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✝️SERMÓN - ✝️BOSQUEJO - ✝️PREDICA: ✝️AMARGURA, ENOJO, IRA, GRITERIA Y MALEDICENCIA EN LA FAMILIA

VIDEO DE LA PREDICA

✝️Tema: La familia. ✝️Título: La comunicación en la familia. ✝️Texto: Efesios 4: 25 - 31.

Introducción:

A. W.E. Gladstone: “He conocido a noventa y cinco de los hombres más grandes del mundo en mis tiempos, y ochenta y siete de ellos eran seguidores de la Biblia”. Primer ministro Británico.

B. Usando la metáfora de la camisa, hacer un repaso corto de los puntos vistos hasta hoy, involucrando al público en ello. Ilustración de los botones y la camisa, este sería el tercer botón y el tercer ojal ¿quieres un hogar estable ahora o en el futuro? (dejar que las personas respondan)

C. Quiero compartir con ustedes algunas cosas en nuestras relaciones que necesitamos eliminar de nuestra conversación si es que vamos a comunicarnos correctamente

I. LOS ELEMENTOS DESHONESTOS (ver 25)

A. Hay que eliminar la mentira. La palabra griega usada aquí no habla de cualquier tipo de mentira, sino de la mentira que es consciente e intencional.

B. ¿Por qué? Porque las mentiras en una familia son las termitas de la confianza. Prácticamente nacemos diciendo mentiras. Desafortunadamente, muchos mentirosos simplemente mejoran con la edad. Te comprometes con la honestidad. 

C. ¿Se comprometen a ser honestos unos con otros en sus conversaciones familiares?



II. LOS ELEMENTOS DESAGRADABLES (ver 29)

 A. La palabra “corrupto” es una palabra que se utilizaba para referirse a “fruta demasiado madura o pescado podrido”. Hay algunos elementos de comunicación corrupta que debemos eliminar de nuestras conversaciones familiares. Específicamente hay que eliminar:

1. Las quejas constantes. Mejor que las quejas, la alabanza y la acción de gracias.

2. La critica: Escuchamos palabras como esta. “Nunca puedes hacer nada bien. “Siempre eres así”. “¿Por qué eres tan propenso a cometer errores como ese? (Ill. Por cierto, nadie “nunca”, “nunca” o “siempre” hace nada).

3. Humillación. Frases como: “Eres tan estúpido", "Eres tan tonto". “¿Cómo puedes ser tan feo?" Y otras de grueso calibre que no se pueden ni mencionar aquí.

B. ¿No es acaso la alabanza y las palabras de afirmación mucho mejor que lo que acabo de mencionar?



III. LOS ELEMENTOS PELIGROSOS (ver 31)

A. Varios elementos peligrosos deben ser eliminados de nuestro corazón y conversación si deseamos mantener la unidad familiar:

1. Amargura: La palabra griega se refiere a “una raíz amarga que produce un fruto amargo”. Cuando alguien de la familia está amargado, contagia a los demás de amargura, una lengua motivada por la amargura es incontrolable y terriblemente peligrosa.

2. Enojo: La palabra griega que se usa aquí habla de: "irá que inmediatamente hierve y pronto disminuye nuevamente" o explosiones de ira.

3. Ira: la diferencia de esta palabra y la anterior está en que la anterior es un estallido repentino que diminuye pronto, pero esta es una ira constante.

4. Griteria. Esa palabra significa "hablar en voz alta". Se refiere a gritar. En algunas familias el que habla más alto es el que gana la discusión. El que más puede gritar es el que somete a todos los demás de la familia. Por cierto, no siempre son los padres.

5. Maledicencia. Esta frase es interesante, se refiere al “discurso injurioso”. Es “un intento de herir a otra persona con nuestras palabras. “Esto sucede cuando hablamos con desprecio a la gente; cuando decimos cosas hirientes a los demás; cuando usamos palabras para herir. Debemos tener cuidado cuando hablamos con ira. ¡Entonces diremos cosas que nunca diríamos de otra manera!

A. ¿Acaso no es mejor hablar con tranquilidad, con humildad, en voz baja y de buena manera?



Conclusión:

Para construir una familia fuerte, es crucial eliminar la mentira, la ira y la gritería. La comunicación debe ser una herramienta de edificación y no de destrucción. La historia de Esaú nos recuerda que la traición y la falta de honestidad erosionan los cimientos de cualquier relación.


