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BOSQUEJO-SERMÓN: ATALIA EN LA BIBLIA

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BOSQUEJO

Tema: 2 Reyes. Titulo: Atalía en la Biblia. Texto: 2 Reyes 11.

Introducción:

A. Josafat era un rey piadoso que "no se apartó de hacer lo recto ante los ojos del Señor" (1 Reyes 22:43). Sin embargo, Josafat cometió un error desastroso: hizo las paces con el malvado rey Acab del Reino del Norte y casó a su hijo Joram con Atalía. Al hacerlo, Josafat dio la bienvenida a una víbora venenosa a su familia y expuso a su hijo a una mujer dedicada a hacer el mal. Cuando Joram murió, su hijo Ocozías  lo sucedió. Pero Ocozías murió durante su primer año como rey. Cuando Atalía se enteró de que su hijo había muerto, actuó rápidamente para destruir a todos los herederos reales, sus nietos (cf.2 Reyes 11: 1). Con la familia real aparentemente aniquilada, Atalía tomó el trono y gobernó como reina durante seis años.

B. Nuestro objetivo en este estudio es comprender mejor los errores que cometió esta malvada reina, aprender de ella y así evitar errores similares en nuestro caminar con Dios. 

I. LOS PADRES MARCAN A SUS HIJOS (2 Reyes 11: 1; 2 Crón. 22: 3-4)

A. El compromiso de Atalía con las malas costumbres de sus padres nos recuerda que los padres a menudo marcan el rumbo de la vida de sus hijos. Los padres de Atalía, Acab y Jezabel, eran adoradores de ídolos (Baal); Eran malvados, malvados, personas que recurrían incluso al asesinato para salirse con la suya. Los padres de Atalía se oponían directamente a Dios y a los valores piadosos. Solo podemos imaginar el entorno en el que se crió Atalía. Como mamá y papá, ella también está empeñada en adorar a Baal, apartar los corazones de Dios e incluso se rebajará al asesinato para salirse con la suya. Las acciones, valores y principios de los padres se transmiten en la mayoría de los casos a sus hijos.

B. Atalía es un recordatorio aleccionador para nosotros hoy con respecto a la influencia de los padres. Los padres realmente, en la mayoría de los casos, establecen el curso, mediante sus acciones, de la vida de sus hijos. ¿Hay excepciones? ¡Por supuesto! Si lo hacemos bien, seguimos el libro al pie de la letra, ¿esto garantiza que nuestros hijos crecerán para servir a Dios? No siempre. Sin embargo, aunque hay excepciones, el mejor curso de acción como padres es criar a nuestros hijos en un hogar totalmente comprometido con Dios y sirviéndole (Prov. 22:6).



II. LA ELECCION DEL CONYUGE ES DETERMINANTE (2 Crón. 21: 5-6; 12-15; 24: 7).

A. El esposo de Atalía (Joram) fue criado en un hogar piadoso, debemos asumir, porque su padre (Josafat) hizo lo recto ante los ojos del Señor (cf. 2 Crón. 20: 31-32). ¿Qué le pasó a su hijo, Joram? ¿Por qué no siguió también los caminos de su padre e incluso de su abuelo (Asa)? ¿Por qué no creció él también y cuando se convirtió en rey hizo lo recto ante los ojos del Señor? Creo que la respuesta es simple: ¡se casó con la mujer equivocada!

B. Atalía parece haber sido un individuo totalmente egocéntrico. Al igual que su madre, Jezabel, tenía una personalidad fuerte que podía dominar a su marido. Al alinearse con la maldad al casarse con Atalía, Joram abandonó los caminos de su padre y su abuelo y se volvió hacia la idolatría. Note la influencia que tuvo Atalía en Joram en el texto anterior. Aparentemente, años de entrenamiento, vida recta y ejemplos paternos son “tirados por la ventana” debido a la influencia de una esposa malvada, astuta y dominante. ¿Cuál es la lección para nosotros? La elección de un cónyuge piadoso debe ser un criterio que ocupe un lugar destacado en la lista de PRIORIDADES.

Al buscar un cónyuge, ¿qué pone la mayoría de las personas en su "lista de verificación"? ¿Una lista típica se parecería mucho a esta?

