Tema: Ministerio. Título: Ministro cristianoAutor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. ¿QUE ES EL MINISTERIO?
II. ¿PORQUE SERVIR EN UN MINISTERIO?
III. ¿COMO SERVIR?
Conozco la tristeza de las cifras que nos alcanzan en la quietud de la noche, esas estadísticas frías que miden la temperatura del alma comunitaria, y sé que son un eco de la realidad que nos habita. Se nos dice, con una crudeza que debería rasgarnos la carne, que de cada cien almas que se nombran cristianas en el vasto territorio donde el sol se levanta y se pone, setenta y cinco se consumen en la inacción, sin mover una mano, sin gastar un aliento en la extensión del Reino. Setenta y cinco de cada cien. Es la cifra de la gran pausa, de la siesta prolongada en el jardín del Señor, el número de aquellos que llevan el nombre pero han olvidado el trabajo, que han aceptado el don pero rehúsan el costo. Es por la ternura y la urgencia que nace de este número doloroso, de esta inmensa y silenciosa mayoría inactiva, que debemos volver a la fuente y hablar del Ministerio, no como una obligación pesada, sino como el aire que da sentido a la respiración del creyente.
Existe una palabra antigua y profunda, diakonia, un susurro que se eleva desde el polvo de los caminos que recorrió el Maestro, y que hoy llamamos Ministerio. Es, en su forma más pura, el servicio, la entrega constante y humilde que ofrecemos a Dios a través de la ofrenda viva de servir a los demás. No es una tarea solitaria que se realiza en el exilio de la propia fe, sino un esfuerzo disciplinado que florece bajo la sombra y la sujeción de la Iglesia local, contribuyendo así a la marea universal que expande el cuerpo de Cristo por el mundo. .
El ministerio no tiene una sola forma, sino mil rostros, todos dignos de la luz. Es el evangelista que siembra en tierra árida, el maestro que nutre el alma con el pan del discipulado, la mano que atiende a la fragilidad de los niños, la paciencia que escucha la melancolía de la tercera edad, o el esfuerzo sutil que une a las parejas. Pero también es, y esto no debe olvidarse, el servicio humilde que se esconde de los reflectores: el anciano que preside el diaconado, la voz que se eleva en la alabanza, la mano que sostiene el compañerismo, el corazón que organiza la visitación, o el espíritu que practica la misericordia en los rincones olvidados. Es formal, este servicio, cuando se realiza de manera constante—no de manera errática, no un arrebato ocasional de fervor, sino un compromiso que se renueva con la luz de cada mañana—y en obediencia a la estructura de liderazgo, bajo la mirada y la guía de los pastores, aquellos que tienen la pesada carga de velar por nuestras almas.
Si buscamos ejemplos, el pergamino nos ofrece una galería de héroes anónimos que, sin portar títulos grandiosos, hicieron girar el engranaje del Reino. Pensemos en Tercio, aquel que servía a Pablo no en el estruendo de la predicación, sino en el silencio del escribiente, poniendo en letras la voz del Apóstol; o en Gayo, cuya vocación se manifestaba en la sencillez del hospedaje, abriendo las puertas de su casa a los santos y al mismo emisario de Cristo. Ellos nos recuerdan que el ministerio no exige talentos de trueno, sino un corazón dispuesto; no exige grandes escenarios, sino la fidelidad en el pequeño espacio que nos ha sido asignado. Servir no es buscar el púlpito; es ser el taburete sobre el que otro se eleva.
Y así, nos confrontamos con la pregunta crucial: ¿Por qué deberíamos nosotros, los que ya hemos sido rescatados por un amor tan inmerecido, tomar esta pesada pero dulce carga sobre nuestros hombros? ¿Por qué servir en un ministerio cuando la inacción parece ser el reposo más fácil?
La primera razón es una ley que no conoce excepción: Jesús nos mandó a servir. En aquella habitación alta, en el umbral de Su mayor agonía, Él no dejó un tratado de teología complicada, sino el gesto más sencillo y profundo: tomó una toalla y una vasija con agua, y se inclinó. El Señor del universo se hizo el esclavo más humilde. Él nos lo dijo: Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Es el mandamiento supremo, un eco de Su propia encarnación, el paradigma que deshace la soberbia de la criatura. .
La segunda razón es precisamente esa: debemos seguir el ejemplo del Maestro. En esa acción, en ese arrodillamiento, está la lección más grande de Su pedagogía. Nos entregó un modelo que es imposible de ignorar. No nos pidió que fuéramos más grandes que Él, sino que fuéramos como Él en la única labor que estaba reservada al más bajo de la casa: la tarea del esclavo. El servicio es el espejo donde se refleja la imagen de Cristo en el discípulo.
