Tema: El evangelio de la prosperidad.Titulo: ¿Es bíblica la autoestima?Texto: 1 Juan 4: 1. Autor: Edwin Guillermo Núñez ruiz.
Dicha aberración tiene entre sus enseñanzas cosas tales como: las nuevas revelaciones, la autoestima cristiana, la superación personal, la prosperidad económica, la confesión positiva, la apostolitis, la brujería cristiana, la regresión, los actos profeticos y la sanidad esto solo para contar las mas sobresalientes. Entre sus principales exponentes de esta herejía están personajes tan adorados en este mundo como: Benny Hinn, Cash luna, Guillermo Maldonado, Joyce Meyer, Ana Méndez, Marcos Witt el canal enlace y en Colombia solo daré pistas:
I MATEO 22: 37 – 40
Como lo diría Jhon Pipper:
"En resumen, entonces, el mandamiento “Ama a tu prójimo como a ti mismo” en primer lugar no ordena sino que presupone el amor a uno mismo. Todos los hombres se aman a sí mismos. En segundo lugar, este amor a uno mismo del cual Jesús habla no tiene nada que ver con la noción común de autoestima. No significa tener una buena imagen de si mismo o sentirse especialmente contento con uno mismo. Significa simplemente desear y buscar el bienestar de uno mismo......Como yo lo veo, el significado del mandamiento, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo,” es éste: nuestro Señor quiere llamarnos a ser hombres y mujeres amorosos, compasivos, misericordiosos, cuyos corazones los lleven irresistiblemente a la acción cuando vean sufrimiento a su alcance. Y para ese fin el requiere que ellos una y otra vez se pregunten a si mismos: ¿Estoy deseando y buscando el bien temporal y eterno de mi prójimo con el mismo celo, ingenio y perseverancia que busco mi propio bien? Y para ese fin el requiere que ellos una y otra vez se pregunten a si mismos: ¿Estoy deseando y buscando el bien temporal y eterno de mi prójimo con el mismo celo, ingenio y perseverancia que busco mi propio bien?".
Asi mismo debe entenderse Efesios 5: 28 - 29. No como un mandamiento a amarme a mi para poder amar a mi esposa sino mas bien una declaración de como debo desear y buscar su bien, a saber, con ingenio, celo y perseverancia.
II ROMANOS 12:3
Este velo, tejido con hilos de mentira y adornado con un brillo que atrae a los ojos más vulnerables, nos ofrece revelaciones nuevas que no provienen del Espíritu Santo sino de la inventiva humana. Nos propone una “autoestima cristiana” que, en su esencia, esconde y nutre el egoísmo más profundo del corazón humano, una superación personal desprovista de la cruz y del quebrantamiento que nos lleva a los pies del Salvador. Sus promesas de riqueza material, la confesión positiva vacía de sustancia divina, y una serie de prácticas que desdibujan la línea entre lo sagrado y lo profano —la apostolitis que eleva a hombres a la categoría de apóstoles infalibles, una brujería cristiana disfrazada de liberación, la regresión a traumas pasados en lugar de la redención presente, actos proféticos que son meras farsas teatrales, y una sanidad que a menudo elude al enfermo genuino— son hilos con los que se teje un lienzo de desilusión. Nombres como Benny Hinn, con su espectáculo de "milagros"; Cash Luna, con sus promesas de códigos celestiales; Guillermo Maldonado, con su evangelio de la riqueza; Joyce Meyer, Ana Méndez, Marcos Witt, y el omnipresente canal Enlace, son los heraldos de esta marea de confusión. Y aquí, en mi amada Colombia, no es difícil reconocer sus sombras: aquellos que se vinculan con ellos, que replican sus doctrinas y sus gestos, y la vasta mayoría de las denominadas mega iglesias, donde, me atrevo a decir, la sana doctrina es una rareza, un murmullo apenas perceptible entre el estruendo de la autoafirmación. Las voces verdaderas, las que susurran la verdad incuestionable del evangelio, las que claman por la cruz y el arrepentimiento, a menudo se encuentran en los rincones más humildes, en las congregaciones pequeñas, en los corazones que no buscan el aplauso sino la aprobación de Dios.
