Tema: Josué. Título: Dame ese monte – Caleb. Texto: Josué 14: 6 – 15. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. COMPROMETIDO (Ver 8 – 9, 14).
II. CONFIADO (Ver 12)
III CORAJUDO
La primera verdad que emerge de Caleb es su compromiso. Una palabra que, en el hebreo, en la raíz de su significado primario, male, se traduce como "estar lleno" o "completo". No es una adhesión a medias, no es un coqueteo con la devoción. Es una inmersión total. La Biblia la subraya, la repite, casi con una insistencia obsesiva. La LBLA lo traduce en el versículo 8 con una claridad que golpea: "Sin embargo, mis hermanos que subieron conmigo, hicieron atemorizar el corazón del pueblo; pero YO SEGUÍ PLENAMENTE al SEÑOR mi Dios". La plenitud de ese seguir, la totalidad de esa entrega, es la esencia de Caleb. La NTV, con su lenguaje más fluido, lo reafirma: "pero los hermanos que me acompañaron asustaron tanto al pueblo que nadie quería entrar en la Tierra Prometida. Por mi parte, SEGUÍ AL SEÑOR MI DIOS CON TODO MI CORAZÓN".
Con todo su corazón. Esa es la clave. No un fragmento, no un trozo reservado para otras lealtades. Es el corazón íntegro, el alma derramada. Esta frase, esta declaración de devoción absoluta, se repite no menos de tres veces en el pasaje que nos convoca. Tres veces, como un martillo que golpea la misma estaca, para que la verdad se hunda en la tierra fértil de la conciencia. Y en el último versículo, la confirmación final, el desenlace que cierra el círculo: si Caleb logró su conquista, si se alzó victorioso sobre las adversidades, fue por esta razón, única y fundamental: su compromiso con Dios era pleno. Era una llama que no titubeaba, un ancla que no cedía. En un mundo donde la lealtad es a menudo una moneda de cambio, Caleb se erige como un faro de una devoción que no se negocia. Un ejemplo, sí, un eco para nuestras propias vidas, una invitación a examinar el grado de nuestra propia plenitud. ¿Estamos llenos? ¿Completos en nuestra entrega, o hay aún espacios vacíos, reservados para otros dioses menores, para otros anhelos efímeros?
De ese compromiso ardiente, de esa plenitud del ser, surge la segunda cualidad que define a Caleb: la confianza. Una confianza que no es ciega ni ingenua, sino forjada en la promesa, cincelada por la fe. Han pasado cuarenta y cinco años. Cuarenta y cinco años de polvo y sol, de desierto y espera, de ver a una generación entera caer, extinguirse en la aridez de sus propias dudas. Pero Caleb, a pesar del tiempo, a pesar de las canas que ahora cubren su cabeza, se presenta ante Josué, su compañero de antaño, para reclamar lo que se le había prometido. La tierra. Esa tierra que se le había prometido no por su fuerza o su astucia, sino porque él había mantenido su confianza en Dios (Deuteronomio 1:34-36). Caleb era, en su esencia, un hombre de fe, un creyente inquebrantable en la palabra de Dios, que esperaba, con una paciencia que solo la certeza puede dar, el cumplimiento de una promesa divina.
Escuchen esto con atención, porque la fe es a menudo malinterpretada, envuelta en velos de misticismo o reducida a la trivialidad de un pensamiento positivo. La fe no es un optimismo ciego, no es solo mirar el lado brillante de las cosas, negando la sombra. No. La fe, en su forma más pura y poderosa, es simplemente actuar sobre lo que Dios dice. Es más que una declaración verbal, más que un asentimiento intelectual. La fe es acción, es movimiento, es la encarnación de lo que uno cree. Es el paso incierto que se da sobre la palabra de Aquel que nunca miente. Para ganar victorias espirituales, para conquistar esas montañas que se alzan imponentes en el horizonte de nuestra existencia, es necesario poseer esta fe, esta confianza activa. Es la certeza de que Dios es fiel, y de que sus promesas son tan sólidas como las montañas mismas. Es mirar el abismo, escuchar la palabra y, sin pestañear, dar el paso.
