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SERMÓN-BOSQUEJO: JEROBOAM VS. EL PROFETA ANÓNIMO: EL DRAMA BÍBLICO QUE SE REPITE HOY (Y POR QUÉ NADIE QUIERE SER EL HÉROE)"

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BOSQUEJO

Tema: 1 Reyes. Título: JEROBOAM VS. EL PROFETA ANÓNIMO: EL DRAMA BÍBLICO QUE SE REPITE HOY (Y POR QUÉ NADIE QUIERE SER EL HÉROE)"  Texto: 1 Reyes 13: 1 - 10. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.

Introducción:

A. Cuando la falsa religión surge Dios envía a sus hombres para que la denuncien y desenmascaren y esto lo que precisamente sucede en este texto. 

B. Veamos las características de este varón:

(Dos minutos de lectura)

I. UN HOMBRE VALIENTE (ver. 1 - 3).

A. Desconocemos el nombre de este personaje, sabemos como veremos mas adelante que proviene de Samaria, solo sabemos de él que es un hombre de Dios, es decir un profeta, una persona que hacia la voluntad de Dios. Dios se ha rebelado a este hombre ordenandole ir a Betel, allí donde estaba uno de los becerros que Jeroboam había construido, una vez allí debía dar una palabra y una señal de parte de Dios. 

La palabra: "Altar, altar, así ha dicho Jehová: He aquí que a la casa de David nacerá un hijo llamado Josías, el cual sacrificará sobre ti a los sacerdotes de los lugares altos que queman sobre ti incienso, y sobre ti quemarán huesos de hombres. Esta profecía al pie de la letra se cumpliria 300 años después (2 Reyes 23: 15 - 20).

La señal: "he aquí que el altar se quebrará, y la ceniza que sobre él está se derramará". Señal que se cumplira como veremos versículos mas adelante.

Si analizamos la situación veremos que se requiere mucha valentía para hacer esto, ir hasta Betel, pararse frente al altar y hablar delante del rey una palabra que seguramente no le agradaría, el hombre estaba exponiendo su vida.

B. Los creyentes hemos sido llamados a denunciar la falsa religión labor que requiere de nosotros valentía. Valentía porque tal vez no corramos el riesgo que nos maten, pero si corremos el riesgo de caer mal, de no ser gratos, de ser malentendidos, de ser apartados, de ser criticado, en fin. Independientemente de estas cosas tenemos que saber que es nuestro derecho y deber cristiano discernir las cosas y hablar de ellas con amor cuando nos damos cuenta que no son correctas.



II. UN HOMBRE CON RESPALDO (ver. 4 - 6).

A. Como es obvio a Jeroboam no le gusto nada la profecía de este hombre, ordeno arrestarlo mientas estiraba su brazo, mientras que al mismo tiempo como juicio de Dios y respaldo a su profeta esta se le secaba. 

El respaldo de Dios de ve en este hombre en dos detalles de este relato:

1. Tal cual el había dicho el altar se rompe y la ceniza se derrama. 

2. Momentos después al verse así Jeroboam clama por oración al hombre de Dios, mientras que el varón de Dios ora la mano del rey es sanada.

B. Hemos de saber que mientras discernimos y denunciamos la falsa religión y sus promotores Dios nos respaldara con todo tipo de señales prodigios y milagros. Esta debería ser una de las razones por las que no deberíamos temer al hacerlo.



III. UN HOMBRE INTEGRO (ver 7 - 10).

A. No sabemos las intenciones de Jeroboam al invitar al profeta a su casa para darle un regalo y comida, puede que hubieran sido buenas, lo mas probable es que no, ya que, Dios previamente había advertido a su hombre sobre el asunto. El varón de Dios acertada y obedientemente rechaza la invitación. La razón principal es la palabra que ya Dios le había dado. Seguramente al darle Dios esta palabra está guardando a su siervo de desviarse por el amor a las riquezas o por componendas con Jeroboam.

B. El mensaje de quienes denuncian la falsa religión debe estar respaldado por un correcto estilo de vida de otra manera se corre el peligro de dejar sin bases lo que se dice.

Conclusión:

La historia de este profeta anónimo es un llamado a la valentía frente a la falsa religión, confiando en el respaldo divino. Su integridad nos desafía: ¿respalda nuestra vida el mensaje que proclamamos, manteniendo la pureza en medio de las pruebas? Que su ejemplo nos impulse a ser siervos fieles de Dios.


VERSION LARGA

El mundo, con su eterna danza de poder y fe, o más bien, de poder disfrazado de fe, nos ofrece a menudo espectáculos repetidos. Cuando la religión, esa búsqueda ancestral de lo trascendente, se corrompe, se vuelve un mero instrumento para el control o la ambición, es entonces cuando, en el intrincado tejido de la historia, surge una voz discordante. Dios, se nos dice, en esos momentos de particular desvío, envía a sus hombres, no para complacer, sino para denunciar, para desenmascarar la impostura. Y esto es, precisamente, lo que se desarrolla ante nuestros ojos en este fragmento del antiguo relato, en el primer libro de Reyes.

