Tema: 1 Reyes. Titulo: Compasión en la depresión. Texto: 1 Reyes 19: 5 - 8.
I. EN LA PRESENCIA DE DIOS.
II. EN LA PROVISION DE DIOS
III. EN LA PACIENCIA DE DIOS
En los pliegues más profundos del alma humana, allí donde la
luz del día no alcanza y los murmullos de la vida se desvanecen en la quietud,
se esconde un desierto. Un lugar no de arena y sol, sino de fatiga y
desesperación, donde el silencio es el único compañero y la soledad una sombra
que crece con cada paso. Es el desierto de la depresión, un lugar al que
incluso los más grandes guerreros del espíritu no son inmunes. Y en la antigua
narrativa de las Escrituras, encontramos a uno de ellos, un hombre de fuego y
de fe, un profeta cuyo nombre resonaba con el poder de Dios, y sin embargo, se
encontró allí, en ese desierto de su propio corazón. Su nombre era Elías. Y en
su historia, no vemos la grandeza de un héroe, sino la fragilidad de un hombre.
Y en esa fragilidad, la insondable compasión de Dios, que se revela como un
oasis en medio de la sequía del alma.
Hoy, mi alma quiere detenerse en este pasaje, no para dar
una lección de teología, sino para caminar con Elías, para sentir el polvo de
su camino, el peso de su desesperanza. Ha corrido cuarenta días y cuarenta
noches, no en la dirección de la voluntad de Dios, sino huyendo de una amenaza,
de la ira de una reina. Y se ha tirado bajo un solitario enebro en el desierto,
no en un acto de fe, sino en la rendición de la desesperación. “Basta ya,
Jehová”, fue su ruego. Un grito que no pide ayuda, sino que implora el fin, el
final de la lucha, el final de la vida misma. Se ha alejado, ha huido, ha
abandonado la misión que Dios le encomendó. Y en ese abandono, en esa traición
a su propósito, lo que Elías no sabía es que, a pesar de su retirada, Dios no
se había movido un solo centímetro. Él seguía allí, su amor tan inmutable como
las estrellas, su fidelidad más firme que las montañas.
La primera manifestación de esa compasión fue la presencia
misma de Dios. No una presencia con un grito de reproche o un relámpago de
juicio. No. Una presencia silenciosa, una voz sin sonido que no vino a
condenar, sino a restaurar. Es la verdad más dulce y a la vez la más difícil de
creer en los momentos de nuestra propia oscuridad. Que a pesar de que los
caminos del pecado y el sufrimiento nos lleven a lugares de soledad, nunca
debemos temer ser abandonados o desamparados por Él. Nunca puede suceder. Por un
lado, la Escritura nos lo promete con una certeza que no deja lugar a dudas.
“No te desampararé, ni te dejaré”, nos dice en Hebreos 13:5, un eco de la
promesa que resuena a lo largo de los siglos. Y en Mateo 28:20, Él nos asegura,
con una voz que trasciende el tiempo, que estará con nosotros “todos los días,
hasta el fin del mundo”. Es una promesa que no se basa en nuestro desempeño, en
nuestra perseverancia o en nuestra lealtad, sino en el carácter inmutable de
Aquel que la hizo. Él no nos abandona, no porque seamos dignos de su amor, sino
porque Él no puede negarse a sí mismo.
Hay una quietud en esa verdad que desarma nuestra ansiedad.
Si nuestra fe se basa en la idea de que somos nosotros los que sostenemos a
Dios, entonces nuestra fe se desmoronará con el primer paso en falso. Pero la
verdad es que es Él quien nos sostiene, es Él quien nos aferra, no porque
seamos fuertes, sino porque Él es fiel. Efesios 4:30 nos dice que Él ha sellado
su Espíritu dentro de cada hijo de Dios. Es un sello que no se rompe con
nuestros errores, una inversión que no se anula con nuestra desobediencia. 2
Timoteo 2:13 lo dice con una claridad que nos libera: “Si somos infieles, él
permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo”. No es que Dios sea ciego a
nuestro pecado o indiferente a nuestra huida. No. Es que su amor es más grande
que nuestra traición, su gracia más vasta que nuestro desierto. El amor de Dios
por nosotros nunca acaba. “Con amor eterno te he amado”, dice en Jeremías 31:3.
Y la historia de Elías es la prueba viviente de esa verdad. El hombre que se
había alejado, que había huido de su vocación, no fue encontrado en la soledad
de su fracaso, sino en la presencia ineludible de un Dios que lo buscaba.
Y su presencia no vino con una lección de reproche. No le
dijo: “¿Por qué huiste? ¿Por qué dudaste de mí?” No. La compasión de Dios se
manifestó en un segundo acto de gracia: Su provisión. Elías estaba en un lugar
de su propia elección, huyendo de la voluntad de Dios para su vida. Y sin
embargo, en esa tierra yerma, Dios proveyó. Le envió a un ángel, no para
confrontarlo, sino para alimentarlo. Una torta cocida sobre las brasas y una
jarra de agua fresca, un banquete en medio de la nada. Y el ángel lo tocó y le
dijo: “Levántate y come, porque largo es el viaje.” ¡Qué palabras! Elías se
había rendido, había declarado que ya no podía más, y sin embargo, Dios le
estaba proveyendo para el viaje que aún tenía que recorrer. No era un viaje de
su propia elección, sino el viaje que Dios ya había planeado para él.