Y así, el compromiso se transformó en confianza, y esa confianza, como una espada forjada en el fuego, se convirtió en coraje. El coraje no es la ausencia de miedo, sino la decisión de avanzar a pesar de él. En la búsqueda de su victoria, Caleb tuvo que sortear y superar no uno, sino tres obstáculos que se alzaban como muros en su camino.
El primero: los saltamontes (Números 13:33). Cuando los doce espías regresaron de Canaán, diez de ellos, con sus corazones encogidos por el miedo, vieron gigantes, y ante esos gigantes, se vieron a sí mismos como meros saltamontes. Una visión distorsionada, una realidad inflada por el temor. Siempre habrá voces, sombras susurrantes en el oído, que te dirán que no se puede hacer, que es imposible, que "nunca se ha hecho así antes", que "no podemos pagarlo", que eres demasiado pequeño, demasiado débil, demasiado insignificante. Son las voces del desaliento, los profetas de la imposibilidad. Pero Caleb, él vio a los gigantes como pan, como alimento. Su visión no estaba distorsionada por el miedo, sino por la fe.
El segundo obstáculo: los gigantes mismos (Josué 15:14). Los hijos de Anac, hombres de gran estatura y fuerza, los mismos que aterrorizaron a la generación anterior. Los obstáculos, los verdaderos gigantes en nuestra vida, no son para detenernos, sino para ser el alimento de quienes están destinados a vencer. Son las pruebas que fortalecen, los desafíos que moldean el carácter. Un gigante es una oportunidad disfrazada de imposibilidad. Es en la confrontación con lo que nos parece inabarcable que descubrimos la fuerza que reside en nosotros, y más importante aún, la fuerza que Dios nos da. Caleb no los evadió; los buscó, los desafió, los conquistó. Porque para un corazón comprometido y confiado, un gigante no es un final, sino el inicio de una victoria.
Y el tercer obstáculo, quizás el más insidioso de todos: las canas (versículos 10-11). "He aquí, hoy tengo ochenta y cinco años; todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió; cual era entonces mi fuerza, tal es ahora mi fuerza para la guerra, y para salir y para entrar." Ochenta y cinco años. Una edad en la que muchos se rinden, en la que los sueños se marchitan, en la que las ganas se diluyen como tinta en el agua, y las fuerzas físicas se desvanecen. Con los años, a menudo, no solo faltan las ganas, sino también los sueños. La vida se vuelve una rutina, una espera, una melancolía. Pero Caleb desafió el tiempo, desafió la debilidad de la carne. Si Dios te va a dar algo, si su promesa se extiende hacia tu futuro, Él te dará también las fuerzas para que lo logres. La juventud del espíritu no se mide en calendarios, sino en la intensidad de la fe y la persistencia de la visión. La vejez no es una excusa para la inacción, sino una plataforma para la sabiduría y la perseverancia.
La vida de Caleb, tal como se despliega en Josué 14:6-15, no es solo una historia antigua; es un espejo, una provocación. Nos presenta un modelo inmutable de compromiso, de confianza y de coraje. Su dedicación plena a Dios, esa totalidad de su ser que no admitía divisiones, fue el cimiento de su existencia. Su fe inquebrantable, esa acción constante sobre la palabra divina, fue la brújula que lo guio. Y su valor indomable, esa capacidad de enfrentar gigantes y la erosión del tiempo, fue el motor que lo llevó a reclamar la tierra prometida, a pesar de los obstáculos que se alzaban como montañas ante él. Este relato, que se desliza desde las páginas antiguas hasta la quietud de nuestra propia noche, nos inspira, nos exige, nos invita a seguir el ejemplo de Caleb. Nos recuerda, con una certeza que perfora la duda, que con fe y una determinación forjada en el crisol de la obediencia, podemos conquistar nuestras propias montañas, esas que se levantan en nuestra alma, en nuestras circunstancias, en nuestros sueños más profundos. Y en el eco de su "Dame ese monte", resuena la invitación a reclamar lo que nos ha sido prometido, no por nuestra fuerza, sino por la fidelidad de Aquel que todo lo da.
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