VERSIÓN LARGA

“He conocido a noventa y cinco de los hombres más grandes del mundo en mis tiempos, y ochenta y siete de ellos eran seguidores de la Biblia.” La voz de W.E. Gladstone, el formidable Primer Ministro británico, resuena a través del tiempo, un eco de la profunda convicción de que la grandeza humana, en su más noble manifestación, está intrínsecamente ligada a la sabiduría ancestral de las Escrituras. En estos días, donde el clamor de la modernidad a menudo ahoga el susurro de la tradición, es imperativo volver a la fuente de esa sabiduría. Porque si la vida es un traje de lino fino, la familia es su tejido más delicado, y la comunicación, sus botones y ojales. Cada botón que se abrocha, cada palabra que se pronuncia con verdad y propósito, sostiene la integridad de la vestimenta, ofreciendo estabilidad y calidez. Hemos abrochado ya los primeros botones, pero nos detenemos en el tercero, un ojal que desafía la fragilidad de nuestro ser. Aquí, en el corazón mismo del hogar, donde la vulnerabilidad se expone y el amor se pone a prueba, nos enfrentamos a la pregunta crucial que definirá el futuro de nuestra estirpe: ¿deseas, verdaderamente, construir un hogar que resista las tormentas del tiempo, un refugio para tu alma y la de los tuyos? La respuesta, en su esencia más pura, yace en la manera en que elegimos comunicarnos. Y para que esa comunicación sea la brisa que mueve las velas y no el huracán que quiebra el mástil, debemos purificar nuestras palabras.

La primera tarea es una purificación radical: la eliminación de la mentira. En el vasto y complejo léxico del griego antiguo, la palabra empleada para designar la mentira en este contexto no se refiere a un error casual, a una imprecisión del recuerdo o a la distorsión benigna que el tiempo impone a toda narración. Habla de un acto consciente, una perversión intencional de la verdad, una elección deliberada de traicionar la realidad para beneficio propio. Es la mentira que nace de la cobardía, del deseo de manipular, de la ambición de un atajo moral. Y no hay veneno más insidioso para el alma de la familia.

Las mentiras en la familia son las termitas de la confianza. Son criaturas silenciosas, invisibles para el ojo superficial, que trabajan incansablemente en la oscuridad del hogar. No derriban los muros de un solo golpe, sino que los carcomen desde dentro, debilitando la estructura fundamental que sostiene a todos los que viven bajo su techo. Una mentira dicha a un padre, una verdad omitida a un hijo, un engaño entre hermanos; cada una es una larva que se alimenta del lazo sagrado de la confianza. Se multiplican en el silencio del ocultamiento, hasta que el muro, que parecía tan sólido, se desmorona al menor toque. Nacemos, casi, con la inclinación a la mentira, en un acto primigenio de autoprotección, como un niño que esconde la mano que ha roto el jarrón. Lo trágico es que, en lugar de desaprender esta inclinación, muchos de nosotros, desafortunadamente, mejoramos con la edad. La mentira se refina, se vuelve más sofisticada, se disfraza con la seda de la media verdad y el barniz de la justificación. Se convierte en un arte oscuro que practicamos con maestría, hasta que el engaño se vuelve indistinguible de la respiración. Pero cada mentira, por pequeña que parezca, deja una cicatriz, un micro-desgarro en el tejido de la confianza. Y, como todo tejido deshilachado, con el tiempo se rasgará por completo, dejando a los miembros de la familia desprotegidos, fríos y distantes. Por lo tanto, el primer paso hacia una comunicación restaurada es un pacto de honor, un juramento solemne, una promesa que se hace no solo con la boca, sino con la médula de la vida: me comprometo a ser honesto. ¿Se comprometen ustedes a serlo?

El siguiente paso es la purificación de lo que los griegos llamaban "elementos corruptos". Es una palabra visceral, que nos lleva al hedor de la decadencia. Se usaba para describir la fruta que se ha vuelto demasiado madura, cuya pulpa dulce se ha transformado en una masa putrefacta; o al pescado que, en el calor del sol, ha iniciado su viaje al reino de lo inmundo. Así son las palabras que debemos eliminar de nuestras conversaciones familiares: son palabras podridas, tóxicas, que llenan el aire con el mal olor de la hostilidad. ¿Cuáles son estos elementos?