Mi corazón, como pastor, siente el llamado ineludible de Dios para advertir a las ovejas que me han sido confiadas, aquellas que el Señor, en Su infinita gracia, ha puesto bajo mi cuidado. Recuerdo las palabras de Pablo en Hechos 20: 17, 28 – 30, su advertencia a los ancianos de Éfeso sobre los lobos rapaces que no perdonarían el rebaño. Es mi deber, mi sagrada responsabilidad, señalar el peligro que acecha en las sombras de esta falsa luz. Como cristiano, me urge la necesidad de contender por la fe que una vez fue dada a los santos (Judas 3), de nombrar lo que es herejía con claridad y sin titubeos, porque la Escritura misma nos da el ejemplo de desenmascarar a los que desvían (1 Timoteo 1: 19 – 20; 2 Timoteo 1: 15; 2: 17 – 18; 4: 10,14). No es un acto de malicia, sino de amor y de obediencia, un clamor por la pureza del mensaje que salva.
Hoy, nos adentraremos en el concepto de la "autoestima cristiana", una piedra angular de esta doctrina errada, un pilar sobre el que se construye su imperio de ilusiones. La superación personal, la “psicología cristiana”, el imperativo de amarse a uno mismo, se elevan a un culto al YO, un trono donde el hombre se sienta con orgullo, desplazando al Creador que debe ser el centro de todo. Los títulos de sus libros lo gritan con descaro, una sinfonía de autoglorificación: "Destinados al éxito", "El código del campeón", "Tu mejor vida ahora", "Sueña y ganarás al mundo", "Vive por encima de tus sentimientos", "El campo de batalla de la mente", "Pensamientos de poder", "Luzca estupenda", "Tienes que atreverte". Y lo más inquietante, lo que debería alertar a cada alma sincera, lo que debería hacer que los pelos de la nuca se ericen ante el peligro, es la ausencia casi total del arrepentimiento genuino, del juicio y la ira de Dios que son tan reales como Su amor, del pecado y sus consecuencias devastadoras, del infierno, esa realidad ineludible, en la predicación de estos mensajeros de la prosperidad. Es un evangelio sin cruz, una redención sin sacrificio, una salvación sin necesidad de un Salvador que pague el precio.
Nos preguntamos hoy, con el corazón contrito y el espíritu expectante: ¿Es bíblica esta enseñanza que nos dice que debemos amarnos primero para amar a Dios y al prójimo? Para desentrañar la verdad, volvamos a las fuentes, a los pasajes que, irónicamente, son esgrimidos por esta doctrina, tergiversados para servir a los ídolos del ego.
Los artífices de la "autoestima cristiana" claman que en Mateo 22: 37 – 40 se revela la necesidad ineludible de amarse a uno mismo para poder amar al prójimo y, por extensión, a Dios. Creen ver aquí tres mandatos sagrados, una trinidad de amor que comienza con el yo. Pero detengámonos, examinemos con sobriedad, con la lupa de la Escritura y la luz del Espíritu Santo. No hay aquí tres mandatos. El versículo 40 lo deja claro, con la nitidez de un cristal recién pulido: solo hay dos. La Escritura, en su sabiduría inmutable, jamás nos ordena amarnos a nosotros mismos como un precepto divino. Al contrario, nos previene contra una inclinación peligrosa que yace en lo profundo de la carne, esa propensión al egocentrismo que Pablo describe en 2 Timoteo 3: 1 – 2, 5, donde los hombres serán "amadores de sí mismos". Una advertencia severa contra la raíz de todo mal, la autoadoración.
Es cierto, y esto debe ser reconocido con honestidad, que las palabras de Jesús presuponen un cierto amor inherente, una preocupación innata por la propia existencia y bienestar. Es la naturaleza misma del ser creado, un instinto de autopreservación que Dios implantó. Pero esto no es un mandato que nos insta a cultivarlo, sino una declaración, una medida, un punto de partida para la comparación. Lo que el Señor nos susurra, con la ternura de un pastor a sus ovejas, es esto: "Ama a tu prójimo con la misma medida, con la misma intensidad y el mismo fervor con que ya te amas a ti mismo; busca su bienestar con la misma diligencia y celo con que buscas el tuyo propio". Así, no es una orden para iniciar una auto-cultivación, sino una vara de medir el amor que ya poseemos por nosotros mismos y que debe ser extendido hacia el exterior. Y, si fuera un mandato, si la Escritura nos llamara a amarnos desmedidamente, ¿no sería esto, en su esencia, contradictorio? ¿No nos convertiría amarse demasiado en seres egoístas, en un laberinto de auto-obsesión, incapaces de extender el verdadero amor, ese amor sacrificial que busca el bien del otro antes que el propio, al que está a nuestro lado? La historia humana, tan marcada por la tragedia, testifica contra la idolatría del yo.
