Tema: Ministerio. Titulo: Las excusas de Moises. Texto: Éxodo 4. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz
I LA EXCUSA DE LA DISCAPACIDAD (Ver 10 – 12)
II LA EXCUSA REAL (Ver 13 – 17)
III LAS EXCUSAS DERROTADAS (Ver 18 – 20)
El viento del desierto, implacable y antiguo, había esculpido el rostro de Moisés, trazando líneas de soledad y resignación. Cuarenta años de pastoreo silencioso en la tierra de Madián habían ahogado los ecos de la corte egipcia, de los libros que una vez devoró y de la astucia política que le fue propia. La memoria del joven príncipe, "poderoso en palabras y en obras", como lo describe Esteban en Hechos, era ahora una reliquia distante, sepultada bajo el peso de las dunas y el sol incesante. Aquel que una vez pisó alfombras palaciegas y oyó el susurro de las intrigas de la corte, se había convertido en un hombre de lana y arena, con la vara gastada en la mano, frente a un espectáculo que desafiaba toda lógica y experiencia: una zarza que ardía sin consumirse, un fuego devorador que no aniquilaba. La voz que emanaba de esas llamas, no un mero susurro del viento que conocía tan bien, sino el trueno de la Autoridad misma, le asignaba una tarea que cada fibra de su ser, cada recuerdo de su pasado y cada rastro de su presente, le gritaba que era imposible. Y así, del alma de un hombre acorralado por el destino, un hombre que creía haber encontrado su final en la quietud del desierto, brotaron las excusas, una cascada de miedos disfrazados de prudencia, de debilidades que se erigían como barreras inquebrantables.
La cuarta de estas objeciones, la más personal y, quizá, la más hiriente para su propia identidad, se anclaba en una herida íntima, una falla palpable que resonaba en su habla. "Ay, Señor, nunca he sido hombre de fácil palabra," balbuceó Moisés, con la lengua pesada, las palabras enredándose como hilos viejos en un ovillo desordenado. Era una confesión dolorosa, la admisión de una tartamudez persistente, quizá la secuela de algún golpe olvidado de la infancia, o el eco cruel de la edad que avanzaba sobre una elocuencia que, en su juventud, había deslumbrado. ¿Cómo, pues, un hombre torpe en el habla, un mensajero sin la fluidez oratoria que se exige a los grandes líderes, podría enfrentarse a la majestuosidad intimidante de un faraón, a la desesperación apática de un pueblo esclavo, y persuadirlos del poder de lo invisible, de la realidad de un Dios que se manifestaba en una zarza? Su boca, ese instrumento primordial de la comunicación y la persuasión, se erigía como un obstáculo insuperable, un muro que se alzaba entre el mandato divino y su cumplimiento. Se sentía descalificado por su propia carne, arrojado a la cuneta de la ineficacia por una limitación que parecía inalienable.
Pero la respuesta de Dios, como siempre en los dramas del llamado, no fue de reproche condescendiente, sino de afirmación radical, un recordatorio de la fuente inagotable de toda capacidad y todo poder. "¿Quién dio la boca al hombre? ¿O quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo, Jehová?" La voz de la zarza ardiente no era un eco de su propia duda, sino el Creador mismo de la voz. La tartamudez de Moisés, su aparente limitación, era apenas un soplo infinitesimal ante la Potestad que teje la lengua en la matriz, que cincela el oído para que escuche la melodía del universo, que enciende la vista para que perciba la luz. La debilidad humana, lejos de ser un impedimento para la obra de Dios, a menudo se convierte en el lienzo predilecto sobre el cual Su gloria se pinta con trazos más audaces, revelando que el poder no reside en el vaso, sino en el contenido. En esa revelación, la discapacidad se transfiguraba en una oportunidad para la manifestación de lo divino, no en una condena.