Veamos, pues, las características de este varón, un personaje que emerge de la neblina del pasado con una urgencia que trasciende su anonimato.


Era, en primer lugar, un hombre valiente. Su nombre se ha perdido en los anales del tiempo; desconocemos su linaje, sus orígenes exactos, más allá de la sombría referencia a Samaria, la región que eventualmente albergaría la apostasía. Solo sabemos de él que era, simplemente, "un hombre de Dios", una designación que, en aquel contexto, significaba un profeta. Es decir, una persona cuya existencia estaba intrínsecamente ligada a la voluntad divina, un instrumento, quizás renuente, de un poder superior. Dios, en su inescrutable sabiduría, se había revelado a este hombre, con una claridad que no admitía dudas, ordenándole ir a Betel.

Betel. Un nombre cargado de significado, un lugar que había sido un faro de la presencia divina en tiempos pasados, ahora manchado por la apostasía. Allí se alzaba uno de los becerros de oro que Jeroboam, en su astucia política y su ceguera espiritual, había erigido para asegurar su dominio sobre el pueblo. Una ofensa directa a la ley divina. Una vez en ese lugar profanado, el profeta debía pronunciar una palabra y ofrecer una señal, ambas de parte de Dios, no de su propia invención.

La palabra, en su contundencia profética, resonó como un trueno: "Altar, altar, así ha dicho Jehová: He aquí que a la casa de David nacerá un hijo llamado Josías, el cual sacrificará sobre ti a los sacerdotes de los lugares altos que queman sobre ti incienso, y sobre ti quemarán huesos de hombres." (1 Reyes 13:2). Una condena explícita, una predicción de una purificación futura, ejecutada por un rey que nacería siglos después. Esta profecía, en su minuciosa precisión, se cumpliría, hasta el último detalle, trescientos años más tarde (2 Reyes 23:15-20). Una lección sobre la implacable justicia divina y la ineludible marcha del tiempo.

Y la señal, tangible e inmediata, para que no hubiera dudas sobre la procedencia de la palabra: "he aquí que el altar se quebrará, y la ceniza que sobre él está se derramará" (1 Reyes 13:3). Una verificación instantánea de la autoridad del profeta, una manifestación divina que desafiaba toda explicación natural.

Si uno se detiene a analizar la situación, la valentía requerida para llevar a cabo tal misión es asombrosa. Ir hasta Betel, el centro de la nueva religión estatal de Jeroboam, pararse frente al altar, erigido por la mano del rey, y hablar directamente delante de él. Pronunciar una palabra que, sin lugar a dudas, no sería del agrado del monarca. El hombre, este profeta anónimo, estaba exponiendo su vida, desafiando el poder absoluto con la única arma de la verdad divina. Era un acto de puro desafío, una confrontación con el poder establecido en nombre de un principio superior. La valentía no era una emoción; era una necesidad para la acción.

Y aquí reside una lección imperecedera para nosotros. Los creyentes, se nos dice, hemos sido llamados a denunciar la falsa religión, a desenmascarar sus pretensiones y sus distorsiones. Una labor que, ayer como hoy, requiere de nosotros una valentía no menor. Es cierto que, quizás, no corramos el riesgo inminente de ser ejecutados por un rey iracundo. Pero sí corremos el riesgo, mucho más insidioso y sutil, de caer mal, de no ser gratos a los ojos del mundo, de ser malentendidos en nuestras intenciones, de ser apartados de los círculos de la complacencia, de ser criticados, incluso vilipendiados. En fin, la exposición personal es inevitable. Independientemente de estas consecuencias, que pueden ser dolorosas para el espíritu humano, debemos saber que es nuestro derecho, y más aún, nuestro deber cristiano, discernir las cosas con una mirada crítica y hablar de ellas con amor, pero con firmeza, cuando nos damos cuenta de que no son correctas a la luz de la verdad revelada. La valentía, pues, se convierte en un imperativo ético.


Este profeta anónimo era, además, un hombre con respaldo. Porque la valentía, por sí sola, puede ser imprudente si no cuenta con una fuerza superior que la sostenga. Y el relato, en su cruda honestidad, nos muestra cómo Jeroboam, como era previsible, no recibió con agrado la profecía de este hombre. La ofensa era directa, la autoridad del rey, cuestionada. Jeroboam, en un arrebato de ira, ordenó su arresto, mientras extendía su brazo, quizás para señalar o para dar la orden fatal. Pero en ese mismo instante, en un acto de juicio divino y de un respaldo inconfundible a su profeta, el brazo del rey se secó, paralizado. Un acto sobrenatural que congeló la intención y dejó al monarca en una posición de impotencia.