- Atributos físicos (guapo o bonito),- Situación financiera - educación - Objetivos profesionales - Compatibilidad (qué tenemos en común)

Estoy seguro de que podrías agregar muchos más "deseos" a esta lista. Sin embargo, me pregunto, ¿Cuántas personas consideran la preferencia religiosa al elegir un cónyuge? Si es una consideración, ¿Qué tan alto se ubicaría en la lista? Creo que la historia de Atalía y su influencia sobre su esposo es solo uno de los muchos ejemplos bíblicos que nos enseñan la importancia de casarse con un cristiano



III. LA AMBICION TRAE DESTRUCCIÓN (2 Reyes 11: 1, 16).

A. En el mundo antiguo era una práctica común nombrar a un regente para gobernar en nombre de un heredero menor de edad al trono. Cuando Ocozías fue asesinado, habría sido habitual que Atalía reclamara la regencia y gobernara en nombre de uno de sus pequeños nietos. Aparentemente, Atalía quería más que ser el poder detrás del trono. Cuando mataron a su hijo, aprovechó la oportunidad de gobernar por derecho propio. Ella eligió asesinar a todos los herederos reales para poder captar el poder absoluto. Esta acción revela el egoísmo y la maldad que caracterizaron a esta reina malvada.

La ambición puede ser algo positivo cuando es acompañada de honestidad y trabajo. Sin embargo, Atalía es un ejemplo de ambición egoísta desenfrenada.

B. Siempre que consideremos hacer algo incorrecto para lograr una meta o ganancia personal, debemos recordar el destino de esta malvada reina. Como cristianos, nuestros tratos comerciales y transacciones con la gente a diario deben ser dignos de confianza e incluso piadosos (Col. 3: 17; 1 Cor. 10:31).

Como cristianos, nuestras acciones fuera del edificio de la iglesia son tan importantes, como las que hacemos adentro.



Conclusión:

La historia de Atalía nos advierte sobre la influencia parental y la elección de cónyuge, resaltando cómo las decisiones personales pueden desviar el camino hacia Dios. Su ambición destructiva sirve como un recordatorio de la importancia de actuar con integridad. Aprendamos a hacer elecciones piadosas y a criar a nuestros hijos en el temor del Señor.


VERSIÓN LARGA

Atalía en la Biblia: 

Un Estudio de 2 Reyes 11

Ha de haber pocos espectáculos tan aleccionadores en la vasta y tortuosa galería de la historia bíblica como el de Atalía, aquella reina cuyo nombre, grabado en el undécimo capítulo de Reyes, resuena con la cadencia metálica de la fatalidad y el grito de la sangre. Ella no fue una figura menor, una nota a pie de página en la crónica de los reinos divididos; fue, por el contrario, un punto de inflexión, una cicatriz profunda en el linaje de David, una advertencia perpetua sobre cómo una decisión, un nudo matrimonial tejido con hilos impíos, puede desembocar en una aniquilación casi total. Para entender a Atalía, esa mujer cuyo instinto asesino alcanzó el colmo de la demencia real, debemos remontarnos al origen de la podredumbre, a esa alianza nefasta que el piadoso, aunque trágicamente ingenuo, rey Josafat urdió con el mal. Josafat, aquel que, con raras excepciones, se había esforzado por hacer «lo recto ante los ojos del Señor», cometió el error que la historia no perdonaría: pactó con el rey Acab, la encarnación de la impiedad en el Reino del Norte, y, para sellar esa paz política y militar que resultó ser una ilusión fatídica, casó a su hijo, Joram, con Atalía, la hija de Acab y de la infame Jezabel. Al hacerlo, Josafat no invitó a una embajadora; introdujo en su propio palacio y en el flujo sanguíneo de su dinastía una víbora, una criatura imbuida desde la cuna en la adoración de Baal y en la práctica sin escrúpulos de la maldad. La consecuencia de esa única y equivocada decisión se arrastró, como un hedor persistente, a través de las generaciones hasta el día en que Joram murió, siendo sucedido por su hijo, Ocozías, cuyo reinado, breve como un suspiro, se extinguió en su primer año. Y fue entonces, en ese preciso vacío de poder, cuando el veneno sembrado en la generación anterior germinó en un acto de horror.

Cuando Atalía, la heredera del espíritu de Jezabel, se enteró de la muerte de su hijo Ocozías, no se rindió al luto, sino que vio una oportunidad, un hueco de poder tan seductor que exigía un sacrificio. Su reacción no fue la de una madre o una abuela, sino la de una hiena hambrienta: actuó con una velocidad febril y un rigor inhumano para destruir a toda la descendencia real, a todos sus propios nietos, a todos los herederos legítimos del trono. El trono era, para ella, la única deidad digna de adoración, y la sangre, incluso la propia, un mero estorbo en la carrera por la púrpura. Con la estirpe de David aparentemente aniquilada, Atalía se sentó en el trono y gobernó durante seis años, una anomalía histórica, una reina de Judá que era al mismo tiempo la hija y el monumento vivo de la idolatría del Norte. Nuestra inmersión en este capítulo amargo no tiene por objeto la simple condena histórica, sino la comprensión profunda de las catástrofes del alma. Buscamos en Atalía, en sus errores y en su destino, un espejo admonitorio, para que podamos aprender, con el terror de la verdad bíblica, a evitar errores análogos en nuestro propio y frágil caminar con Dios.