¡Cuántas veces, en nuestra propia piel, resonamos con el gemido ancestral de Moisés! La excusa de la discapacidad, ya sea física, intelectual, emocional o material, se convierte en un refugio confortable, una coartada perfecta para eludir la responsabilidad que se cierne sobre nosotros. "No puedo servirte, Señor, porque mi cuerpo flaquea bajo el peso de la enfermedad, mi bolsillo está vacío y mis deudas me asfixian, mi familia me arrastra con sus demandas incesantes." Inventamos una letanía interminable de "problemas" que, en la distorsión de nuestra mente, nos eximen de la llamada, nos liberan del peso del propósito. Una enfermedad crónica que nos ancla, una deuda abrumadora que nos paraliza, el nido vacío que nos sume en la soledad o el nido demasiado lleno que nos agobia. ¡Pero qué trampa insidiosa es esta! Olvidamos, en nuestra limitada y terrenal visión, que el Dios que llama es también el Dios que equipa, que el que asigna la misión es también el que allana el camino, no siempre quitando la montaña, pero sí proveyendo la fuerza para escalarla. Si Él, en Su soberana voluntad, prometió asistirnos, ¿cómo podría nuestra flaqueza física, nuestro desamparo económico, la tempestad de nuestros hogares, ser un impedimento insalvable para Aquel que mueve montañas con un soplo y calma mares con una palabra? No son excusas válidas, sino velos tejidos con hilos de miedo que cubren un miedo más profundo, una resistencia más arraigada a salir de nuestra zona de confort y a abrazar lo desconocido. La Presencia divina no se retira ante nuestras limitaciones, sino que las abraza, las transforma en vasos de barro frágiles, pero capaces de contener y manifestar Su poder inmenso.
Después de cuatro intentos de evasión, cuatro disfraces de humildad y debilidad tejidas con hilos de lógica humana, Moisés, finalmente, desnudó su corazón ante el fuego. La verdadera razón, oculta bajo el manto de la insuficiencia y la incapacidad, emergió con la crudeza de una súplica desesperada, casi un gemido de agotamiento. "¡Ay, Señor! Envía, te ruego, por mano del que debes enviar." La verdad era que no era una cuestión de poder, al fin y al cabo. Era que, en lo más profundo de su ser, en el núcleo de su voluntad, no quería. La misión, inmensa y aterradora, se alzaba ante él como una montaña infranqueable, una tarea que excedía toda su imaginación y sus fuerzas, y Moisés, agotado por la negociación, prefería que otro, cualquiera que fuera, asumiera el ascenso, el peso de esa gloria y esa carga. Un ruego, sí, una súplica, pero también una claudicación, una abdicación ante el peso del destino que no deseaba.
La Escritura, en su cruda y sagaz honestidad, no dulcifica la reacción divina: "Entonces la ira de Jehová se encendió contra Moisés." No una furia desproporcionada o caprichosa, sino la justa indignación de la Deidad ante la resistencia obstinada de un corazón que, aun después de milagros innegables y promesas divinas, se aferraba a su propia comodidad, a su propia pequeñez, a su propia visión limitada de sí mismo. Pero, y aquí reside la maravilla desconcertante de la gracia, la ira de Dios no significó el retiro del llamado. No hubo un "Entonces, si no quieres, Moisés, buscaré a otro que sea más willing." No hubo una revocación del propósito eterno. En cambio, hubo una provisión, una adaptación paciente y misericordiosa a la titubeo humano. "No te irás solo. ¿No es Aarón tu hermano el levita? Yo sé que él habla bien. Y he aquí que él sale a recibirte; y al verte, se alegrará en su corazón." Dios no canceló el destino de Moisés, sino que le proveyó de un compañero de viaje, una voz para su voz vacilante, un Aarón para su Moisés. La disciplina divina, lejos de ser un castigo final, se manifiesta a menudo como una insistencia amorosa, una adaptación paciente a nuestras flaquezas, mientras nos empuja, con mano firme pero compasiva, hacia el cumplimiento del propósito. Es la verdad irrefutable: no existe la falta de tiempo, existe la falta de interés, porque cuando el fuego de la voluntad arde, la madrugada se convierte en día, un martes cualquiera en un sábado festivo, y un simple momento en una oportunidad dorada que no se puede desaprovechar.