El respaldo de Dios se hace evidente en este hombre a través de dos detalles cruciales de este relato, que actúan como una doble confirmación de su misión. Primero, tal cual el profeta había declarado, el altar se rompe y la ceniza que cubría su superficie se derrama (1 Reyes 13:5). Un derrumbamiento físico que valida la palabra pronunciada, una señal tangible de la autoridad divina actuando en el mundo material. Segundo, y quizás más humillante para el orgullo de Jeroboam, momentos después, al verse con su brazo marchito y sin poder, el rey, en un acto de desesperación, clama por oración al hombre de Dios, a aquel que momentos antes había querido silenciar. Y el varón de Dios, con una compasión que trascendía la afrenta personal, ora. Y en respuesta a esa oración, la mano del rey es sanada, restaurada a su condición original (1 Reyes 13:6). Un milagro que no solo demuestra el poder de Dios, sino también la autoridad y el respaldo otorgados a Su siervo.

De esto hemos de saber, sin ambigüedades, que mientras discernimos y denunciamos la falsa religión y a sus promotores, Dios, en su soberanía, nos respaldará. No necesariamente con la paralización de brazos o el rompimiento de altares en cada ocasión, pero sí, nos asegura el relato, con todo tipo de señales, prodigios y milagros que confirman Su verdad. Esta debería ser, de hecho, una de las razones fundamentales por las que no deberíamos temer al hacerlo. Porque no caminamos solos; el poder del Todopoderoso nos precede y nos acompaña. El respaldo divino no es una fantasía piadosa, sino una promesa que se materializa en la acción del creyente fiel. La valentía se nutre de esta certeza.


Finalmente, este varón de Dios era un hombre íntegro. Una cualidad rara y preciosa, especialmente en un mundo donde la conveniencia a menudo eclipsa la rectitud. No sabemos con certeza las verdaderas intenciones de Jeroboam al invitar al profeta a su casa, ofreciéndole comida y un regalo (1 Reyes 13:7). Podrían haber sido, superficialmente, gestos de gratitud o respeto por el milagro de su sanación. Pero lo más probable, y la narrativa nos inclina a esta interpretación, es que no fueran del todo benignas. Quizás el rey buscaba un compromiso, una forma de cooptar al profeta, de silenciar su voz profética con las comodidades de la corte, de integrar al mensajero de Dios en su propia estructura de poder. Dios, en Su previsión, había advertido previamente a su hombre sobre este asunto, dándole instrucciones claras de no comer pan ni beber agua en ese lugar, ni de regresar por el mismo camino (1 Reyes 13:9).

El varón de Dios, con una lucidez admirable y una obediencia inquebrantable, rechaza la invitación del rey. Su respuesta es un modelo de integridad: "Aunque me dieras la mitad de tu casa, no iría contigo, ni comería pan ni bebería agua en este lugar" (1 Reyes 13:8). La razón principal de su negativa radica en la palabra que Dios ya le había dado, una directriz inmutable que protegía su misión. Seguramente, al darle Dios esta palabra, estaba guardando a Su siervo de la tentación de desviarse por el amor a las riquezas, por la comodidad de la opulencia, o por establecer componendas que habrían comprometido su testimonio y su llamado. La integridad, en este caso, se manifestaba en una estricta adhesión a la instrucción divina, una resistencia a la corrupción, sea esta material o moral. No transigir con la verdad, incluso cuando el poder ofrece sus encantos, es el sello de un carácter inmaculado.

El mensaje que se desprende de esto es de una claridad meridiana. La denuncia de la falsa religión, de las desviaciones de la verdad, debe estar respaldada por un correcto estilo de vida de aquellos que la proclaman. De otra manera, se corre el peligro, un peligro lamentable y muy real, de dejar sin bases lo que se dice, de deslegitimar el mensaje por la incongruencia del mensajero. La hipocresía es el veneno más potente contra la verdad. La integridad, pues, no es un adorno opcional; es el cimiento indispensable sobre el cual se construye la credibilidad de todo testimonio cristiano. Es la coherencia entre lo que se cree, lo que se dice y lo que se vive.


La historia de este profeta anónimo, cuya valentía se manifestó en la confrontación, cuyo respaldo se evidenció en los milagros, y cuya integridad se probó en la tentación, es un llamado que resuena a través de los siglos. Es un llamado a la valentía. La valentía para pararse, incluso solo, frente a las manifestaciones de la falsa religión, las cuales, en sus múltiples formas, continúan apareciendo en cada época, desafiando la verdad divina. Es un llamado a confiar, con una fe inquebrantable, en el respaldo divino, sabiendo que la mano de Dios no abandona a quienes Le son fieles.

Pero, quizás el desafío más profundo que nos lanza este relato es el de su integridad. Nos confronta con una pregunta esencial y dolorosa: ¿Respalda nuestra propia vida el mensaje que proclamamos con nuestras palabras, manteniendo la pureza de nuestro caminar en medio de las pruebas y las tentaciones que el mundo nos ofrece? ¿Somos íntegros, o permitimos que las pequeñas comodidades, los pequeños compromisos, vayan erosionando los cimientos de nuestra fe? Que su ejemplo, el de este varón desconocido pero memorable, nos impulse a ser siervos fieles de Dios, a vivir con esa coherencia que no solo es un deber, sino una profunda y rara forma de ser, una verdad encarnada en la existencia.

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