Como bien lo articularía John Piper, con la claridad de quien ve el corazón de la verdad, desnudando la falacia con la precisión de un cirujano: "En resumen, entonces, el mandamiento 'Ama a tu prójimo como a ti mismo' en primer lugar no ordena sino que presupone el amor a uno mismo. Todos los hombres se aman a sí mismos. En segundo lugar, este amor a uno mismo del cual Jesús habla no tiene nada que ver con la noción común de autoestima. No significa tener una buena imagen de sí mismo o sentirse especialmente contento con uno mismo. Significa simplemente desear y buscar el bienestar de uno mismo... Como yo lo veo, el significado del mandamiento, 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo,' es éste: nuestro Señor quiere llamarnos a ser hombres y mujeres amorosos, compasivos, misericordiosos, cuyos corazones los lleven irresistiblemente a la acción cuando vean sufrimiento a su alcance. Y para e
Así mismo, y con la misma luz de verdad, debemos entender Efesios 5: 28 - 29. No como un precepto que nos exige amarnos a nosotros mismos para poder amar a nuestras esposas, sino más bien como una declaración de cómo debemos desear y buscar su bien, con el mismo celo, con el mismo ingenio y con la misma perseverancia con que el hombre se preocupa por su propio cuerpo, que es una extensión de sí mismo. La analogía es poderosa, no una orden de auto-adoración, sino un modelo de dedicación.
Pero el creyente, el alma que ha probado la gracia redentora de Cristo, el que ha sido lavado por Su sangre, no puede conformarse con este estándar imperfecto de amor. Es consciente de su insuficiencia, de lo defectuoso de su propio amor, de cómo Jesús, el Cordero inmaculado, lo superó con creces. El creyente, en su peregrinaje hacia la santidad, debe ir más allá, debe negarse a sí mismo de tal manera que llegue a amar a su prójimo como Cristo nos amó (Juan 13: 34 – 35). Jesús nos amó con sacrificio supremo, una entrega total en la cruz, con incondicionalidad que no conoce límites, de forma constante, incesante, y espontáneamente, sin buscar nada a cambio. Su amor no fue una medida, sino el estándar inalcanzable, la fuente de todo amor verdadero.
En lugar de mandarnos a amarnos a nosotros mismos, una trampa sutil para el alma, la Escritura nos llama a un camino diferente, un sendero que lleva a la verdadera vida, aunque parezca paradójico a los ojos del mundo:
Negarnos a nosotros mismos: Mateo 16: 24,26 nos susurra, con la autoridad del Maestro, "si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame." Y más adelante, "¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?" Esto quiere decir, literalmente, "dígase no a usted mismo", "repúdiese a sí mismo". De tal manera que la senda correcta hacia una relación profunda y transformadora con Dios no se labra amándonos más, cultivando el ego con esmero, sino, paradójicamente, repudiándonos a nosotros mismos, aborreciéndonos (amándonos menos en comparación con Él) como se insinúa en Lucas 14:26, donde Jesús dice: "Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo." Una verdad que hiere la sensibilidad moderna, pero que desnuda la radicalidad del discipulado. Es una muerte al yo para que Cristo viva en nosotros.
Humillarnos para ser exaltados: Lucas 18: 9 – 14 nos muestra el camino, la parábola del fariseo y el publicano. El fariseo, lleno de sí mismo, auto-justificado, se amaba demasiado y salió sin justificación. El publicano, con el corazón contrito, humillado ante Dios, clamó por misericordia y salió justificado. Este es el camino que nos enseñó Jesús (Filipenses 2: 3 – 8), quien, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo. Un ejemplo luminoso de humildad que lleva a la verdadera exaltación, no a la autoproclamación.
Los predicadores de la prosperidad, con una audacia que desconcierta y una conveniencia que se ajusta a sus propósitos, afirman que Romanos 12:3 no nos prohíbe tener un buen concepto de nosotros mismos, sino que nos advierte de no tenerlo en exceso, de no pensar de nosotros "demasiado alto". En la superficie, suena razonable, pero la profundidad de la Palabra revela una verdad muy distinta.