En primer lugar, las quejas constantes. El quejoso crónico es un alma que ha perdido la capacidad de ver la belleza en lo cotidiano. Es una persona que habita en un desierto de ingratitud, donde el maná que cae del cielo es recibido con lamentos sobre su sabor, y el agua que brota de la roca, con quejas sobre su temperatura. La queja es un veneno que, con cada palabra, nos ciega más a las bendiciones que nos rodean, y nos hace ciegos también a las bendiciones que los demás nos dan. En lugar de la queja, ¿no es acaso el canto de la alabanza una melodía mucho más dulce? ¿No es la acción de gracias un faro de luz en medio de la oscuridad? Las palabras de gratitud son las flores de la amistad, las ofrendas del amor, el antídoto al veneno que amenaza con envenenar nuestras relaciones.

En segundo lugar, la crítica. Es la lengua afilada de la desaprobación, el látigo invisible que azota el alma del ser amado. “Nunca puedes hacer nada bien”, “siempre eres así”, “¿por qué eres tan propenso a cometer errores?”. Estas son más que simples frases. Son balas verbales. Son palabras que amputan la confianza y el deseo de mejorar. La crítica constante crea un clima de miedo, donde el error no es visto como una oportunidad para el crecimiento, sino como una prueba de un defecto fatal en el carácter. Es una paradoja cruel que nos aferramos a la tiranía de las palabras absolutas, los "nunca" y los "siempre", cuando la realidad es un río constante de cambio y de imperfección. Nadie, en la vasta tela de la existencia, es siempre una cosa o nunca la otra. La crítica es una cárcel que construimos con nuestras propias palabras, un lugar donde el otro nunca puede ser lo suficientemente bueno.

Finalmente, la humillación. Es el acto más vil de la comunicación, un intento de herir no solo con palabras, sino de despojar al otro de su dignidad, de su valor innato como ser humano. “Eres tan estúpido”, “Eres un tonto”, “¿Cómo puedes ser tan feo?” son frases que, una vez dichas, no pueden ser retiradas. Dejan cicatrices en la psique, heridas en el alma que tardan una eternidad en sanar. La humillación es el lenguaje del tirano, la herramienta del opresor, un acto de violencia que se disfraza de discurso. La verdadera comunicación no es un campo de batalla, sino un jardín. Y en ese jardín, el sol de la alabanza y la afirmación es lo que nutre y hace florecer a las almas. ¿No es la alabanza y las palabras de afirmación mucho mejor que la putrefacción de la crítica y la humillación?

Si la deshonestidad y la desagradabilidad son las termitas y el hedor del hogar, los elementos peligrosos son el fuego que lo consume. La Biblia nos exhorta a eliminar de nuestros corazones y conversaciones estos demonios verbales, ya que amenazan la unidad y la santidad de la familia.

El primero es la amargura. La palabra griega para amargura es una metáfora de una “raíz amarga que produce un fruto amargo.” Es un veneno que se cultiva en el silencio del resentimiento. La amargura es el dolor que no se procesa, la herida que no se perdona, la injusticia que se repite una y otra vez en la mente. Y como toda raíz, crece en las profundidades, invisible, hasta que sus raíces se extienden y sus ramas producen el fruto del rencor y el enojo. Cuando una persona en la familia está amargada, su lengua se convierte en un arma incontrolable. Cada palabra que pronuncia está teñida de resentimiento. Contagia a los demás con su amargura, creando un ambiente tóxico en el que es imposible florecer. Es una plaga del alma.

Luego viene el enojo y la ira. La distinción que hace el texto es crucial. El enojo es una explosión repentina, un volcán que entra en erupción de manera inesperada, pero cuya furia se apaga pronto. Es el corazón que hierve en un instante, pero que regresa a su estado normal con la misma rapidez. La ira, en cambio, es una hoguera que arde lentamente, una rabia constante y acumulativa. Es el resentimiento que se ha vuelto un estado de ser, un compañero constante en el alma. Ambos son destructivos, pero la ira es la forma más peligrosa, porque se convierte en la identidad de una persona, en el motor de sus acciones.

