Tema: 1 Reyes. Titulo: El rey Asa y su triste historia Texto: 2 Crónicas 16: 1 - 14. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
Introducción:
A. Hemos estado hablando cosas extraordinarias de Asa y al llegar a este pasaje simplemente nos preguntamos ¿pero que paso? y es allí donde aprendemos que "La devoción a Dios en el pasado no es garantía de devoción en el presente, ni la devoción a Dios en el presente es garantía de devoción en el futuro". La devoción a Dios es un desafío diario".
B. En pocas palabras Asa enloqueció, como nosotros en momentos ¿Cómo saber si estoy enloqueciendo espiritualmente hablando? Hoy veremos cuatro evidencias de la locura espiritual.
(Dos minutos de lectura)
I. CONFIAR EN NUESTRAS PROPIAS FUERZAS (ver. 7).
A. Al verse encerrado por la guerra, Asa decide comprar (sobornar) al rey Ben-adad mandatario de Siria (ver. 1 - 4). Esto es lo que el profeta Hanani recrimina al rey de Judá de parte de Dios.
B. ¿Cómo saber que ya no confió en Dios sino en otras cosas? Miremos lo que hace Asa, el busca atajos, usa del pecado para salir adelante de una situación extrema.
II. OLVIDAR NUESTRO PASADO (ver. 8 - 9).
A. El profeta le recuerda a Asa una historia ya vista por nosotros en el 2 crónicas 14, en resumen cuando Asa confió ciegamente en Dios el lo respaldo y le dio victoria sobre un ejercito de un millón de etíopes. Esto es, le explica el profeta, porque cuando tenemos un corazón perfecto para con Dios (como alguna vez lo tuvo Asa), Él lo ve y nos respalda
B. Otra clara evidencia de locura espiritual es que olvidamos nuestra historia con Dios, olvidamos nuestras promesas, olvidamos nuestra devoción, olvidamos sus bendiciones, olvidamos sus advertencias y ya no nos importan.
III. REHUSAR LA INSTRUCCION (ver. 10)
A. el rey de otras épocas al oír estas palabras se hubiere humillado pero Asa había entrado en locura espiritual, dado esto hizo todo lo contrario se lleno de ira y mando a encarcelar a Hanani.
B. Cuando entramos en locura espiritual ya no nos importa la reprensión de la Palabra de Dios, nos aburre la exhortación y entramos en ira contra aquellos que quieren amonestarnos en el Señor.
IV. EVITAR BUSCAR A DIOS (ver 12).
A. Terminando su vida una enfermedad de los pies visito al rey Asa, era una grave enfermedad. Sin embargo, la dureza de su corazón había llegado a tal extremo que de nuevo en lugar de buscar de Dios, decidió poner su esperanza en los médicos.
B. La locura espiritual nos llevara a reincidir en nuestras conductas pecaminosas pero no solo ello sino que también nos llevara a rehusar la oración, la humillación ante Dios y el arrepentimiento.
Conclusiones:
La historia de Asa nos muestra que la devoción a Dios requiere un compromiso constante. No basta con haber tenido momentos de fe; la confianza en Dios debe ser diaria. Asa es un recordatorio de que desviar nuestra mirada de Dios puede llevarnos a la ruina espiritual. Es esencial reflexionar sobre nuestra relación con Dios, recordar su fidelidad y permanecer abiertos a su instrucción. La oración y la humildad son claves para mantener una conexión genuina con Él y evitar caer en la locura espiritual que puede llevarnos a la desesperación y aislamiento.
VERSIÓN LARGA
El rey Asa y su triste historia
2 Crónicas 16: 1 - 14
El hombre asciende la escalera de piedra de su propia historia cargando, al principio, una luz. El rey Asa, al inicio de su crónica, no era solo un monarca; era un relámpago, un punto de inflexión contra la marea negra de la idolatría que había asfixiado a Judá. Su corazón se encendió como una fragua en el frío de la apostasía. Él rompió, demolió, arrancó. La misma tierra que había gemido bajo el peso de los altares paganos de sus ancestros, respiró de nuevo bajo su mandato. Asa era la prueba viviente de que la fe, cuando es pura y radical, no es un susurro, sino un estruendo. Su reinado, en sus primeros treinta años, fue una sinfonía de dependencia: un corazón shalem, completo, no dividido, alineado con la voluntad que sostiene los mundos.