El primer y más fundamental de los ecos de la vida de Atalía se encuentra en la inevitable, a menudo trágica, herencia de la moralidad paterna. Sus padres marcan a sus hijos, y la trayectoria de la vida de Atalía no fue una excepción, sino la regla brutalmente confirmada. Sus padres, Acab y Jezabel, no eran simples pecadores; eran apóstoles del error, adoradores militantes de Baal, forjadores de una cultura de maldad que no dudaba en recurrir al asesinato y a la confiscación violenta para satisfacer un capricho. Eran, en esencia, la oposición directa y violenta a los valores de Dios. Atalía creció en esa atmósfera cargada de incienso idolátrico y la fragancia pestilente de la intriga política y la sangre derramada. No podemos sino imaginar el entorno que nutrió su alma: un hogar donde la piedad era ridiculizada y el poder absoluto era el único credo. No es de extrañar, entonces, que ella misma se dedicara a la adoración de Baal, a desviar los corazones de Dios, y que no encontrara escrúpulo alguno en el parricidio dinástico. Las acciones, los valores y, sobre todo, la prioridad de los padres se transmiten a los hijos no solo por enseñanza, sino por ósmosis, por la simple y contundente fuerza del ejemplo vivido.

Atalía es para el cristiano de hoy un recordatorio solemne y escalofriante sobre el peso de la influencia. Los padres, con cada palabra dicha o silenciada, con cada decisión moral tomada o evadida, establecen, en la mayoría de los casos, el curso navegable de la vida de sus hijos. No se trata aquí de una garantía determinista, por supuesto. El Espíritu Santo puede, por Su gracia soberana, arrancar un alma de la tierra más tóxica. Hay excepciones, hijos que, por un milagro de la fe, logran rebelarse contra el legado de sus padres y abrazar la rectitud. Pero el padre o la madre piadosos no pueden basar su estrategia en la excepción; deben basar su vida en el principio. Aunque un hogar totalmente comprometido con Dios no garantice que los hijos servirán al Señor—pues la libertad del albedrío es un regalo terrible y sublime—, sí establece el terreno más fértil, la plataforma de lanzamiento más segura. La Escritura nos lo implora: «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él» (Proverbios 22:6). Es un mandato de siembra, una inversión de fe y carácter que desafía la inercia del mal. El legado de Atalía nos grita desde la distancia que la no-elección es también una elección, y que la indiferencia paterna es, a menudo, la siembra más segura de la corrupción futura.

Sin embargo, el destino fatal de Atalía no fue sellado únicamente por la herencia de sus padres, sino por la decisión de un hombre que, a pesar de su buen origen, permitió que esa herencia tóxica se fusionara con su propia vida. Esto nos lleva al segundo gran tema, la verdad ineludible de que la elección del cónyuge es determinante para la trayectoria espiritual de un alma. Joram, el esposo de Atalía, creció en un hogar, como hemos visto, piadoso, bajo la sombra de un padre, Josafat, que hacía lo recto. Cabría esperar que ese entrenamiento, esa vida recta, esos ejemplos paternos fueran suficientes para asegurarle un camino de rectitud. Pero la crónica nos revela una verdad escalofriante: Joram abandonó los caminos de su padre y su abuelo, y se entregó a la idolatría. La razón es simple, pero de una complejidad trágica: ¡se casó con la mujer equivocada!

Atalía era, como su madre Jezabel, un individuo totalmente egocéntrico, una personalidad fuerte que, impulsada por la adoración a Baal y la sed de poder, podía y de hecho llegó a dominar la voluntad de su marido. La influencia de esta esposa malvada y astuta fue tan abrumadora que años de entrenamiento, de vida recta, de ejemplos piadosos, fueron, como lo dice el texto en su dolorosa analogía, «tirados por la ventana». El espíritu de Joram, que había sido nutrido en la casa de Dios, se rindió ante la voluntad de una mujer que vivía para el ídolo. La lección para el creyente es de una urgencia inaplazable: la elección de un cónyuge piadoso no puede ser un criterio secundario; debe ocupar un lugar de máxima PRIORIDAD en la lista de decisiones.

