Tema: 2 Samuel. Titulo: La Rebelión de Absalón: Lecciones de Lealtad y Fe en la Adversidad (2 Samuel 15) Texto: 2 Samuel 15. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
I. ITAI, GETEO (ver 19 - 21).
II. HUSAI, ARQUITA (ver 31-37).
III. DAVID (25 - 26).
Itai, el Guitita. Su nombre resonaba a extranjero, a desterrado. Venía de Gat, tierra filistea, un lugar de enemistad ancestral. Recién llegado, suplantado de su propia morada, encontró refugio bajo la sombra de David. Y ahora, cuando el rey se veía obligado a huir, despojado de su trono, David, en su dolorosa generosidad, le pide que no lo siga. "Regrésate y quédate con el rey Absalón; porque tú eres extranjero, y desterrado también de tu lugar" (2 Samuel 15:19). ¿Por qué arrastrar a este forastero a la miseria de su propia caída? ¿Por qué exigirle que compartiera el peso de su exilio? Pero las palabras de Itai, como grabadas en piedra con un cincel invisible, se alzan en el aire del desierto, un juramento que estremece el alma: "Vive Dios, y vive mi señor el rey, que o para muerte o para vida, donde mi señor el rey estuviere, allí estará también tu siervo" (2 Samuel 15:21).
En el eco de estas palabras, se revelan dos verdades fundamentales sobre la lealtad, esas perlas que a menudo ignoramos en el bullicio de la vida. Primero, la lealtad no espera el tic-tac del reloj. No requiere de tiempo para quien la lleva consigo. Itai no había pasado años al lado de David, no había compartido innumerables batallas o banquetes. Su fidelidad no era el fruto de una larga amistad o de un cálculo de conveniencia. Era una elección del espíritu, una decisión del corazón que, una vez tomada, no mira hacia atrás. Es la pureza de un compromiso que no depende de la duración del vínculo, sino de la calidad de la entrega.
Segundo, la lealtad es un juramento de permanencia. Es estar con alguien siempre, en la vida y en la muerte, sin abandonarlo jamás. Itai no ofrece una lealtad condicional, sujeta a la prosperidad o a la seguridad. No dice: "Si las cosas mejoran, te seguiré." No. Él declara una comunión total, un destino compartido, un vínculo que ni la adversidad ni la misma muerte pueden romper. En esa figura solitaria del filisteo, del desterrado, encontramos la encarnación de la lealtad más pura, un faro en la noche de la traición. Es el alma que decide no soltar la mano, incluso cuando el camino se oscurece y el abismo se abre a los pies.
Y luego, en el camino polvoriento de la huida, aparece otro hombre, una figura con el rostro rasgado por el dolor y la cabeza cubierta de tierra: Husai, el Arquita (2 Samuel 15:32-37). La Escritura lo llama "amigo del rey" (1 Crónicas 27:33), un título que no es meramente descriptivo, sino una verdad que se manifestaba en cada gesto. Su aspecto de desolación, sus ropas desgarradas y la tierra sobre su cabeza, no eran una pose. Eran el reflejo de un alma que sufría el dolor de su amigo como si fuera propio. La amistad verdadera no permanece indiferente ante el quebranto; lo siente, lo abraza, se desgarra con él.
David, reconociendo la lealtad inquebrantable de Husai, le pide una misión de alto riesgo. No que se una a su huida, sino que regrese a Jerusalén, que se gane la confianza de Absalón y que, desde el interior, contradiga los consejos de Ahitofel. Ahitofel, ese consejero astuto, cuyo linaje se entrelazaba con el pecado de David (era el abuelo de Betsabé), ahora se había vuelto un traidor, un arquitecto de la ruina. Husai, sin titubear, acepta la peligrosa tarea. Una misión que, a la postre, se revelaría crucial para el regreso de David al trono.
Husai, el amigo fiel, nos susurra dos verdades sobre la lealtad en la amistad. Primero, los amigos leales sufren nuestros momentos junto a nosotros. No ofrecen soluciones frías desde la distancia, no minimizan el dolor. Lo abrazan, lo comparten, se visten de luto con el que sufre. Su presencia, incluso en el silencio, es un consuelo, un bálsamo para el alma herida. La empatía no es una palabra vacía; es la capacidad de que el corazón del otro lata en el nuestro.
