Tema: Discipulado. Título: ¿Dónde está mi honra? Texto: Malaquías 1: 6 – 14. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. DIOS ES PADRE Y SEÑOR (Ver 6, 11, 12).
II. SE LE OFRECE LO MEJOR (Ver 6 – 8, 10, 13 - 14)
III. SE SIENTE AGRADADO (Ver 9, 10).
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El problema, el nudo de esta tragedia espiritual, no estaba en el rito, sino en el corazón de quienes lo realizaban. Se manifestaba en las ofrendas, en la manera en que presentaban a Dios lo que le correspondía, lo que, en la visión divina, era una ofensa inaceptable. El profeta, en el texto que hemos explorado, actúa como un cirujano espiritual, revelando las tres ideas que subyacen a esta crisis. La primera, la más fundamental, es la de un Dios que se revela a Sí mismo con una majestad que contrasta brutalmente con la mezquindad de sus siervos.
Dios, ante estos sacerdotes de Israel, no se presenta como una deidad lejana y anónima, sino con apelativos que definen su relación con la humanidad y su poder cósmico. Se declara Padre para recordarnos la ternura y la cercanía de una relación íntima, una que ellos habían olvidado en su descuidada observancia. Es la voz de un progenitor que ha visto crecer a sus hijos y ahora, en lugar de recibir el fruto de su amor y cuidado, encuentra desdén. Es un Padre que, con el corazón roto, se pregunta: “Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra?” Y en esa simple pregunta se esconde la historia entera de la humanidad, una saga de amor divino no correspondido, de sacrificios ignorados y de una familiaridad que se ha confundido con el menosprecio.
Pero no solo es Padre. Se proclama Señor, un Gran Rey, cuyo nombre es grande y temible, Jehová de los Ejércitos, un título que resuena cinco veces en el texto, afirmando su soberanía todopoderosa sobre todo lo que existe. El concepto de “temible” no se refiere a un terror paralizante, sino a la reverencia y el asombro que se sienten ante la inmensidad de un poder que escapa a la comprensión humana. Es el miedo sagrado que experimenta un mortal ante la presencia de lo divino, el respeto que se le debe a un rey que no solo rige un territorio, sino que comanda los ejércitos celestiales, las fuerzas de la naturaleza y el curso de la historia. Este es el Dios que, con su palabra, hizo los cielos y la tierra, y es a este Ser formidable a quien se acercan con animales ciegos y cojos. La disparidad entre la majestad de la deidad y la insignificancia de la ofrenda es un abismo de insolencia, una ofensa que no puede ser perdonada.
La pregunta fundamental que Malaquías, a través de su mensaje, nos obliga a hacernos es: ¿Quién es Dios para nosotros? Nuestra respuesta a esta pregunta, en la quietud de nuestra alma, determinará la naturaleza de nuestra fe, la calidad de nuestra devoción. Si Él es un simple amigo, un consejero de ocasión, la intimidad será superficial. Pero si Él es, en verdad, el Gran Rey, el Padre, el Señor de los Ejércitos, entonces nuestra existencia entera se ordenará en torno a su grandeza.
Y es esta percepción, esta comprensión de quién es Dios, la que nos lleva al segundo punto, a la dolorosa manifestación de su deshonra. Porque de la pobreza de nuestro concepto de Dios emana la mediocridad de nuestra ofrenda. La ley, con su clara y precisa voz, había estipulado que las ofrendas a Jehová debían ser de lo mejor, sin tacha, sin defecto, una expresión de reverencia y adoración. Sin embargo, estos sacerdotes, con una hipocresía que rozaba lo blasfemo, traían lo peor, lo cojo, lo ciego, lo enfermo, menospreciando al Dios que habían prometido servir. Con sus actos, no solo lo deshonraban a Él, sino que daban un ejemplo perverso al pueblo, una licencia para la tibieza y la indiferencia.