Hemos hablado de su ascenso, del milagro en el valle de Zefata. Un ejército de un millón de etíopes y libios, una marea humana que oscurecía el horizonte, se levantó contra él. Asa, con sus escasas tropas, no calculó, no buscó alianzas humanas, no midió la aritmética del desastre. Él simplemente clamó, con la pureza de quien sabe que su fuerza es una broma frente a la necesidad: “¡Oh Jehová, para ti no hay diferencia alguna en dar ayuda al poderoso o al que no tiene fuerzas! Ayúdanos, oh Jehová Dios nuestro, porque en ti nos apoyamos.” Y el cielo se inclinó. La victoria fue un borrador cósmico, un milagro tan total que redefinió el concepto de soberanía. El oro de aquel día no fue un trofeo; fue una evidencia.
Pero aquí es donde el sol se pone, no con un colapso dramático, sino con un deslizamiento sutil y casi imperceptible de la conciencia. Al llegar a la latitud de 2 Crónicas, capítulo dieciséis, algo se ha roto. Hemos visto la gloria, y ahora contemplamos la ruina. ¿Qué fuerza invisible desmantela la fe de un hombre que ha visto el rostro de Dios en la batalla? Es la pregunta que resuena en los pasillos silenciosos de la historia. El profeta Hanani, con su voz de trueno, nos da la respuesta, una sentencia que debería grabarse en la puerta de cada corazón creyente: "La devoción a Dios en el pasado no es garantía de devoción en el presente, ni la devoción a Dios en el presente es garantía de devoción en el futuro". La devoción es un desafío diario.
Esta revelación es la más grande carga psicológica de la fe. La gracia no se acumula como un tesoro enterrado; debe ser extraída cada mañana. La fe, si no se alimenta con la dependencia actual, se convierte en un fantasma, una memoria orgullosa que susurra: "Yo fui." Es en este intersticio, entre el yo fui y el soy, donde Asa se extravía. Su historia se transforma en el escalofriante registro de la locura espiritual.
La locura espiritual es, en esencia, la pérdida de la perspectiva. Es el momento en que el hombre, después de haber flotado sobre las aguas del milagro, decide que la tierra firme es más segura, incluso si la tierra firme está construida sobre arena moral. La primera y más evidente señal de este trastorno interior es la confianza en nuestras propias fuerzas, la renuncia a lo trascendente por la eficiencia mundana.
La amenaza ahora no viene de un millón de etíopes, sino de Baasa, rey de Israel, que comienza a fortificar Ramá. Ramá, un nudo vial, un embudo comercial. No es una amenaza existencial, sino una incomodidad económica y militar. Y Asa, el hombre que movió montañas con una oración, mira el mapa y ya no ve a Dios. Ve geopolítica, ve la balanza de poder, ve números. Ve una solución que está a su alcance, sin necesidad de arrodillarse.
La decisión fue rápida, fría, y terriblemente lógica para un rey que se había vuelto pragmático. Buscó un atajo. El atajo, en este caso, se llamó Ben-adad, rey de Siria. La plata y el oro, extraídos del Templo —el mismo Templo que él había purificado y honrado—, se convirtieron en la moneda de la traición. Asa envió el soborno, una oferta para que Siria rompiera su pacto con Israel y atacara por el norte. Militarmente, el plan fue impecable. Baasa se retiró, Ramá fue desmantelada. El problema se resolvió, sin oración, sin profetas, sin depender de un Dios que, a juicio del Asa envejecido y endurecido, parecía demasiado lento o demasiado complicado.
Aquí está la carga psicológica de la caída: el hombre busca el atajo, el camino menos resistente, porque la fe verdadera es resistencia pura. La fe es esperar el milagro cuando la balanza se inclina. La razón humana, agotada por años de liderazgo, susurra una mentira venenosa: "Ya has hecho suficiente. Usa tus recursos, usa tu inteligencia, usa el pecado si es necesario, pero resuelve tú el problema. El cielo puede esperar."
