Tema: 2 Samuel. Titulo: David trae el arca a Jerusalén. Texto: 1 Crónicas 15: 1 - 14. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
I. HAY QUE ARREGLAR UN LUGAR (ver 1.)
II. HAY QUE OBEDECER (ver 2.)
III. HAY QUE UNIRSE (ver 3.)
No era una labor cualquiera, esta de tejer un tabernáculo, de levantar una tienda para el arca sagrada. Era un acto de humildad, un reconocimiento de que, aunque el Señor llenaba el universo con Su gloria, Su manifestación tangible requería un espacio, un altar de preparación. ¿Acaso no es así con nosotros, los que andamos bajo el mismo sol y respiramos el mismo aire que aquel antiguo rey? La morada del Espíritu Santo, sí, es un regalo inmutable, sellado en el momento en que el alma se rinde y susurra "Sí" al Creador. Es un aliento de vida que nunca se extingue, una chispa que arde constante en la oscuridad más profunda. Pero la plenitud, la desbordante y majestuosa plenitud del Espíritu, esa no es una herencia pasiva. No, esa es una búsqueda, un clamor, una sed que nos impele a vaciar lo viejo para que lo nuevo pueda entrar. Es arreglar un lugar, no con manos que levantan toldos de lino, sino con un espíritu que quiebra el orgullo y ablanda la dureza, para que el torrente de la Presencia no encuentre diques, sino cauces abiertos y dispuestos. Como los discípulos, apiñados en aquel aposento alto, no esperando la brisa, sino el vendaval, con corazones vacíos y expectantes, así debemos nosotros preparar el lecho, despojar la tierra, para que la lluvia descienda.
El recuerdo del primer intento, aquel tropiezo fatídico, aún debía arder en la memoria de David como una cicatriz. La prisa, la buena intención desprovista de conocimiento, el carro nuevo y el hombre que extendió la mano… Uza. Un nombre que resonaba con el eco de la desobediencia. Aquella vez, el fervor de David era un río desbordado, pero sin cauce. Aquella vez, el Arca, el corazón mismo de la Ley, fue tratado con la ligereza de un objeto común. Pero en los tres meses que el Arca reposó, como una joya guardada, en la casa de Obed-edom, algo profundo se gestó en el alma del rey. La prosperidad que floreció alrededor de Obed-edom no fue un milagro solitario; fue un espejo para David, una revelación silenciosa. Seguramente, en las largas noches bajo el cielo estrellado de Judá, David se entregó a la reflexión. Su mente, una tela tejida con hilos de dolor y arrepentimiento, se volcó en las Escrituras, buscando el mapa, la senda recta, el cómo exacto. Y allí lo encontró, escrito en las viejas pieles, en los susurros de los ancianos: el Arca no debía ser llevada en un carro, arrastrada como un fardo. No, el Arca debía ser alzada sobre los hombros, cargada por aquellos escogidos, santificados, los hijos de Leví, los sacerdotes de Aarón. Había que obedecer.
La palabra, la Ley, no era una sugerencia caprichosa, sino el aliento mismo de lo divino. Números 4:1-6, 15; Deuteronomio 10:8. Esos versículos, como estrellas guía en una noche sin luna, le dictaron el camino. Y así, la lista, un pergamino desenrollado ante el pueblo, reveló los nombres: Uriel, Asaías, Joel, Semaías, Eliel, Aminadab. Nombres de hombres, levitas, hijos de aquellas tribus que Dios mismo había apartado para Su servicio. El corazón de la obediencia no residía solo en la acción externa, sino en la pureza interna. Por eso, David no solo convocó a los portadores; les imploró, les ordenó con la voz de la experiencia y el arrepentimiento, que se santificaran. Que limpiaran sus vestiduras y sus corazones. Y ellos, con un entendimiento renovado, con la sombra de Uza aún danzando en sus memorias, obedecieron. Se consagraron, purificaron sus espíritus, lavaron la culpa y el descuido del pasado, preparándose para llevar el peso de la gloria divina. Porque la Presencia, la llenura anhelada, no habita en vasijas sucias, sino en corazones que, a través de la reflexión, se rinden a la voluntad inquebrantable del Padre. Un corazón dispuesto a obedecer, ese es el verdadero "lugar arreglado".
Pero la tarea no era solo para David, el rey solitario, ni para los levitas, los portadores designados. Había un eco, un murmullo que se elevaba desde cada hogar, desde cada campo arado, desde cada taller. El versículo tres, tan simple en su enunciado, esconde la verdad más profunda: "Y David reunió a todo Israel en Jerusalén para traer el arca del Señor a su lugar". ¡Todo el pueblo! Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, la nación entera, como un solo cuerpo, con un solo pulso, se unió a la tarea. No fue una procesión exclusiva, sino una comunión de almas. Porque a todos les importaba. La Presencia, el Arca, no era posesión de unos pocos, sino el latido de la nación. Había que unirse.
Y aquí reside una verdad gloriosa para nosotros, los que hoy caminamos en la luz de Su gracia. Una iglesia, un corazón que anhela y atrae la plenitud de Dios, no es una isla, sino una red intrincada de almas entrelazadas. No es un solitario en su búsqueda, sino una multitud que camina junta, que se sostiene, que se corrige, que se ama. La obediencia, sí, es personal, un pacto entre el alma y su Hacedor. Pero ¡qué poderosa se vuelve cuando se comparte! Necesitamos los brazos de los demás, el eco de sus oraciones que se elevan junto a las nuestras, la honestidad de una mirada que nos llama a rendir cuentas, el suave reproche que nos santifica, el aliento que nos impulsa cuando las fuerzas flaquean. Como los huesos secos en la visión de Ezequiel, es la unión de espíritu, carne y aliento lo que trae vida y poder. La plenitud de Dios no reside en el aislamiento piadoso, sino en la comunión vibrante, en el cuerpo unido por el mismo propósito, los mismos anhelos, la misma obediencia.
Así, la procesión de David no fue solo el traslado de un objeto sagrado, sino la manifestación de un despertar, una lección tallada en el tiempo con el cincel de la experiencia. Para que Su Presencia, esa llenura inefable, descienda y habite entre nosotros, debemos, primero, arreglar un lugar en el corazón, despojarlo de lo vano, prepararlo con anhelo y expectativa. Segundo, debemos obedecer sus mandatos, no con la ligereza de una tradición, sino con la seriedad de una revelación. Esto exige reflexión profunda, una búsqueda incansable en Su Palabra, para que el "cómo" sea tan sagrado como el "qué". Y, finalmente, debemos unirnos, porque en la sinfonía de corazones que laten al unísono, en la fuerza que se encuentra en la debilidad compartida, la obediencia se fortalece, la santificación florece, y la gloriosa Presencia de Dios desciende para habitar entre Su pueblo, con un poder que transforma, sana y renueva. Es una danza antigua, sí, pero su ritmo aún resuena en los corazones que se atreven a seguirlo.
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