Examinemos con detenimiento el pasaje completo, no una frase aislada para nuestros propósitos. El contexto (versículos 1-2) nos habla de una transformación radical, de la renovación de nuestra mente. Pablo nos insta a presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es nuestro culto racional. Y no nos conformemos a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento. Inmediatamente después de esta exhortación a la consagración y a la transformación mental, nos muestra que lo primero, lo fundamental que tenemos que renovar en nosotros es el concepto que tenemos de nosotros mismos. Aquí es donde estos predicadores se extravían, ya sea por una conveniencia calculada o por una lamentable y profunda ignorancia bíblica. Inmediatamente asocian el "concepto" con la mentalidad del mundo, la mentalidad de una sociedad que glorifica el yo, una mentalidad que insiste en:
a. Una buena autoestima: una dosis robusta, a veces patológica, de amor propio, la idea de que debes sentirte bien contigo mismo por encima de todo. Es una búsqueda incesante de validación interna, un pozo sin fondo. b. Una buena autoimagen: una percepción favorable, a menudo inflada, de uno mismo, un "cómo me veo a mí mismo" que busca la perfección sin la mancha del pecado, una fachada pulcra para ocultar la miseria interior. c. Un buen autoconcepto: al compararse con los demás, la creencia de ser mejor, más capaz, más bendecido, más ungido que otras personas. Una escalera de orgullo donde uno siempre busca estar un peldaño más arriba.
Pero, ¿cuál es el concepto que, según la Escritura, según la verdad revelada, debemos tener de nosotros mismos? Tomemos el ejemplo del apóstol Pablo, un gigante de la fe, un hombre usado poderosamente por Dios, cuya perspectiva era radicalmente diferente a la del mundo y de estos falsos maestros:
a. Él se consideraba el primero de los pecadores (1 Timoteo 1: 15). No un mero desliz, sino el prototipo de la humanidad caída, el pecador por excelencia. Esta no es una declaración de baja autoestima, sino de una profunda comprensión de la gracia. Solo quien se ve en su verdadera miseria puede apreciar la magnitud de la misericordia divina. b. Se describió a sí mismo como un miserable hombre (Romanos 7: 24), un alma cautiva en la lucha contra el pecado que mora en su carne. Una lucha que todos conocemos, pero que pocos se atreven a confesar con tanta honestidad. c. Se veía como el más pequeño de todos los santos (Efesios 3:8), un siervo inútil, indigno de la gracia que se le había concedido para predicar el evangelio. No es falsa modestia, sino una verdad visceral que nace de la revelación de la gloria de Dios.
En cuanto a sus logros, a pesar de haber fundado iglesias, haber escrito gran parte del Nuevo Testamento y haber predicado el evangelio a multitudes, Pablo, con la humildad de quien ha visto la gloria de Dios y ha sido derribado de su caballo de orgullo, declaró con una convicción que desarma:
a. "Por la gracia de Dios soy lo que soy" (1 Corintios 15: 9 - 10). No por su esfuerzo, no por su intelecto, no por su devoción inicial, sino por la gracia inmerecida de un Dios soberano. b. "Si algo he logrado, solo es por Dios" (1 Corintios 4:7, 2 Corintios 3:5). No hay nada en nosotros, de nosotros mismos, que nos dé el derecho a jactarnos. "Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?" (1 Corintios 4:7). Y aún más claramente: "Pero nosotros no somos capaces de hacer algo por nosotros mismos; es Dios quien nos da la capacidad de hacerlo." (2 Corintios 3:5 PDT). Cada aliento, cada talento, cada oportunidad, cada victoria, es un don de Su mano generosa.
Este es el concepto, hermanos, que Pablo albergaba. Él no creía ni instaba a las almas a ser "campeones" según la métrica del mundo, no motivaba al amor propio desmedido, a la confianza en sí mismo, a la fe en nuestras propias fuerzas frágiles. El concepto que un cristiano, verdaderamente nacido de nuevo, debe tener de sí mismo es el de ser el más pequeño entre los hermanos, que es un pecador redimido, que es un miserable rescatado. Que lo que hoy somos, lo que poseemos o hemos logrado, no se debe a nuestras capacidades innatas, a nuestros talentos sobresalientes, a nuestro esfuerzo incansable, sino solo a la misericordia inagotable, al amor incondicional, a la gracia inmerecida, a la bondad infinita de Dios que inmerecidamente nos da o nos usa como vasijas de barro para Sus propósitos gloriosos.