La tercera es la más paradójica, y quizás la más urgente para el alma moderna, extraviada en la búsqueda frenética de la felicidad: Servir nos hará felices. Nos lo prometió en el mismo instante: Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis. En el servicio, el alma encuentra su verdadero propósito, se siente útil, se libera del peso muerto de la introspección estéril y se llena de una satisfacción que el dinero no puede comprar ni el placer puede sostener. Es la ley de la cosecha invertida: al sembrar en la vida del otro, el alma propia es regada y florece. El sentido de propósito que tanto anhela el corazón humano está escondido, silencioso y seguro, en el acto de la entrega.
Y, por último, el servicio es, en este valle de lágrimas y apariencias, una de las principales evidencias de ser cristiano. Es el ADN visible del discípulo. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros. El amor, que es el motor del servicio, es la credencial que el mundo lee sin necesidad de traducciones. La fe que permanece inactiva, la que se niega a mancharse las manos con el barro de la necesidad del prójimo, se parece más a una estatua fría que a un ser vivo.
Aquellos que ya están en el camino, o aquellos a quienes la urgencia de estas cifras ha despertado del letargo, deben saber que el servicio al Señor se realiza a través del servicio a los demás, pero la forma en que se realiza es tan vital como el acto mismo.
El primer requisito es la negación de la indolencia. No se sirve a Dios con la desgana, con la displicencia del siervo que mira el reloj, o con la pereza del que busca el menor esfuerzo. El profeta Jeremías clamó contra aquellos que hacían la obra de Dios engañosamente. ¡No podemos hacer la obra de Dios con tibieza! El servicio que honra es el que se entrega sin reserva, con la diligencia del que sabe que el tiempo es un bien precioso y la tarea, urgente. El servicio es sudor y entrega, no un pasatiempo para las horas sobrantes.
El segundo es la obediencia, la sujeción a la autoridad establecida. El servicio anárquico, por más bien intencionado que sea, crea más desorden que beneficio. Servir en la iglesia local es someterse a la visión de los líderes y los pastores. Es trabajar bajo la disciplina y la norma, no como rebeldes con causa, sino como soldados disciplinados en el ejército del Señor.
Y el tercero, el más importante, es hacerlo como para el Señor, no para el hombre. Colosenses 3:22 nos recuerda que, aunque sirvamos a otros seres humanos, nuestro motor no debe ser el agrado fugaz de ellos, ni el aplauso vano que dura lo que dura el eco. Si servimos para agradar a los hombres, la primera crítica, el primer olvido, la primera ingratitud nos desanimarán y nos arrojarán al abandono. La estabilidad del siervo radica en que su único auditorio es el Cielo. Si nos levantamos en la mañana sabiendo que todo el esfuerzo es para Dios y por Dios, la falta de reconocimiento humano se vuelve una brisa ligera que no nos hace tambalear. .
Porque si servimos con esta perspectiva, nuestra esperanza no se apoya en el fango de la recompensa humana, sino en la recompensa de Dios, que es segura y eterna. Sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís. No busquemos el reconocimiento terrenal, pues este nos desilusionará y agotará. El siervo fiel sabe que, aunque el hombre olvide o desprecie su labor, hay una cuenta abierta en el Cielo, una herencia prometida para aquel que sirvió bien. Esta es la dulce certeza que sostiene el alma del que trabaja en las sombras: que Su recompensa no es de este mundo, sino del venidero, una corona de gloria que se entregará no por el éxito, sino por la fidelidad.
El llamado a servir es, pues, un rugido urgente que debe romper la modorra de los setenta y cinco inactivos. Cada cristiano, cada alma redimida, tiene un lugar, una toalla, una vasija que llenar. El ministerio no es un club exclusivo para los dotados o los que tienen tiempo libre; es la vocación de todo discípulo. Es la principal evidencia, la huella más legible de que hemos sido comprados por precio. Dejemos atrás la indolencia y el miedo, el cálculo y la pereza. Entreguemos nuestro servicio con constancia, con obediencia, y con la pasión de saber que lo hacemos para el único Señor que es digno de todo esfuerzo. Que nuestra vida no sea contada entre los que durmieron, sino entre los que, con el corazón en la mano, se sumaron a la gran obra, esperando en la certeza de la recompensa divina. Es tiempo de levantarse y servir.
2 comentarios:
Bendiciones
Está muy claro
Gracias por tu apoyo
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