Segundo, los amigos leales están para servirnos en esos mismos momentos de sufrimiento. No son solo compañeros de lamento, sino manos dispuestas a actuar, a tomar riesgos, a ponerse en peligro por el bien del otro. Husai no se limitó a llorar con David; se ofreció para la batalla estratégica, para la misión encubierta que el rey necesitaba. La lealtad, en su forma más pura, es servicio desinteresado, un dar sin esperar recompensa, un ponerse a disposición cuando el alma del amigo más lo necesita. Es la acción que brota de un amor sincero.
Pero en medio de estas conmovedoras muestras de lealtad humana, una figura se alza, una que eclipsa todas las demás: el propio David, mostrando su lealtad a Dios (2 Samuel 15:25-26). Los sacerdotes Sadoc y Abiatar, fieles también a David, habían salido de Jerusalén llevando consigo el Arca del Pacto, el símbolo tangible de la presencia de Dios. En un momento de profunda crisis, el Arca representaba la esperanza, la certeza de la intervención divina. Pero David, en un acto de humilde y profunda fe, les pide que regresen con el Arca a la ciudad. Sus palabras, impregnadas de dolor y sumisión, son un testamento a su fidelidad a Dios: "Si yo hallare gracia ante los ojos de Jehová, él hará que vuelva, y me dejará verla y a su tabernáculo. Y si dijere: No me complazco en ti; aquí estoy, haga de mí lo que bien le pareciere" (2 Samuel 15:25-26).
David, en este pasaje, no es el rey glorioso del pasado, el vencedor de Goliat. Es un hombre que sufre, con el rostro cubierto y lágrimas en los ojos, subiendo la cuesta del Monte de los Olivos descalzo (2 Samuel 15:30). Su dolor es palpable, la traición de su hijo una herida abierta en su alma. Pero aún en ese abismo de sufrimiento, su confianza en Dios no se quiebra. Él ora: "Entorpece ahora, oh Jehová, el consejo de Ahitofel" (2 Samuel 15:31). Un clamor que no es una exigencia, sino una súplica nacida de una fe profunda en la soberanía divina.
Esta actitud de David, este doblez del alma ante el Creador, demuestra su profundo arrepentimiento del pecado cometido capítulos atrás. Él ve en esta amarga prueba la disciplina de Dios por su transgresión, la mano de un Padre que corrige a quien ama. Y en lugar de rebelarse, se muestra sumiso a la voluntad de Dios, dispuesto a aceptar cualquier destino que Él disponga. En esta época de su vida, cuando el dolor lo oprimía, David compuso el Salmo 3, un lamento que termina con una gloriosa proclamación de confianza: "De Jehová es la salvación; sobre tu pueblo sea tu bendición" (Salmo 3:8).
La lealtad más importante, la más trascendente que podemos manifestar en esta efímera existencia, es la lealtad a Dios. Debemos permanecer firmes en Él, no solo cuando los soles brillan y los caminos son llanos, sino en todo momento de nuestra vida, incluso cuando la noche nos envuelve y la traición se cierne sobre nosotros. Esa fidelidad no es una imposición; es la respuesta del alma que ha conocido Su amor incondicional, Su gracia que perdona y Su poder que sostiene.
En el drama de la rebelión de Absalón, entre los hilos oscuros de la traición, una luz singular, inquebrantable, brilla: la lealtad. Itai y Husai nos dejan un legado de amistad fiel en la adversidad, un recordatorio conmovedor de lo que significa estar allí, en la vida y en la muerte, con el que sufre. Pero la lección más profunda, la más transformadora, nos la ofrece el propio David. En su dolor, en su humillación, su mirada se eleva no al trono perdido, sino al trono celestial. Su confianza y sumisión a Dios revelan que nuestra lealtad suprema debe ser siempre hacia Él, en el sol y en la sombra, en la vida y en la muerte. ¿Estamos dispuestos a vivir esa lealtad, a postrarnos en la disciplina, a orar en la angustia, a confiar en el corazón de Dios incluso cuando todo lo demás se derrumba?
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