Nuestro verdadero valor, si es que podemos llamarlo así en este contexto de gracia sublime, no reside en nosotros mismos, en lo que somos aparte de Él. Reside en quiénes somos en Cristo. Es comprender, en lo más íntimo de nuestro ser, que en Él y por Él somos valiosos, no por mérito propio, sino por Su sacrificio. Es por Él que somos capaces de un servicio digno, un servicio que, en su esencia, no nos enaltece a nosotros, sino que glorifica a Aquel que nos ha llamado.
Esto, y solo esto, es no tener de nosotros mismos un concepto más alto del que debemos tener. Esto es pensar de nosotros con cordura, con la sobriedad que nace del Espíritu Santo, con la humildad que nos ubica correctamente en el universo de Dios.
Comprendamos esto profundamente, con el corazón abierto y la mente rendida: todo, absolutamente todo, en el evangelio verdadero tiene que ver con la gloria de Dios, con darle la gloria a Dios, con la exaltación de Su nombre, no con la vana gloria de los hombres, con el brillo efímero de las estrellas terrenales.
La denominada "autoestima cristiana", esa perversión de la gracia que se disfraza de verdad, es, en esencia, un desvío peligroso para el alma, una trampa sutil que se tiende a los corazones sedientos. Es mala porque:
Está cimentada en la sabiduría humana, no en la inmutable Palabra de Dios. Sus raíces no beben del torrente de la revelación divina, sino de las fuentes turbias de la psicología humanista y las filosofías del mundo. Es un eco de las tendencias culturales, no la voz inconfundible del Espíritu Santo. Es un intento de adaptar a Dios a la medida del hombre, en lugar de que el hombre se someta a la inmensurable grandeza de Dios.
Conduce a las almas por el camino resbaladizo de la vanidad y el orgullo. Al exaltar al "yo", se aleja de la humildad que precede a la gracia. Es un narcótico espiritual que adormece la conciencia del pecado y alimenta la ilusión de autosuficiencia. El orgullo, ese antiguo veneno, es el pecado que derribó a los ángeles y que aún hoy acecha las almas de los hombres. Y esta doctrina lo disfraza de virtud.
Su énfasis distorsionado aparta a las personas del genuino arrepentimiento. Si el "yo" es glorioso, si no hay miseria inherente en el hombre, si la confianza debe ser en uno mismo, ¿para qué el quebranto? ¿Para qué la confesión? ¿Para qué la necesidad de un Salvador que muera por nuestros pecados? Sin arrepentimiento, no hay evangelio que valga, no hay reconciliación, no hay vida nueva. Es un evangelio diluido, un mensaje que carece del poder transformador de la cruz, porque omite el doloroso pero necesario reconocimiento de nuestra pecaminosidad y nuestra absoluta bancarrota moral.
Porque pone al hombre en el centro del universo, elevando el "yo" a un altar, y, al hacerlo, desplaza a Dios de Su legítimo trono. El evangelio verdadero, la buena nueva de Jesucristo, tiene un solo protagonista, un solo héroe, un solo objeto de adoración: Dios. La autoestima cristiana, en su esencia, busca robarle a Dios la gloria que solo a Él le pertenece, asignándola a la criatura en lugar del Creador. Es una sutil idolatría del hombre, una apostasía silenciosa que se esconde detrás de un lenguaje aparentemente piadoso.
Recordemos las palabras de nuestro Señor, que resuenan con la autoridad de la verdad eterna y la humildad del siervo perfecto: "Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos." (Lucas 17:10). Esta no es una declaración de inutilidad intrínseca o de falta de valor, sino una proclamación de la grandeza de Dios y de nuestra dependencia absoluta de Él. Es un recordatorio de que todo lo que hacemos es por Su gracia, para Su gloria, y que nuestra máxima aspiración debe ser ser hallados fieles, no glorificados.
Esta es la verdad, hermanos, sencilla y poderosa, que nos libera de las cadenas de una prosperidad que solo engorda el ego y nos aleja del corazón de Aquel que lo dio todo. Es el clamor de un pastor, movido por el Espíritu, para que volvamos al evangelio puro, ese que exalta a Cristo, quebranta el corazón y transforma la vida. Un evangelio que no promete una vida sin cruz, sino una vida con la Cruz, que nos lleva a la verdadera riqueza: la comunión con nuestro Dios.
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