Tema: Misiones. Título: Hechos 26. Texto: Hechos 26: 15 – 18. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. LA MISIÓN ES NUESTRO PROPÓSITO (Ver 16 - 17).
II. LA MISIÓN ES ABRIR LOS OJOS (Ver 18a).
III. LA MISIÓN TIENE UN MENSAJE
(Ver 18b).
El Viaje de la existencia, para el alma que ha sido tocada por lo inefable, cesa de ser un mero vagabundeo para inscribirse en el gran mapa de un propósito singular e irrevocable. No es una elección tardía, sino la consecuencia inmediata de un encuentro que lo redefine todo. La historia del Apóstol Pablo, contada en el Libro de Hechos, no es la narración de un destino individual e irrepetible, sino la ilustración dramática del llamado que se extiende a toda la Iglesia. Es el eco persistente de una voz que resuena, primero en tercera persona, en el relato objetivo del camino a Damasco (Hechos 9:1-9), y luego, con la autoridad del protagonista, en dos poderosas defensas de su fe (Hechos 22:4-11; 26:9-18). Es en la última de estas narraciones, en el juicio ante el rey Agripa, donde la instrucción se hace más precisa, más quirúrgica, revelando que el designio de Dios para el antiguo perseguidor es el mismo que Él traza para cada creyente: la vida se transforma, irrevocablemente, en Misiones.
La primera certeza que emerge del mandato de Cristo es que la misión es nuestro propósito (versículos 16-17). La irrupción de la gracia en la vida del hombre no tiene como objetivo primordial un estado de pasividad contemplativa o de cómoda seguridad personal; es un llamado al servicio. Jesús, al confrontar a Pablo con la luz que ciega y sana, no le ofrece un retiro espiritual, sino un alistamiento. Le revela, sin ambages, que la experiencia espiritual traumática y totalizadora que acaba de vivir tiene como única finalidad hacerlo Su servidor. El servicio se convierte en la única forma legítima de existencia posterior a la conversión. Este servidor, a su vez, no es un ejecutor ciego, sino un testigo consciente y activo. La manera en que Pablo debía servir a su nuevo Señor sería a través de la proclamación de lo que había visto en la carretera y de las verdades que continuaría experimentando y recibiendo en el futuro. El testigo no es aquel que especula, sino aquel que relata con autoridad y autenticidad lo que ha presenciado con los ojos del cuerpo y del espíritu. La vida del Apóstol se convierte, por decreto divino, en un relato público.
Jesús, con una visión que abarca el mapa completo de la redención, aclara el campo de acción de Pablo, lo que confiere a la misión una precisión estratégica: “Te envío a ellos, a los gentiles” (versículo 17). Este detalle es monumental. Pablo, el judío fariseo, el celoso guardián de la ley, es ahora el apóstol de la otredad, el mensajero enviado a aquellos que eran considerados extraños a los pactos de la promesa. Esta elección no es un capricho; es la demostración de la universalidad de la Gracia. Y aquí, en este punto, el mandato de Pablo se injerta directamente en nuestra propia vocación. Nuestro encuentro con Cristo, la conversión que experimentamos, tuvo múltiples y profundos objetivos divinos —la justificación, la santificación—, pero uno de ellos, central y obligatorio, fue hacernos servidores de Dios con una misión: la evangelización. La Gracia es un motor que impulsa hacia afuera. La salvación es un llamado a la acción. No se nos ha rescatado para ser espectadores privilegiados del drama de la redención, sino para ser participantes activos. La inactividad es una traición silenciosa al propósito de la Gracia.
La comprensión profunda de qué es un testigo es crucial para asumir este propósito. Un testigo no necesita credenciales académicas, ni una gran elocuencia retórica. Un testigo es, en esencia, una persona honesta que le cuenta a otro las cosas que sus propios sentidos han captado. Somos testigos del mundo de nuestra experiencia espiritual: de dónde nos sacó Cristo, de la transformación que ha obrado en nuestra naturaleza, del consuelo que nos ha otorgado en el dolor. Pero el testimonio personal debe ser solo el preámbulo, el gancho. El verdadero peso de nuestro mensaje reside en la Palabra que nos ha sido encomendada, en el Evangelio objetivo y revelado. Somos, en última instancia, heraldos del contenido sagrado. La misión, por lo tanto, exige una reestructuración de la vida. Debemos hacernos el propósito firme de que la evangelización sea el propósito central de nuestra existencia. Esto implica una confrontación con nuestros hábitos: ¿Qué espacios de nuestro tiempo, de nuestro ocio, de nuestros recursos, de nuestro silencio, deberían ser sacrificados para que la voz del Evangelio se amplifique a través de nosotros? El servicio a Dios con una misión exige una lealtad que no admite competencias. Es la única forma de validar la experiencia transformadora de Damasco.
