⛈️Tema: Evangelismo. ⛈️Titulo: Señales antes del fin: guerras, pestes, hambre y terremotos. ⛈️Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz.
I. GUERRAS – RUMORES DE GUERRA (Ver 6).
II. PESTES
III. HAMBRE.
IV. TERREMOTOS.
Las mareas del siglo nos arrastran, y en la bruma de lo cotidiano, la Iglesia, la amada congregación de los llamados, se encuentra inmersa en una era de urgencia, una época donde la sombra del final se proyecta más larga y definida sobre el camino. Hoy, en nuestro continuo estudio de las profecías, volvemos a las Escrituras no por una curiosidad mórbida sobre el futuro, sino por la necesidad de discernir el tiempo en que vivimos. Se nos convoca a examinar los lemas de este mundo que se desvanece, a repasar las señales que el mismo Redentor, con amorosa y firme pedagogía, anunció como indicadores infalibles de Su inminente y gloriosa Venida. No son estas señales un mero espectáculo de la fatalidad; son, antes bien, cartas de amor escritas con tinta de advertencia, destinadas a despertar al centinela dormido.
El primero de los heraldos del crepúsculo que se nos revela es el estruendo eterno, la más trágica manifestación de la caída humana: las guerras y los rumores de guerra que resuenan hasta los confines de la tierra, tal como lo consigna el versículo seis de aquel magno discurso.
Es la guerra, hermanos, la negación más rotunda del Evangelio, la bestia de autodestrucción que se alimenta de la propia carne del hombre. ¿Cómo medir la magnitud de esta señal sin que el alma se estremezca? Desde aquel punto de inflexión en la historia conocido como la Segunda Guerra Mundial, que abarcó los años fatídicos de 1939 a 1945, el mundo ha continuado su espiral de sangre y luto. La contabilidad macabra de la humanidad nos arroja una cifra que desgarra la imaginación: para el año 2004, se estimaba que aproximadamente ochenta y seis millones de almas habían sido arrancadas de la vida a causa del conflicto armado. Esta cifra no es abstracta; es el peso de la desesperación multiplicada, la suma de las lágrimas, el volumen del silencio que ha quedado en los hogares vacíos. Es la prueba irrefutable de que, sin la intervención de la Gracia, el corazón del hombre sigue siendo una Babilonia irredenta, un campo de batalla en miniatura.
Y sin embargo, en medio de este torbellino de fuego y pólvora, la voz del Maestro se eleva con una serenidad pasmosa, la calma que solo la Soberanía puede ofrecer: "no os alarméis, porque es necesario que todo esto acontezca, pero aún no es el fin." Esta es una revelación de profundo consuelo teológico. El caos no es la anarquía. Las guerras, por más destructivas que sean, no son el fallo del plan divino, sino el cumplimiento de una etapa inexorable. El Señor no nos pide que seamos ingenuos ante el mal, sino que seamos pacientes y vigilantes. Nos pide que veamos en cada tanque oxidado y en cada titular de confrontación no el fin absoluto de la esperanza, sino el comienzo de los dolores de parto. Esta inevitabilidad del conflicto es la certeza de que el reloj profético sigue avanzando, marcando no el cierre de la historia, sino la inminente consumación de la Promesa. Nuestro llamado, pues, en el rumor de la guerra, es el de ser embajadores de la única Paz que no conoce tregua ni rendición.
Si la guerra es la herida abierta por la ambición de las naciones, la segunda señal es el mal que se incuba en lo invisible, la fragilidad de nuestra propia vasija de barro: las pestes.
El término, tomado del profundo manantial del griego, es loimos, una palabra que resuena con un eco fatal, pues quiere decir literalmente cualquier enfermedad infecciosa y mortífera. Es el mal en su manifestación microscópica, un adversario que no requiere de ejércitos ni de cañones para sembrar la muerte. Es la naturaleza misma del hombre, esa obra maestra que se deteriora, que se rebela y se consume en su propia biología imperfecta. La peste es la humildad forzosa que nos recuerda la temporalidad de la carne y la precariedad de la existencia terrenal.
