, todavía abrumada por la vergüenza, levanta la cabeza y, con una voz apenas audible, responde: “Ninguno, Señor”. Y entonces, Jesús pronuncia la frase que cambia la vida, la frase que resuena en la eternidad con el poder del amor redentor: “Ni yo te condeno”. Este no es un acto de ignorancia ante el pecado. Jesús no dice que lo que ella hizo estuvo bien. El comentario de Barnes aclara que esta no es una absolución legal, sino una declaración de gracia. Jesús no vino para asumir el oficio de un magistrado civil, no vino para dictar sentencias terrenales, sino para ser el Salvador del mundo. Su negativa a condenarla es una declaración de que, en Su presencia, en Su gracia, no hay lugar para el juicio. Su bondad es tan pura, tan radical, que aunque ella es culpable según la ley, Él no la juzga. Él crea un espacio de seguridad y misericordia donde ella puede, por primera vez, experimentar la bondad incondicional de un Dios que no la ve solo como su pecado, sino como su hija. Este acto de no-condena desarma su vergüenza y abre su corazón. El legalista siempre busca condenar; el evangelista, siempre busca salvar. El legalista ve una falta y levanta una bandera de juicio, y en su arrogancia, se ciega a la viga en su propio ojo. El evangelista ve un alma herida y se acerca con una mano extendida. El legalismo es una forma de arrogancia espiritual, una auto-justificación que nos ciega a nuestra propia necesidad de gracia. El amor, en cambio, se ofrece primero, como un regalo inmerecido, como un bálsamo para la herida de la vergüenza. “El amor y el juicio son cosas separadas. El amor se ofrece primero,” nos recordaba Rick Warren, y en ese ofrecimiento, se abre un camino que la condenación nunca podría abrir.

Nuestra actitud al evangelizar o en la vida misma si queremos ser evangelizadores efectivos no debe ser nunca una actitud de condena o de juicio. La gente necesita una demostración de que existe una bondad que perdona y que no juzga. Cuando elegimos activamente no vivir para condenar a las personas en nuestra vida cotidiana, nos ganamos el derecho moral de ser el reflejo de la misericordia de Cristo. Es esta bondad la que rompe las barreras en el corazón de una persona y nos da el permiso para ministrarles. El mundo está lleno de juicios, de opiniones rápidas y de sentencias morales que se dictan sin piedad. El cristianismo, en su esencia, es un movimiento de gracia. Pero a menudo, nosotros, como seguidores de Cristo, nos comportamos más como los escribas y fariseos, lanzando piedras verbales desde una posición de falsa superioridad moral. Si queremos que el mundo escuche el mensaje de Cristo, debemos primero mostrarles a Cristo, y la forma más clara de hacerlo es a través de nuestra bondad, nuestra negativa a condenar. La bondad que no condena es un acto subversivo en un mundo que se nutre del juicio. Es un acto que desarma la vergüenza del otro y le permite ver que existe un amor más grande que su pecado. ¿Con qué frecuencia usamos nuestras palabras para condenar en lugar de bendecir? El legalismo, como nos advertía D.L. Moody, siempre busca condenar, mientras que el evangelismo busca salvar. ¿Crees que tu propio espíritu crítico es lo que aleja a los demás de la gracia de Dios? Mateo 7:1 nos advierte: “No juzguéis, para que no seáis juzgados.” Y Santiago 4:12 añade: “Uno solo es el Dador de la ley, que puede salvar y perder; pero tú, ¿quién eres para juzgar a otro?” La gracia, en su esencia, nos llama a ofrecer a los demás lo que nosotros mismos hemos recibido inmerecidamente. ¿Estás dispuesto a ofrecer gracia a alguien que, según tus estándares, no la merece? La gracia es un regalo que se desborda, no se raciona.

Pero la historia no termina con el acto de gracia. El evangelio no nos presenta una bondad que es blanda, que ignora la realidad del pecado. El evangelio es a la vez misericordia y verdad. En el mismo versículo 11, Jesús añade una frase crucial, una frase que es la culminación de todo lo que ha sucedido: “vete, y no peques más”. El comentario de Meyer, citando a San Agustín, lo resume perfectamente: “el Señor condenó el pecado, no a la persona”. La bondad de Jesús no es blanda; es una bondad verdadera. No ignora el pecado, sino que lo nombra y lo confronta, pero lo hace con una autoridad que se ha ganado a través de su bondad previa. La orden “no peques más” no es una carga legalista, no es una sentencia que la deja a solas con su culpa, sino una invitación a una vida nueva, una vida posible solo por la gracia que ella acaba de recibir. Este acto de bondad, que primero defiende y no condena, es lo que le da a Jesús la autoridad moral y espiritual para hablar la verdad. Es la verdad dicha con bondad, no con juicio. La mujer no se sintió atacada, no se puso a la defensiva, porque el acto de gracia precedió a la palabra. El amor ya había construido el puente, y la verdad pudo pasar sin herir.