¿Cómo saber que ya no confiamos en Dios? Miramos a Asa. Buscamos atajos. Cuando en la crisis financiera, el creyente opta por el fraude antes que por la espera humilde; cuando en la carrera profesional, la integridad es sacrificada por la adulación o la intriga; cuando en la vida moral, la "mentira piadosa" sustituye el costo de la verdad. Estos son los Ben-adades que compramos con el oro de nuestro pacto. El pecado de Asa no fue la estrategia, sino la fuente de su confianza. Él utilizó lo sagrado (el tesoro del Templo) para comprar lo profano (una alianza pagana). Convirtió su dependencia en una transacción, y en ese momento, el Asa reformador murió, y Asa, el estratega mundano, ocupó el trono, sentado sobre una montaña de orgullo sordo.
El profeta Hanani apareció en medio de la celebración de la victoria. La escena debe haber sido brutal: el rey, orgulloso de su ingenio, recibiendo el aplauso silencioso de sus consejeros, y de repente, una voz que no aplaude, sino que juzga. Es la voz que rompe el espejo de la autosuficiencia.
Hanani no argumenta con lógica; apela a la memoria. Le recuerda a Asa la geografía de su pasado: "¿Los etíopes y los libios no eran un ejército numeroso, con muchísimos carros y gente de a caballo? Con todo, porque te apoyaste en Jehová, él los entregó en tus manos."
Esta es la segunda y más profunda evidencia de la locura espiritual: olvidar nuestro pasado. El olvido de Asa no fue una laguna mental; fue un acto deliberado del corazón. Olvidar que un millón de hombres no fue un obstáculo para el Todopoderoso, solo para caer en pánico ante un puñado de fortificaciones en Ramá. La diferencia no estaba en el tamaño del enemigo, sino en la calidad del corazón del rey.
El pasado es la evidencia irrefutable de la fidelidad de Dios. Cuando la locura espiritual se instala, el pasado se convierte en un álbum de fotos borrosas. Olvidamos las promesas hechas bajo juramento, olvidamos la devoción que nos caracterizó cuando la necesidad era grande, y más fatalmente, olvidamos las bendiciones inmerecidas que nos sacaron de la desesperación. Para Asa, la victoria sobre los etíopes se convirtió en una leyenda lejana, no en el principio operativo de su vida.
El corazón de Asa ya no era shalem. Estaba dividido, lleno de grietas por donde se filtraba el miedo y la autosuficiencia. Y la sentencia del profeta, entonces, resuena con una intensidad casi poética: "Porque los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él." El "corazón perfecto" no es el corazón sin mancha, sino el corazón que se inclina, que se rinde, que no está dividido. Asa, en su victoria mundana, acababa de declarar que el corazón ya no le pertenecía por entero a su Dios.
El olvido es la anestesia del alma. Nos permite seguir adelante con elecciones pecaminosas sin sentir el dolor de la traición. La amnesia espiritual es la negación de nuestra propia historia sagrada. Y el hombre que olvida los milagros que lo sostuvieron, está condenado a creer que la crisis actual es la primera y que debe enfrentarla solo, con las frágiles herramientas de su ingenio.
La respuesta de Asa a la verdad es la prueba definitiva de su locura, la tercera señal: rehusar la instrucción. El Asa joven, el reformador, se habría humillado. El Asa viejo y endurecido se levantó, no en arrepentimiento, sino en furia. "Asa se enojó contra el vidente, y lo echó en la cárcel, porque se encolerizó grandemente a causa de este asunto."
La ira es la máscara del orgullo herido. Cuando la verdad desafía la corrección de nuestro camino, el hombre espiritualmente loco reacciona como un tirano. El profeta Hanani era la última voz de la cordura en el reino de Asa, la última posibilidad de que el rey revirtiera su trayectoria. Al encarcelarlo, Asa no estaba encarcelando a un hombre; estaba encarcelando la verdad, encerrando la conciencia, buscando una celda oscura para la voz de Dios.
Es un acto profundamente psicológico. Si la verdad es encarcelada, entonces mi error deja de existir. Si el profeta es silenciado, mi decisión se vuelve incuestionable. La locura espiritual nos obliga a transformar al consejero en enemigo. Amamos a quienes nos afirman, y odiamos a quienes nos confrontan. La exhortación de la Palabra, que debería ser bálsamo, se convierte en un veneno que provoca ira. La corrección, el acto supremo del amor de un hermano, es recibida como una conspiración.