Podemos casi ver la escena en nuestra mente: los sacerdotes, con un gesto de desinterés, seleccionando del rebaño las ovejas que cojean, los bueyes con ojos nublados por la enfermedad, las cabras que apenas se sostienen en pie. No eran ofrendas, eran deshechos. No eran actos de fe, sino transacciones vacías. Y el pueblo, al ver a sus líderes con este corazón despreciativo, aprendía la misma lección: que Dios no era digno de lo mejor, que una fe a medias era suficiente para aplacar su ira.
Dios, en su majestuosidad, los desafía a un ejercicio de simple lógica: “presenten una ofrenda así a su gobernador”. ¿Qué reacción esperarían de él? Seguramente, no aprobación, sino desdén. Si un gobernante humano, con toda su falibilidad y sus defectos, no aceptaría semejante insulto, ¿cómo podría el Rey del universo? La conclusión de Dios es tajante, severa en su justicia: “sería mejor cerrar el templo”. Porque si lo que se ofrece no es lo mejor, es preferible no ofrecer nada en absoluto. En esta declaración, el Señor no solo condena el acto, sino que maldice la actitud: la de aquellos que, teniendo lo bueno para dar, optan por entregar lo malo. La ofrenda, el diezmo, la ayuda al prójimo, son un espejo de nuestra alma, un reflejo de lo que creemos en nuestro corazón acerca de Dios.
Si no va a dar lo mejor, es mejor no dar nada. Esta afirmación, tan radical y absoluta, nos confronta con la verdad de nuestro servicio. Cuando nos disponemos a entregar algo a Dios, ya sea nuestro tiempo, nuestro talento, nuestro dinero, nuestra propia vida, debemos preguntarnos: ¿Le daría este mismo obsequio a la persona que más amo y admiro en este mundo? Si la respuesta es no, entonces lo que entregamos es una ofrenda de segunda categoría, una manifestación de un concepto de Dios que es, en el fondo, pequeño y deshonroso.
Y esto nos lleva al tercer y último punto, el clímax de esta confrontación divina. Dios, con una profunda tristeza, cuestiona su capacidad para agradarlo. La pregunta, “¿Cómo podéis agradarle, si hacéis estas cosas?”, no es una mera retórica, sino un llamado a la conciencia. Los sacerdotes, en su deshonrosa rutina, habían perdido de vista el propósito de su servicio: agradar a Dios. ¿Acaso creían que un sacrificio imperfecto sería bienvenido? ¿Que la ceremonia vacía y el rito descuidado serían suficientes para ganarse el favor del Creador? La respuesta es un rotundo y penetrante no.
Así, la calidad de nuestras ofrendas a Dios es, en su esencia, una medida de nuestra percepción de Su grandeza y majestad. Es un termómetro de nuestra fe, una evidencia de si lo vemos como un Padre a quien amamos y un Gran Rey a quien honramos. Si nuestra percepción de Dios es vasta y majestuosa, nuestra entrega será generosa y de lo mejor que poseemos. Servir a Dios no es un acto de conveniencia, sino una expresión de amor, una respuesta a su gracia. La ofrenda, por pequeña que sea, cuando se da con integridad y amor, es un acto de discipulado, un ejemplo para aquellos que nos rodean. La invitación final es a reflexionar sobre cómo honramos a Dios, a examinar nuestra entrega con la misma lupa que Él lo hizo. Porque ofrecer lo mediocre, lo cojo, lo ciego, no solo lo deshonra a Él, sino que empobrece nuestra propia espiritualidad. Limita nuestro crecimiento, nos aprisiona en la superficialidad. La verdadera libertad se encuentra en la entrega total, en dar lo mejor, no por obligación, sino por amor.
La pregunta de Dios a su pueblo a través de Malaquías, "¿Dónde está mi honra?", no es un mero reproche, sino un grito de dolor. Es el lamento de un Padre que anhela la reciprocidad de su amor, de un Rey que espera la lealtad de sus súbditos. Esta deshonra no era un incidente aislado; era el síntoma de una enfermedad espiritual más profunda que había infectado el corazón de la nación. El pueblo había perdido su brújula moral y su conexión con la fuente de su fe. El templo, que debía ser un faro de la presencia de Dios, se había convertido en un simple escenario para un teatro de ritos vacíos, un monumento a la fe que se había ido.