Somos llamados. Y ese es el punto final e innegociable. Ninguna excusa, por ingeniosa que sea, por revestida de falsa humildad que parezca, hará que Dios retire su mano poderosa de nuestras vidas, o Su propósito irrevocable de nuestros hombros. Es una carga gloriosa, sí, pero nunca un yugo aplastante. Y si nos negamos, si persistimos en la resistencia a lo divino, la disciplina divina, sutil al principio como un susurro en la conciencia, luego más contundente como un torrente ineludible, nos alcanzará. No como un castigo vengativo y cruel, sino como una fuerza que nos empuja, nos rodea, nos cerca, nos obliga suavemente (o no tan suavemente) a confrontar el destino que nos espera. A veces, las circunstancias de la vida, los giros inesperados del camino, los vientos que cambian de dirección sin previo aviso, son precisamente el medio por el cual Dios nos pastorea, nos acorrala en una esquina de la existencia, hasta que la única salida posible, la única opción viable, es la obediencia, esa rendición que libera.
Finalmente, la resolución, el acto supremo de fe que disolvió todas las sombras. El nudo en el corazón de Moisés, ese amasijo de miedos y objeciones, se desató. Él, el hombre de las excusas, el pastor tembloroso y renuente, tomó a su mujer, a sus hijos, y, fundamentalmente, la vara de Dios—ese trozo de madera inerte que se había convertido en un símbolo vivo del poder de lo Alto—, y montados en un asno, emprendieron el camino de regreso a Egipto. Las excusas, una por una, quedaron derrotadas, aplastadas bajo el peso ineludible y glorioso de la Voluntad divina.
La obediencia, cuando finalmente llegó, no fue gradual ni vacilante, sino inmediata: "iré ahora". Y con la obediencia, las puertas que antes parecían cerradas con cien cerrojos se abrieron de par en par, no por casualidad, sino por la providencia meticulosa de Dios. Su suegro, Jetro, que había sido su ancla en el desierto, bendijo su partida con palabras de paz: "Ve en paz." Aquellos que habían buscado su muerte en un pasado lejano ya habían fallecido, las sombras del pasado disipándose ante la luz de un nuevo y audaz comienzo. Y sobre todo, Dios mismo lo respaldaba, esa vara de Dios, ahora no solo un bastón de pastor, sino un cetro de milagros, una extensión de la mano divina que se movería para desatar una nación.
Servir. Ah, esa palabra. Es el latido inconfundible de un alma que ha sido tocada por la Gracia, la sangre que corre por las venas de una vida redimida, la evidencia innegable de que la mano del Alfarero ha modelado un nuevo ser. Si en verdad has sido salvado, si el Cristo ha encendido una chispa inextinguible en tu oscuridad más profunda, si te has arrepentido con la amargura de la culpa y la dulzura del perdón, si has renacido en verdad a una nueva existencia, entonces servir no es una obligación pesada, sino una efusión espontánea. Brota de los poros de tu ser, se derrama de las profundidades de tu corazón, es tan natural y necesario como respirar. Es el fruto ineludible de la fe, la consecuencia lógica y hermosa de un encuentro transformador con el Amor que lo dio todo en una cruz. Si este impulso no late en tu pecho, si el servicio te parece una carga ajena, un deber impuesto por la tradición o la culpa, quizás sea el momento de detenerse en la quietud, de mirar con ojos honestos y sin velos el pozo de tu alma. ¿Es verdadera la salvación que profesas, o es una fe de palabras vacías, sin el ardor incandescente de la entrega total? Porque el llamado de Dios no es un eco distante en la lejanía, sino un fuego que consume las excusas, y en la ceniza que queda, solo la obediencia, con su belleza austera y su poder liberador, puede florecer.
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