Y al igual que con las guerras, las estadísticas de este mal invisible nos abruman. La sombra del VIH/SIDA, por ejemplo, ha pasado de ser un espectro lejano a una plaga global. Mientras que en 1990 se estimaba que aproximadamente ocho millones de personas vivían con este virus, para el año 2009 esa cifra se había disparado a casi treinta y tres millones, y para el 2011, rozaba ya los cuarenta millones de portadores. Esta progresión geométrica es el testimonio de una humanidad que lucha por contener el contagio, la prueba de la vulnerabilidad que nos iguala a todos, sin importar credo o fortuna.
Pero la tragedia se agrava al sumar los grandes asesinos silenciosos que operan en las zonas de la desesperación: el SIDA, la diarrea y la malaria, flagelos que combinados siegan la vida de quince millones de personas anualmente. Y aquí el dolor se vuelve insoportable, la voz del profeta se ahoga en el llanto por la inocencia perdida: cada tres segundos, muere un niño de una enfermedad que, en un mundo justo y redimido, sería curable. Esto se traduce en aproximadamente diez mil niños que son arrebatados de sus cunas diariamente por esta causa. La peste, por lo tanto, no es solo un indicador médico; es un profundo señalamiento teológico. Nos recuerda que la redención de Cristo no es un bálsamo que se aplica solo al espíritu, sino un llamado a la acción para aliviar la miseria física. La Iglesia no puede contemplar la agonía de estos pequeños sin sentir la urgencia de su misión evangelizadora y caritativa. Cada niño que muere es un toque de atención en las puertas de nuestro confort.
Si las guerras son el grito y las pestes el gemido, la tercera señal es el silencio absoluto que solo el estómago vacío puede proferir: el hambre.
La palabra griega que lo describe es limos, una voz que evoca la escasez de alimentos, la hambruna prolongada y generalizada, la carestía que despoja al ser humano de su dignidad y lo reduce a la lucha primordial por la supervivencia. Es el gran misterio de la injusticia, un enigma oscuro que se cierne sobre un planeta diseñado para la abundancia. Es la paradoja de la creación: un mundo que puede alimentar a todos, pero donde los mecanismos de la avaricia y la distribución fallida condenan a la inanición.
Las cifras de este tormento nos exigen un examen de conciencia profundo. Se estima que alrededor de doscientas mil personas mueren al día a causa directa del hambre o de causas íntimamente relacionadas con ella. El rostro más vulnerable de esta tragedia es, una vez más, el de la niñez, pues el setenta y cinco por ciento de los fallecidos son niños menores de cinco años. Si traducimos este horror a la unidad de tiempo, nos encontramos con que cada cuatro segundos, una persona, un alma con el potencial de reflejar la imagen de Dios, sucumbe al vacío de la desnutrición. En total, ochocientos millones de personas en el mundo sufren de hambre y desnutrición crónica.
El hambre no solo mata el cuerpo; mata la visión. Cada cuatro minutos, un ser humano queda ciego por la simple y trágica falta de vitamina A, lo que significa que alrededor de trescientas sesenta personas diariamente ven cómo la luz se apaga de sus ojos. Esto es más que una estadística: es una metáfora de nuestra propia ceguera espiritual, de nuestra incapacidad para ver el sufrimiento que existe más allá de nuestra mesa. Es el recordatorio de que la falta de pan físico es un reflejo de la falta del Pan de Vida, y nuestro Evangelismo debe ser tanto la ofrenda del alimento como la ofrenda de la Palabra.
A esta escasez de comida se suma la sequía de la vida: la carencia de agua. Actualmente, mil doscientos millones de personas no tienen acceso a este recurso fundamental. La agencia cristiana Tearfund, en su estudio de Londres, nos arrojó la profecía de la sed: dos de cada tres personas en el mundo sufrirán carencias de agua para el año 2025, a menos que se tomen medidas drásticas. La sed, el hambre, la ceguera—todas convergen en la misma acusación a una humanidad que no ha sabido administrar la herencia del Edén.