Pero el mal no se detiene en el profeta. El versículo añade que Asa "oprimió a algunos del pueblo en aquel tiempo". La ira contra Dios y Su mensajero se derrama sobre los hombres justos. El líder que ha perdido la perspectiva divina inevitablemente se convierte en un opresor humano. La tiranía sobre el alma se convierte en tiranía sobre el pueblo. El espíritu de Asa nos revela que la rebelión contra el cielo siempre resulta en el abuso de la tierra. La prisión del profeta no era solo una celda de piedra; era la geografía interior del corazón del rey, que se había convertido en un lugar oscuro y solitario, incapaz de tolerar la luz.
La historia avanza, y el tiempo, que no se detiene por la locura de los reyes, presenta a Asa la prueba final, la última invitación a la humildad, la cuarta y más patética señal de su declive: evitar buscar a Dios en la aflicción.
En el año treinta y nueve de su reinado, la enfermedad se instaló en sus pies. Una dolencia grave, insidiosa, progresiva. Los pies, quizás simbólicamente, los que deberían haberlo llevado a la casa de Dios, se convirtieron en la fuente de su tortura. El dolor era la última voz profética que Dios le enviaba: una invitación a detenerse, a sentir la fragilidad, a recordar que el poder humano tiene límites y que toda sanación, toda fuente de vida, fluye del mismo lugar.
El lecho de enfermo es un altar. Es el lugar donde el hombre despojado de sus títulos, su fuerza y su orgullo, debe enfrentarse a su Creador. Era la oportunidad perfecta para que Asa, en su dolor, recordara la oración en el valle de Zefata, para que se humillara y dijera: "Señor, he pecado, he confiado en el oro y en los príncipes, y ahora mi cuerpo me traiciona. Sálvame."
Pero el texto es un epitafio lacónico y devastador: "En su enfermedad no buscó a Jehová, sino a los médicos."
Aquí, de nuevo, la teología del corazón es vital. Buscar a los médicos no es el pecado. La medicina es una dádiva de la providencia divina. El pecado de Asa fue la exclusividad de su búsqueda. Él sustituyó al Médico Divino por la ciencia humana, tal como había sustituido al Aliado Celestial por el rey sirio. La dureza de su corazón lo llevó a reincidir en su conducta pecaminosa de autosuficiencia. Él se negó a buscar a Dios no porque no creyera en la sanación, sino porque buscar a Dios implicaba humillarse, implicaba arrepentirse, implicaba sacar al profeta de la cárcel.
La locura espiritual, en su etapa terminal, es la negación del arrepentimiento. El rey Asa estaba tan apegado a la corrección de sus decisiones pasadas, a su orgullo tiranizado, que prefirió soportar el dolor y la muerte antes que admitir su error. El hombre que había liberado a su pueblo de los ídolos, murió postrado ante el ídolo final y más peligroso: su propio ego.
Esta renuencia es la tragedia final. Es rehusar la oración, el acto más fundamental de la dependencia. Es rehusar la humillación, el único camino de regreso a la Gracia. Asa murió solo, aislado de su profeta, de su pueblo y, finalmente, de la Fuente misma de la vida. La vida de Asa se convierte en un oscuro poema sobre el precio de la amnesia espiritual. La fe no es un título que se ostenta, sino un barco que se navega, y si el timón se entrega al orgullo, la nave se dirige inevitablemente hacia el arrecife.
La historia de Asa es un eco constante en las cámaras de la fe. Nos invita a una introspección radical. ¿Dónde, en mi propia vida, he negociado la fe por el pragmatismo? ¿Dónde he encarcelado a la voz de la verdad que me confronta? ¿Dónde, ante la enfermedad o el dolor, he puesto mi confianza en la exclusividad de lo humano, negando la soberanía de lo Divino?
La devoción, nos recuerda esta crónica milenaria, es un desafío incesante. Es un corazón que permanece shalem, completo, dispuesto a la corrección y anclado en la memoria de lo que Dios ha hecho. La humildad y la oración son las disciplinas que nos salvan de la locura espiritual, manteniéndonos conectados a la Fuente. El relato de Asa no es una sentencia, sino una advertencia urgente, una antorcha encendida en la noche para que el viajero de la fe no tropiece en la misma piedra. Que su caída nos sirva no para el juicio fácil, sino para la vigilancia profunda, para que nuestra historia, a diferencia de la suya, culmine en un acto de rendición y reconciliación, y no en la terrible soledad del orgullo encarcelado.
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