La misión, en su acción práctica, se define con una metáfora poderosa que evoca tanto la ceguera física como la oscuridad espiritual: abrir los ojos (versículo 18a). Pablo es enviado a una humanidad que vive en una doble cautividad. Jesús no endulza la descripción: los gentiles están ciegos y, además, están bajo el poder de Satanás. Esta ceguera no es un simple error de lógica, ni una deficiencia intelectual; es una condición espiritual crítica, una incapacidad fundamental para percibir, para entender, la luz, el valor y el significado profundo de la buena noticia de la redención. La mente del incrédulo está velada, inhabilitada para la verdad.
Esta imagen bíblica se consolida en el resto del Nuevo Testamento. Pablo, en su Segunda Carta a los Corintios, revela la identidad del carcelero detrás del velo: el dios de este siglo ha cegado el entendimiento de los incrédulos, para que la luz del evangelio de la gloria de Cristo no les resplandezca (2 Corintios 4:4). El incrédulo no es un ser meramente obstinado o ignorante; es un cautivo espiritual. Su ceguera es un arma de guerra que Satanás utiliza para mantenerlo prisionero en la oscuridad. El Evangelio no es una simple invitación; es una operación de rescate.
Esta comprensión eleva la evangelización a la esfera del conflicto espiritual. Nuestra tarea no es solo argumentar con lógica o emocionar con historias; es participar en una batalla por las almas. Se trata de liberar cautivos de Satanás. Por ello, el servicio misionero, la predicación de la Palabra, debe ir acompañada de la oración. La oración no es un mero adorno piadoso; es la fuerza que rompe las cadenas invisibles. La intercesión se convierte en el ariete que Dios utiliza para derribar las fortalezas mentales y espirituales que mantienen a la persona en la ceguera.
La tarea de abrir los ojos a los incrédulos es, por lo tanto, un acto de doble colaboración. Es la soberanía de Dios la que retira el velo de la ceguera, un acto de gracia irrenunciable. Pero, al mismo tiempo, es nuestra obediencia la que provee el canal. Nosotros abrimos los ojos a través de dos medios simultáneos: orar por la liberación espiritual del cautivo y predicarles la buena noticia del evangelio de manera clara y audible. Somos los instrumentos que llevan la luz a la oscuridad, y la oración es la energía que sostiene esa luz. La evangelización es, en esencia, un acto de liberación.
Finalmente, el Señor establece que la misión tiene un mensaje preciso, un contenido que no puede ser alterado ni diluido (versículo 18b). La obra de abrir los ojos y liberar al cautivo no culmina en un vacío existencial, sino en la transferencia de una verdad salvífica y en la adquisición de un nuevo destino. Jesús le ordena a Pablo que, una vez que los ojos del gentil se abran, debe predicar un trípode de verdades inseparables:
Debe predicar la fe en Jesús. El objeto de la fe no es una doctrina, ni un ritual, ni siquiera un código moral; es la persona misma de Cristo, Su obra redentora en la cruz y Su victoria en la resurrección. Él es el punto de apoyo, el mediador, el fin de la ley para justificación.
Esta fe, al ser ejercida, trae consigo la segunda verdad: el perdón de pecados. El Evangelio es, ante todo, una declaración de amnistía total. Es la certeza de que la ofensa ha sido expiada, la culpa borrada, la cuenta cancelada. La buena noticia no es un catálogo de reglas, sino una declaración de reconciliación lograda por la sangre del Cordero. El perdón es la prueba tangible de la fe.
Y como consecuencia gloriosa de esta fe y este perdón, se otorga la herencia entre los santificados. El Evangelio no solo nos salva de la condenación, sino que nos salva para algo. Nos confiere una pertenencia, un lugar en la ekklesia, la iglesia, el pueblo santo de Dios. Es la promesa de un destino compartido, de ser coherederos con Cristo, de ser introducidos en la familia eterna. La salvación es la puerta de entrada a una herencia inestimable.
La vista espiritual, la comprensión de la verdad, se produce cuando esta trilogía de buenas nuevas es predicada. La ceguera se disipa, la luz se enciende, porque la fe en Jesús es el poder que otorga el perdón de pecados y la posesión de un lugar en el pueblo de Dios. Este es el mensaje central, la verdad que es, en sí misma, el poder de Dios para salvación a todo aquel que cree. La misión es, por tanto, el acto de llevar esta fórmula de vida al mundo.
La misión de vida que Cristo grabó en la vida de Pablo es, sin lugar a dudas, la nuestra. Somos llamados a ser Sus servidores y testigos, predicando la fe a los incrédulos, ciegos y cautivos por el poder de Satanás. Debemos sumergirnos en la oración y la predicación de la fe en Jesús, que no solo perdona, sino que nos da una herencia. La exhortación final es una orden perentoria: Involúcrate activamente en la tarea de evangelización. La pasividad no tiene cabida en la vida de un redimido. La existencia, desde el momento de la conversión, debe ser un testimonio incesante de la luz que rompió la oscuridad. El llamado a misiones es el propósito que da sentido a todo.
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