Tal como hizo Jesús, si quieres ganar a otros, nosotros debemos decirle a la gente lo que es pecado, porque la bondad también es decir la verdad. Sin embargo, no debemos decirlo con un ánimo condenatorio o con arrogancia, sino más bien mirándonos a nosotros mismos y recordándonos que nosotros también somos pecadores salvados por la gracia. El evangelismo que no juzga en la vida cotidiana nos da la autoridad moral para hablar la verdad de Dios. Cuando la gente experimenta nuestra bondad en la manera como le decimos las cosas, se sentirá motivada a vivir una vida que honre a quien la amó incondicionalmente, porque la gracia es la que les da la fuerza para dejar de pecar. Es el amor el que motiva el cambio, no el miedo. Es la gracia la que da el poder para la obediencia. Como nos recordaba C.S. Lewis, “Decirle la verdad a alguien sobre su pecado es un acto de amor, no de juicio”. Es un acto de amor porque creemos que esa persona es digna de la verdad, digna de una vida mejor, digna de un futuro sin la esclavitud del pecado.

La bondad que dice la verdad es el equilibrio perfecto del evangelio. Es un amor que no miente, que no finge que el pecado no tiene consecuencias, pero que a la vez no usa la verdad como un arma para herir, sino como una herramienta para sanar. En un mundo que a menudo predica una gracia barata, una que no llama al arrepentimiento, que no invita a una nueva vida, nosotros debemos ser los portadores de un mensaje de gracia que es a la vez poderosa y transformadora. La gracia de Dios no es una licencia para pecar, es el poder para no pecar. Es la bondad que nos encuentra en nuestra oscuridad, que nos limpia, nos levanta, y luego nos dice: “Ahora que la gracia te ha liberado, ve y vive una vida que honre ese regalo”. Es la bondad que dice la verdad sobre el pecado, pero lo hace con una voz que ha sido lavada en la humildad de no haber lanzado la primera piedra. El evangelio de la gracia y la verdad debe ir siempre de la mano. La Biblia nos enseña en Colosenses 4:6: “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno.” El evangelismo que no es gentil no es evangelismo, es proselitismo. Y en 2 Timoteo 2:24-25, se nos recuerda: “Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen.” La bondad no es la ausencia de verdad, es el vehículo que lleva la verdad al corazón. La verdad sin gracia es brutalidad, y la gracia sin verdad es sentimentalismo. La una sin la otra es una distorsión del evangelio. La bondad es lo que nos da el derecho a hablar.

Jesús no vino al mundo para condenar, sino para salvar. Y en esta historia, nos enseña que el camino a la salvación a menudo comienza con un acto de bondad que desarma la condenación. En un mundo lleno de críticos y juicios rápidos, el evangelismo que no condena es el más revolucionario y necesario. Jesús se puso de pie, desarmó a los acusadores y ofreció un nuevo comienzo. La mujer, al ver que Jesús no la condenó, sino que la defendió y le habló con la verdad, respondió con su corazón. El versículo 11 dice que ella se dirigió a Él con la palabra “Señor”. Este no es un simple acto de cortesía, un “señor, gracias”. Es una declaración de fe, un reconocimiento de su autoridad, un sometimiento de su voluntad a la de Él. El acto de bondad de Cristo fue tan profundo, tan transformador, que llevó a la mujer a reconocerlo como su Señor. Nuestros actos de bondad y no-condenación son los que dan a las personas el permiso en su corazón para que la Palabra de Dios les sea predicada. Dejemos de ser verdugos y convirtámonos en portadores de gracia, para que un mundo que se siente apedreado, reconozca en nosotros la bondad de un Dios que lo salva. John Stott lo expresaba con una claridad impactante: “La verdad sin gracia es brutalidad, y la gracia sin verdad es sentimentalismo.” Y Max Lucado nos regala esta reflexión: “No hay nada que le guste más a Dios que ver a uno de sus hijos actuar con gracia y bondad hacia otro que no lo merece.” La fe que nace de la bondad es la más poderosa de todas. No es una fe forzada, no es el resultado de un argumento irrefutable, sino la respuesta a un amor incondicional. En ese momento en el patio del Templo, la mujer se encontró con un amor que era más grande que su pecado, más grande que la vergüenza de su pasado, más grande que el juicio de la multitud. Y en ese amor, encontró la fuerza para levantarse y caminar en una vida nueva, una vida que ya no estaba definida por su error, sino por la gracia que la había encontrado. ¿Y nosotros? ¿Estamos dispuestos a dejar caer la piedra de la crítica, el juicio y la condena para que otros puedan encontrarse con el mismo amor? Vete, y haz tú lo mismo.

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