La gritería es la manifestación física de la ira descontrolada. Es la rendición del diálogo ante la fuerza bruta de la voz. En muchas familias, la dinámica de poder es brutalmente simple: el que grita más fuerte, gana la discusión. El volumen se convierte en un arma, y el grito en un acto de dominación, un intento de someter a los demás no con argumentos, sino con el simple poder del ruido. Este es un campo de batalla verbal en el que no hay ganadores, solo perdedores. La gritería destruye la humildad del que habla y somete al que escucha, erosionando el respeto mutuo que es el aire que respira la familia.

Finalmente, la maledicencia, o el “discurso injurioso”, es la quintaesencia del daño. Es un acto deliberado de herir a otra persona con nuestras palabras. Es el uso del lenguaje como un bisturí, como un arma arrojadiza. Sucede cuando hablamos con desprecio, cuando nuestras palabras están diseñadas para humillar, para insultar, para dejar una herida abierta. Esto es especialmente peligroso cuando se mezcla con la ira, porque en el calor del momento, decimos cosas que nunca diríamos en nuestro sano juicio. Son palabras que nos persiguen, a nosotros y a la persona a la que herimos, mucho tiempo después de que el enojo se ha disipado.

En contraste con estos elementos, ¿no es la tranquilidad, la humildad y la voz baja un oasis para el alma? ¿No es mucho más sanador el lenguaje que busca edificar y no destruir, que busca curar y no herir?

Aquí, en el epílogo de nuestra meditación, la historia de Esaú y su hermano Jacob se alza como una parábola inmortal, una advertencia sombría sobre las consecuencias de la traición y la falta de honestidad. Recordamos la escena con un escalofrío en la médula de los huesos. Isaac, viejo y ciego, se prepara para impartir la bendición que definiría el futuro de su primogénito, Esaú. Pero Jacob, movido por la ambición y la deshonestidad, se disfraza con la piel de cordero y el olor del campo de su hermano, y se presenta ante su padre para robar la bendición.

La mentira de Jacob es un acto de una deshonestidad tan profunda que el texto sagrado parece susurrar de vergüenza. El viejo Isaac, incapaz de ver, confía en el oído y en el tacto, y es engañado. La traición es completa. Pero la tragedia se manifiesta en la reacción de Esaú. Cuando regresa del campo, cansado y hambriento, y descubre que su hermano le ha robado la bendición, el texto bíblico describe un grito que resuena a través de las edades, un grito que es una mezcla de furia, desesperación y un dolor incomprensible. Fue un grito de amargura, un estallido de ira y un lamento de humillación. Su grito es un testimonio del poder destructivo de la mentira. La traición de una palabra, el engaño en la comunicación, había erosionado los cimientos de su relación familiar, llevándolos a una hostilidad que duró por generaciones.

La historia de Esaú es un espejo sombrío. Nos muestra que las mentiras, la ira, los gritos, las palabras hirientes, no son meros errores de la comunicación. Son actos de traición. Son las fuerzas que corroen el lazo de la confianza. La comunicación en la familia no es un simple intercambio de información; es una herramienta para construir, para sanar, para edificar y para sostener. Es el arte de la edificación, no de la destrucción. La lección de Esaú nos advierte que la deshonestidad y la traición verbal erosionan los cimientos de cualquier relación, dejando un legado de dolor y de distancia.

Por lo tanto, el llamado final es un llamado al alma. Es un llamado a la responsabilidad por cada palabra que pronunciamos. Es un llamado a ser arquitectos de la paz, a ser constructores de puentes, a ser jardineros de la verdad. Que nuestras palabras sean semillas de vida, y no piedras de tropiezo. Que en nuestros hogares, la voz de la honestidad resuene más fuerte que la mentira, la palabra de gracia más fuerte que la crítica, y el susurro del amor más fuerte que el rugido de la ira. Es en este compromiso sagrado que encontramos no solo la promesa de un futuro mejor, sino la posibilidad de una familia que, como la visión de W.E. Gladstone, se alce con la grandeza forjada por la sabiduría de la Biblia.

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