¿Cuántas veces Dios ha hecho lo mismo por ti y por mí?
Huimos de Él y de Su voluntad para nuestras vidas, y sin embargo, Él sigue
siendo fiel, siempre presente, y continúa permitiendo que sus bendiciones
caigan sobre nuestras vidas. ¿Por qué lo hace? No porque merezcamos su bondad,
sino para llevarnos al lugar del arrepentimiento. Romanos 2:4 nos dice que la
bondad de Dios nos guía al arrepentimiento. Es su gracia la que nos desarma, su
amor incondicional el que nos hace ver la fealdad de nuestro pecado. La
provisión de Dios en medio de nuestra desobediencia no es un permiso para
pecar, sino un llamado a volver a casa.
No cometa un error, no tome este camino como una excusa para
la desobediencia. Si cae en el pecado, el Señor lo tratará con paciencia, amor
y compasión. Pero esa paciencia tiene un propósito. No es un signo de
indiferencia, sino una invitación al cambio. La bondad de Dios tiene un límite,
no un límite de su amor, sino un límite de su tolerancia al pecado que nos
destruye. Habrá un día en que la paciencia se agote, en que el llamado al
arrepentimiento sea la última oportunidad. 1 Juan 5:16 nos habla del pecado que
lleva a la muerte. Y 1 Corintios 5:5 nos advierte que el Señor disciplinará a
su hijo que se niega a arrepentirse. El viaje de Elías no fue sin
consecuencias. Su desobediencia tuvo un costo, y nuestra huida también lo
tendrá. Dios te proveerá, te bendecirá, te amará, pero no permitirá que el
pecado se convierta en tu destino.
Y aquí llegamos a la tercera manifestación de la compasión
de Dios, la que revela la profundidad de su amor: Su paciencia. A pesar de que
Elías estaba huyendo en cuerpo y corazón, el Señor fue inmensamente paciente
con él. Le permitió seguir su propio camino por un tiempo, le permitió llegar
al final de sí mismo, a un lugar donde la única voz que pudiera oír, la única
voz que tendría sentido, sería la de Dios. Dios no descartó a Elías como una
causa perdida, porque Dios todavía tenía planes para el profeta. Hay un
misterio en la paciencia de Dios. Es la paciencia del jardinero que espera que
la semilla florezca, la paciencia del alfarero que espera que el barro tome
forma. Y en esa paciencia, Él permite que nuestras vidas sigan un curso que,
para nosotros, parece caótico y sin sentido, pero que para Él tiene un
propósito claro. Él permite que la desesperación, la soledad, el fracaso, nos
empujen a la orilla del abismo para que, en la quietud de ese lugar, aprendamos
a mirar al Señor nuevamente, a buscar Su rostro y a escuchar Su voz.
Y Dios es paciente contigo y conmigo también. Si
obtuviéramos lo que merecíamos, si Dios nos tratara de acuerdo con nuestros
errores y nuestras fallas, Él nos abandonaría por un pueblo que lo amaría
primero, lo serviría con dedicación y lo honraría como Señor. Pero incluso
cuando le fallamos, Él es fiel para estar a nuestro lado. ¿Por qué? Porque Él
tiene planes para nuestras vidas y un propósito para nuestro futuro. Jeremías
29:11 nos recuerda que sus pensamientos para nosotros son de paz y no de mal. Él
nos ama, no por lo que hacemos, sino por lo que Él es.
Sin embargo, aquí está el eco final de esta historia, el
susurro que nos previene de tomar la paciencia de Dios por sentado: la vida de
Elías nunca más se elevó al nivel de prominencia que disfrutó antes de este
incidente. Su desobediencia le costó mucho. El precio de su huida fue su lugar
en la historia. Fue usado, sí, pero no con la misma autoridad, con la misma
gloria que antes. Y su historia nos recuerda que, aunque Dios es un Dios de
gracia y de segunda oportunidad, el pecado deja cicatrices. El arrepentimiento
no borra las consecuencias, no elimina la sombra de nuestro pasado. Y también
nos costará mucho a nosotros. La compasión de Dios no es una licencia para
pecar. Es un regalo que se nos da para que volvamos a Él, para que caminemos en
Su propósito, para que elijamos la vida en lugar de la muerte.
La compasión de Dios por Elías, que se manifestó en Su
presencia, en Su provisión y en Su infinita paciencia, nos enseña que Él es
fiel incluso cuando nosotros somos infieles. Es un llamado al arrepentimiento,
a la vuelta a casa, a la única fuente de vida verdadera. Y es también un
recordatorio, solemne pero necesario, de que, aunque Dios nunca nos abandona,
el desobedecerle siempre tendrá un alto precio. Que esta reflexión nos lleve a
un lugar de humilde sumisión, a un lugar donde el orgullo se desvanece y la fe
se fortalece. Que el camino que tomamos no sea el de la huida, sino el de la
perseverancia, y que la búsqueda de Dios, en toda circunstancia, sea el
propósito de nuestra existencia.
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