Y el horizonte se oscurece con la explosión demográfica. La tasa de crecimiento poblacional se mantiene en un tres por ciento anual, con doscientas mil personas sumándose a la población cada día, mientras que los alimentos se vuelven cada vez más caros, estrangulados por la fatiga y el desgaste del suelo cultivable. Este es un sistema que se auto-devora, un organismo que crece sin la capacidad de sostenerse, un símbolo palpable de la insostenibilidad de la vida sin la Ley de Cristo, sin el principio de la mayordomía justa. Es en este panorama de la escasez donde la promesa de la mesa eterna y del Agua Viva adquiere su significado más urgente para el Evangelismo.
Finalmente, la tierra misma, el tapiz bajo nuestros pies, comienza a temblar, dando la cuarta y más literal de las señales: los terremotos.
La palabra que emplea el texto sagrado es seísmos, que no solo abarca el terremoto que resquebraja la tierra, sino también la tempestad y la tormenta marina. Es el quebranto de las estructuras más firmes, la rebeldía de la materia contra su aparente quietud. Nos dice el Señor que esto ocurrirá en distintos lugares de la tierra, una distribución global del castigo físico que se corresponde con la distribución global del pecado espiritual. La tierra ya no es un refugio seguro; se ha convertido en un paciente febril, gimiendo bajo el peso de la iniquidad humana.
El fenómeno de los terremotos y tsunamis, que requeriría un anexo de estadísticas para ser comprendido plenamente, nos habla de una creciente intensidad, una frecuencia que desafía la estabilidad. A esto se suma la agitación de los cielos y los mares, como lo demuestra el dato de que el número de huracanes de tipo 4 y 5, aquellos de fuerza devastadora, se ha duplicado en los últimos treinta años. El clima se vuelve extremo, la tierra se agita, las aguas se desbordan, y todo clama en un coro caótico que el tiempo se acorta. Si la creación gime por su liberación, ¿cuánto más no debe gemir la Iglesia por la consumación de todas las cosas?
Hemos navegado por estos mares de dolor y estadísticas abrumadoras: el fuego de las guerras, la fiebre de las pestes, el vacío del hambre y la furia de los elementos. Estas no son noticias lejanas o acontecimientos aislados; son la orquestación del final.
Y en este punto, el Señor nos da la clave interpretativa que transforma el pánico en propósito. El versículo ocho es el estandarte que debemos levantar: la palabra griega es odin. No es solo dolor, sino, de manera literal y profunda, dolores de parto.
Esta es una de las metáforas más hermosas y poderosas de la profecía. Los dolores de parto tienen tres características innegables: son inevitables, son dolorosos, y lo más importante, son progresivos. El dolor no es aleatorio, sino organizado; no disminuye, sino que va en aumento. Los dolores se vuelven más frecuentes, más intensos y más cercanos a medida que se acerca el momento del alumbramiento.
El Señor nos enseña que cuanto más aumenten todas estas señales—las guerras, las pestes, el hambre, los terremotos—, más cerca estamos, no de la destrucción, sino de la Venida. Estos no son estertores de la muerte, sino gemidos de la vida que está por nacer. El dolor global que presenciamos no debe paralizarnos con el miedo al fin, sino galvanizarnos con la esperanza del comienzo. El parto es el momento del mayor dolor, pero también el momento de la mayor promesa.
Nuestra tarea, entonces, como Iglesia de Cristo y como portadores del Evangelio, es ser la partera espiritual en medio de la agonía. No debemos mirar al mundo con desesperación apocalíptica, sino con una determinación evangelística. Las señales no se nos han dado para que calculemos la fecha, sino para que aceleremos el paso. El incremento de la maldad y el sufrimiento en el mundo es la evidencia de que nuestra misión se encuentra en su fase más urgente.
El Evangelismo no es solo la proclamación de una doctrina; es la respuesta del Amor a la angustia del odin. Es llevar la Paz en medio de la guerra, la Curación en medio de la peste, el Pan de Vida en medio del hambre y la Roca Inconmovible en medio de los seísmos.
Que el conocimiento de estas señales, lejos de sembrar el temor, encienda en nuestros corazones la llama santa de la urgencia. El dolor aumenta, sí, pero también aumenta la inminencia de Su llegada. Vayamos, pues, a predicar el Reino, porque el tiempo de la espera se ha tornado en el tiempo de la Verdad, y la noche, aunque se profundiza, anuncia la aurora.
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