Cuando un joven o una joven cristiana elabora su "lista de verificación" para elegir a un compañero de vida, ¿qué criterios dominan? Seamos honestos: los atributos físicos, el atractivo fugaz que el tiempo disuelve; la situación financiera, la promesa de una seguridad terrenal; la educación, los objetivos profesionales, la compatibilidad superficial de gustos. Todas estas son consideraciones legítimas en la esfera humana, pero la pregunta crucial, la que divide el camino de la bendición del camino de la catástrofe, es: ¿Qué lugar ocupa la preferencia religiosa? Si es una consideración, ¿se ubica en el tope de la lista o es un mero accesorio? La historia de Atalía y su influencia corrosiva sobre Joram no es un cuento moralista, sino uno de los muchos ejemplos bíblicos que nos gritan la importancia vital de no unirnos en yugo desigual, de casarse con alguien cuyo corazón está, sin reservas ni hipocresías, totalmente comprometido con el Dios vivo. Un matrimonio es la unión de dos almas, y si una de ellas está alineada con el mundo y la otra con el Cielo, la tensión resultante no será de equilibrio, sino de desintegración. El alma más débil será arrastrada, y la historia de Joram es el epitafio de la piedad que fue estrangulada por una elección matrimonial impía. La elección del cónyuge no es un acto social; es un acto de destino espiritual.

Finalmente, el acto que define a Atalía y que sella su destino es el que nos revela que la ambición trae destrucción cuando se divorcia de la integridad y se casa con el egoísmo. Tras la muerte de Ocozías, la práctica común en el mundo antiguo habría dictado que Atalía asumiera la regencia, gobernando en nombre de uno de sus pequeños nietos, los herederos legítimos que aún vivían. Sin embargo, Atalía no quería ser la regente, el poder detrás del trono; ella quería el trono mismo, el poder absoluto e indiscutible. La ambición, en sí misma, puede ser un motor positivo cuando está templada por la honestidad, el servicio y el temor de Dios. Es la sed de excelencia, la búsqueda de una mayordomía fiel. Pero la ambición de Atalía era de otra estirpe: era una ambición egoísta y desenfrenada.

Su decisión de asesinar a todos los herederos reales —un acto de una frialdad política que raya en la patología— revela la esencia de la maldad que la caracterizaba. Ella eligió el camino más sangriento para captar el poder absoluto. En ese acto, en el asesinato de su propia familia, el pecado de Atalía alcanzó su plenitud. El trono, que ella creía haber asegurado con sangre, se convirtió en el escenario de su propia condena.

Este es el espejo más oscuro que Atalía nos ofrece. Siempre que nos veamos tentados a considerar hacer algo incorrecto, algo deshonesto, algo que comprometa nuestra fe para lograr una meta, un ascenso, una ganancia personal, debemos evocar el destino de esta reina malvada. Su destino es la prueba irrefutable de que la ganancia temporal obtenida por medios inicuos es siempre una pérdida eterna. Como cristianos, la ética de nuestro Reino debe permear todos nuestros tratos. Nuestras transacciones comerciales, nuestros negocios, nuestra manera de manejar las finanzas, nuestras interacciones diarias con el vecino y el colega, deben ser dignas de confianza, transparentes y, sobre todo, piadosas, reflejando el señorío de Cristo en cada detalle. La Escritura es innegociable: «Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Colosenses 3:17). Nuestra vida fuera del santuario es, a menudo, el testimonio más elocuente, el verdadero sermón. Si la ambición nos lleva a traicionar nuestros principios, hemos tomado el mismo camino que Atalía, un camino que no lleva a la gloria, sino a la destrucción más vergonzosa.

La historia de Atalía es, en última instancia, una advertencia tripartita que resuena a través de las edades, obligándonos a examinar los cimientos mismos de nuestra vida espiritual. Nos advierte, con la voz de la fatalidad histórica, sobre la influencia parental y la imperiosa necesidad de sembrar rectitud y verdad en el jardín de nuestros hijos, sabiendo que cosecharemos según sembremos. Nos exige un examen riguroso de la elección del cónyuge, recordándonos que el corazón que elegimos para compartir la vida puede ser la fuente de nuestra mayor bendición o el origen de nuestra más catastrófica desviación. Y nos confronta con la naturaleza corruptora de la ambición sin Dios, enseñándonos que la integridad en nuestros actos diarios, tanto grandes como pequeños, es el único camino que nos protege de la ruina personal que sobrevino a la malvada reina.

Su vida fue un monumento erigido a la impiedad, pero su caída, narrada en el capítulo que relata su miserable final, se convierte en un faro para el creyente. Ella nos muestra la noche, para que nosotros busquemos la luz; nos muestra la sangre derramada, para que nosotros anhelemos la Fuente de Vida. Aprendamos la lección dolorosa: el único camino seguro es la elección consciente y diaria de la piedad, la obediencia y la humildad. Que nuestros hijos puedan decir de nosotros que les dimos un legado de fe inquebrantable, que nuestros cónyuges nos eleven a Dios por haberles ayudado en su caminar, y que nuestra ambición sea siempre la de hacer la voluntad del Padre. Solo así lograremos evitar el terrible destino de la reina Atalía y asegurar para nosotros y los nuestros la honra que precede a la humildad, y la vida que se encuentra solo en el temor del Señor. Que la memoria de su maldad nos sirva de escudo.

 


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