El corazón de esta enfermedad era un mal concepto de Dios. Un Dios que, para ellos, era lo suficientemente pequeño como para ser aplacado con sobras, lo suficientemente indiferente como para no notar un corazón sin pasión. Habían olvidado que su Dios es un fuego consumidor, una presencia santa que demanda pureza y excelencia. No podían agradarle, no porque sus ofrendas fueran insuficientes en cantidad, sino porque eran imperfectas en calidad. Habían olvidado la verdad fundamental de la adoración: que la adoración no es un acto de dar lo que nos sobra, sino un acto de entregar lo que nos cuesta, lo que es valioso para nosotros, lo que refleja la inmensidad del Ser a quien se lo ofrecemos.
La ley en Levítico no era una lista arbitraria de reglas; era una guía para la vida de un pueblo santo. Estipulaba que un animal ofrecido en sacrificio debía ser "sin defecto". Un cordero sin cojera, un becerro sin mancha, un chivo con todos sus miembros sanos. Esta demanda no era un capricho divino, sino una metáfora. Representaba el corazón que se entrega a Dios: un corazón íntegro, sin dobleces, sin la mancha del engaño. Cuando el pueblo traía animales enfermos, estaban diciendo, en su lenguaje no verbal, que sus corazones eran igualmente defectuosos, que su fe era coja y su amor ciego. El acto de dar se había convertido en un acto de robo, de hurto a la honra de Dios.
La confrontación de Malaquías con los sacerdotes es, en esencia, una confrontación con la hipocresía. Ellos eran los guardianes de la ley, los líderes espirituales del pueblo, y sin embargo, eran ellos los primeros en quebrantarla. Se habían convertido en maestros de la ofensa, en el peor de los ejemplos. Dios, en su justicia, no solo los expone, sino que los confronta con su propia lógica perversa. La pregunta de Dios sobre la reacción del gobernador no es una comparación; es una analogía. Es una invitación a la reflexión, a ver la bajeza de sus acciones a través de los ojos de la razón humana, y a darse cuenta de cuán infinitamente más ofensivo era su acto ante los ojos de un Dios perfecto.
El llamado a cerrar el templo es la declaración más radical de todas. Dios prefiere un silencio reverente a un ruido vacío de alabanza. Prefiere la ausencia total de ofrendas a la presentación de una ofrenda de segunda mano. Esta verdad, tan brutal y tan necesaria, nos llama a la urgencia. No se trata de si damos o no, sino de lo que damos. Y en ese "qué" se resume nuestra relación con Dios. Porque el concepto que tenemos de Él se refleja en cada uno de nuestros actos. Si pensamos que Él es un simple receptor de nuestras sobras, entonces nuestra fe es un simple pasatiempo. Pero si lo vemos como un ser digno de todo lo que somos y tenemos, entonces nuestra vida se convierte en una ofrenda perpetua, un acto continuo de adoración.
Por lo tanto, la lección de Malaquías trasciende el tiempo y el lugar. No es un mero sermón sobre el diezmo o la ofrenda, sino una profunda reflexión sobre la calidad de nuestro discipulado. Es un llamado a un examen de conciencia, a una introspección radical. Nos pregunta: ¿Estás dando tu mejor tiempo, tu mejor talento, tus mejores recursos a un Dios que te ha dado todo? ¿O estás ofreciendo lo que te sobra, lo que ya no sirve, lo que tiene menos valor para ti?
La calidad de nuestras ofrendas está intrínsecamente ligada a la calidad de nuestra fe. No podemos decir que amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente, si lo honramos con lo que es cojo, ciego y enfermo. La adoración verdadera no es un acto de obligación, sino de gozo. Es una respuesta de un corazón desbordado por el amor de un Padre que nos ha dado su mejor ofrenda: a Su propio Hijo, sin mancha y sin defecto. La pregunta, entonces, no es solo, "¿Dónde está mi honra?", sino también, "¿Dónde está mi corazón?". Porque donde está nuestro tesoro, allí estará también nuestro corazón. Y si nuestro tesoro es Dios, nuestra ofrenda será su reflejo, un acto de honra que fluye de un corazón rebosante de gratitud.
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