Tema: Adoración – profeta Isaías. Título: Isaias 42:26. Texto: Isaias 42: 20 - 25 Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. SORDERA (Ver 20c).
II. CEGUERA (Ver 20a).
III. CONSECUENCIAS (Ver 22 – 25).
El Silencio y la Tiniebla. La existencia del hombre, en el plan divino, está diseñada para ser un eco de la voz de Dios y un reflejo de Su gloria, pero la tragedia de la condición humana ha impuesto un doble velo sobre esta capacidad: la sordera y la ceguera espirituales. El profeta Isaías, en el capítulo 42 de su libro, no se limita a la denuncia del pecado superficial; aborda la raíz misma del fracaso de Israel, el pueblo elegido, en su vocación de adoración y obediencia. El profeta diagnostica con precisión dos enfermedades del alma: una incapacidad radical para escuchar y una obstinación profunda para ver las maravillas, las advertencias y las glorias de Dios. Estas patologías del espíritu no son excusas; son juicios. Significan que, a pesar de poseer la revelación —la Ley, la historia, el testimonio—, el pueblo se niega a comprender, a obedecer, a captar la verdad esencial. Las consecuencias de esta doble negación son devastadoras, llevando a la nación a la derrota, la ruina y el sufrimiento. El profeta, con una severidad que busca la redención, nos invita a una profunda reflexión sobre esta falta de comprensión y la obstinación ante la voz del Creador.
Comencemos por la Sordera (versículo 20c). La sordera espiritual, en el diagnóstico bíblico, no es la ausencia de la herramienta. No consiste en carecer de oídos físicos o en tener limitada la capacidad auditiva en el sentido biológico. Por el contrario, la tragedia de esta afección reside en tener oídos, tenerlos perfectamente sanos y funcionales, pero aun así, negarse a entender lo que se dice. El texto señala esta condición como una enfermedad que padece Israel, el pueblo que debía ser el canal de la verdad.
¿Qué era lo que Israel oía pero se negaba a comprender? Oían la Ley, las estipulaciones claras de Dios para la vida justa, la moralidad y el pacto. Oían, con el eco de la historia, el relato de las maravillas de Dios, los portentos de la creación, la liberación de Egipto, la provisión en el desierto. Oían la voz de los profetas. Y, sin embargo, se comportaban como si sus oídos fuesen de piedra.
Por lo tanto, se define la sordera espiritual como la obstinación de una persona que, teniendo los recursos (la Biblia, la Palabra escrita) y las capacidades (el Espíritu Santo que ilumina, los oídos espirituales que han sido activados por la gracia), se rehúsa a comprender y a obedecer lo que Dios le está diciendo. No es un problema de falta de información, sino de resistencia de la voluntad. La verdad está disponible, pero el alma elige el silencio.
El versículo 19, con su interrogación dramática, subraya la gravedad de esta elección: "¿Quién es sordo como mi mensajero que envié?" Esta no es una pregunta que espera una respuesta nominal, sino una pregunta retórica diseñada para forzar la reflexión, para que el pueblo entre en razón. El mensajero de Dios, el siervo, debía ser el epítome de la escucha y la obediencia, y sin embargo, ha caído en la peor de las aflicciones. Contextualizando esta pregunta a nuestra propia era de revelación plena, la pregunta se vuelve más aguda: ¿Quién es más sordo que aquel que, teniendo la revelación completa de la Escritura y la presencia activa del Espíritu Santo, aun así se niega a someterse y a obedecer? La sordera del creyente es más culpable que la del pagano.
Dentro de esta sordera, la Escritura nos permite distinguir matices, dos tipos de fallas en la audición espiritual. En primer lugar, se halla el Oído lento (Hebreos 5:11-14). Este es el creyente que, después de muchos años de exposición constante a la Biblia, de estar sentado bajo la enseñanza de la Palabra, aún no sale de la inmadurez espiritual. Son aquellos que deberían ser maestros, pero aún necesitan que se les enseñen los rudimentos de la fe. Hay muchos temas de la sana doctrina que no entienden, y la paradoja es que tampoco se les pueden explicar, pues su lentitud para oír les impide avanzar más allá de la leche espiritual. Su oído es perezoso, resistente al esfuerzo de la profundidad.
En segundo lugar, encontramos el Oído parcial (2 Timoteo 4:3-4). Estos son aquellos que han desarrollado una alergia a la sana doctrina. No es que no puedan oír, sino que solo quieren oír lo que les agrada a sus oídos, lo que los reconforta sin desafiarlos. La verdad que es confrontativa, la enseñanza que exige sacrificio o cambio radical, les "rasca" el oído, les resulta ofensiva, y por ello, activamente se niegan a escucharla. Son coleccionistas de maestros que solo confirman sus propios deseos, cerrando el oído a la voz completa y a menudo incómoda de Dios. La sordera, entonces, es un acto deliberado de selección.
