El cuidado, aunque se ejerce sobre objetos legítimos, si se lleva en exceso, tiene la naturaleza del pecado.
El precepto de evitar la ansiedad es inculcado seriamente por nuestro Salvador, una y otra vez; es reiterado por los apóstoles y es algo que no puede descuidarse sin involucrar la transgresión: porque la esencia misma de la ansiedad es imaginar que somos más sabios que Dios, empujandonos a su lugar, para hacer por él lo que se ha comprometido a hacer por nosotros. Intentamos encargarnos de aquello que imaginamos olvidará; nos esforzamos por asumir sobre nosotros mismos nuestra carga, como si él no pudiera o no quisiera tomarla por nosotros. Ahora bien, esta desobediencia a su simple precepto, esta incredulidad en su Palabra, esta presunción de entrometernos en sus asuntos, es todo pecado. Aún más que esto, la ansiedad a menudo conduce a actos de pecado. El que no puede dejar sus asuntos con calma en la mano de Dios, insistiendo en llevar su propia carga, es muy probable que se sienta tentado a usar medios incorrectos para ayudarse a sí mismo. Este pecado conduce a un abandono de Dios como nuestro consejero, y en cambio recurre a la sabiduría humana. Esto va a la "cisterna rota" en lugar de a la "fuente"; un pecado que fue puesto contra Israel en antaño. La ansiedad nos hace dudar de la misericordia de Dios, y así nuestro amor por él se enfría; sentimos desconfianza y, por lo tanto, entristecemos al Espíritu de Dios, de modo que nuestras oraciones se vean obstaculizadas. Así, la falta de confianza en Dios nos lleva a vagar lejos de él; pero si a través de la simple fe en su promesa, le enviamos cada carga a él y no le prestamos atención, porque entendemos que él se compromete a cuidar de nosotros, este hecho nos mantendra cerca de él y fortalecidos contra las tentaciones.
"Tú mantendrás en perfecta paz, a aquel cuyo pensamiento en ti persevera, porque en ti ha confiado".
Libro: Devotional Classics of C. H. Spurgeon.
Libro: Devotional Classics of C. H. Spurgeon.
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