De manera análoga, la segunda gran aflicción del espíritu es la Ceguera (versículo 20a). La ceguera espiritual, al igual que la sordera, no es un problema de carencia biológica. No consiste en la falta de ojos o en una limitación visual en el sentido físico. Su tragedia radica en tener ojos, tenerlos sanos y funcionales, y aún así no poder comprender o procesar la realidad de las cosas que se ven. Esta es también una enfermedad que aqueja al pueblo de Dios, a Israel, al mensajero.
¿Qué es lo que el pueblo de Dios podía ver con sus ojos, pero se mostraba incapaz de captar con el entendimiento? Podían ver la Ley de Dios escrita, los Diez Mandamientos grabados, los estatutos. Podían ver los portentos de Dios en la historia, la mano poderosa que obraba milagros y juicios. Podían ver el testimonio del pacto. Sin embargo, su entendimiento se negaba a procesar la verdad de lo que observaban.
La persona con ceguera espiritual posee los recursos (la Biblia, el testimonio de la historia de la Iglesia) y las capacidades (el Espíritu Santo, los ojos espirituales que la gracia ha activado), pero, de forma obstinada, se niega a prestar atención y a obedecer lo que Dios le está revelando. Esta ceguera es una falta de diligencia moral. El Apóstol Pedro nos advierte de un estado similar: aquel que no practica las virtudes de la fe no solo es ciego, sino que ha caído en el olvido de su purificación pasada (2 Pedro 1:3-9). La ceguera espiritual es, a menudo, una amnesia voluntaria.
De nuevo, el profeta, en el versículo 19, utiliza la pregunta retórica como bisturí para incitar a la reflexión. Ya no es una sola, sino dos preguntas que buscan agitar la conciencia: "¿Quién es ciego sino mi siervo? ¿Quién es sordo como mi mensajero a quien envié?" El mensajero de la luz se ha convertido en el epítome de la tiniebla. Para nosotros, la reflexión resuena con una gravedad aumentada: ¿Quién es más ciego que aquel que, pudiendo ver la Escritura abierta, que pudiendo ver las maravillas de Dios obrando en el mundo y en su propia vida, aun así se niega a entender las implicaciones de lo que observa y se rehúsa a la obediencia? La ceguera espiritual es la negación de la evidencia.
La persistencia en la sordera y la ceguera no son actos inocuos; tienen Consecuencias directas y nacionales (versículos 22-25). El profeta Isaías no deja espacio para la duda: la derrota de Israel no es accidental, sino una consecuencia directa de su actitud obstinada. A causa de esta cerrazón, el pueblo ha sido saqueado, pisoteado, atrapado en pozos, puesto para despojo, entregado a saqueadores, y dejado desprotegido. La nación se ha convertido en una presa fácil, una ruina expuesta, debido a su incapacidad para escuchar y ver la voz de Su Dios.
Ante tal desgracia, el profeta plantea dos preguntas esenciales que confrontan la teología del pueblo:
La primera: ¿Quién permitió estas desgracias? La respuesta es una revelación aterradora: Yahvé mismo, en Su santa ira contra ellos (versículo 24-25a). No fue la superioridad del enemigo; fue la decisión judicial de Dios. Él entregó a Su pueblo al saqueo. La disciplina no viene de la casualidad, sino de un juicio moral justo. La ira de Dios es la respuesta a la desobediencia obstinada de los que tienen el privilegio del pacto.
La segunda pregunta: ¿Cuál fue el propósito de permitir estas desgracias? El propósito no era el exterminio, sino la sanación, la enseñanza. Dios permitió el sufrimiento para hacerles entender (versículo 23, 25c), para que por medio de la aflicción volvieran en sí, despertaran su oído y abrieran sus ojos a la verdad que no quisieron escuchar en la paz. Pero la tragedia se completa: ni aun el castigo logró su propósito. La obstinación persistió.
La lección para el creyente de hoy es una advertencia grave: si persistimos en la ceguera y la sordera espiritual, Dios nos disciplinará fuertemente. Su disciplina, aunque dolorosa, siempre busca enseñarnos, espera que aprendamos la obediencia y la comprensión, antes de que deban venir juicios mayores e irreversibles. El sufrimiento es la pedagogía final de Dios para despertar a los obstinados. La adoración verdadera, por lo tanto, comienza con la rendición de los sentidos.
Isaías 42:18 es la cumbre de esta exhortación, el llamado urgente a la redención de la percepción: "Sordos, oíd; y vosotros, ciegos, mirad para que veáis." La ceguera y la sordera espirituales son enfermedades que condenan al pueblo a la ruina, y la persistencia en estas actitudes provoca, con justicia, la disciplina divina. Dios, en Su ira, permite el sufrimiento no para la destrucción, sino para despertar la comprensión y forzar la obediencia. La invitación es un llamado a la rendición total: debemos abrir nuestros corazones y nuestros oídos a la revelación divina, buscando siempre una relación auténtica con el Creador, una relación de atención plena y receptiva. La adoración verdadera no es un ritual vacío, sino un acto de estar atentos y receptivos a Su palabra, lo único que nos salva de las terribles consecuencias de la desobediencia.
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