Tema: 2 Samuel. Titulo: David y Betsabé - parte dos. Texto: 2 Samuel 11: 6 - 27.
I. LO CONDUJO POR UN CAMINO ENGAÑOSO (ver. 5 - 13).
II. LO CONDUJO POR UN CAMINO MAS PROFUNDO (ver. 14 - 25)
III. LO CONDUJO POR UN CAMINO DEVASTADOR (ver. 26- 27)
Y fue desde la terraza de su palacio, ese pedestal de la soberbia y la seguridad, esa atalaya de donde se creía por encima del destino de los demás, donde su mirada se precipitó hacia el abismo. El descenso no fue un salto repentino, sino el deslizamiento gradual y seductor de la pupila que se detiene donde no debe. La contemplación de Betsabé bañándose fue más que un mero accidente visual; fue el momento en que David, el rey, abdicó de su soberanía espiritual para convertirse en esclavo de un instante de deseo. Ese es el gran terror de la tentación: que no ataca en la debilidad evidente, sino en la cumbre de la comodidad y el éxito, cuando el espíritu cree haber ganado su última batalla.
La historia de David y Betsabé no es solo el relato de una transgresión carnal consumada en la oscuridad y el secreto; es una disección minuciosa y dolorosa del alma humana bajo el asedio de la lujuria. Es un testimonio de cómo el deseo desordenado, esa energía creativa puesta al servicio de la autodestrucción, tiene el poder alquímico de transformar a un hombre de fe, a un poeta cuyo arpa consolaba al alma de Saúl y a un guerrero que había derribado gigantes, en un arquitecto de la mentira, la desesperación y, finalmente, el asesinato. Este pasaje, tallado con hierro candente en la memoria de las Escrituras, se erige como una advertencia perpetua a la Iglesia, revelando la geografía de la caída y mostrando, con una claridad espantosa, las consecuencias inexorables del pecado en la vida de aquel que fue llamado, por el mismo Dios, "amado" y "varón conforme a mi corazón". La lección es que ni la gracia pasada ni el favor divino otorgan inmunidad al orgullo y a la fatiga del espíritu.
El primer acto de esta tragedia, una vez que el deseo se ha consumado y la noticia del embarazo llega a la corte, es el desesperado y laberíntico intento de encubrimiento. Consumado el adulterio, y ante el inminente anuncio de la vida que brotaba de la transgresión, el rey David, aquel que había danzado ante el arca en éxtasis y había compuesto salmos de transparente arrepentimiento, se vio forzado a despojarse de la capa de rey para vestirse con el manto de estratega de la falsedad. La culpa, esa sombra pegadiza que el deseo nunca promete y que, sin embargo, siempre cobra su precio, comenzó a dictar su política con una tiranía implacable. Su objetivo era simple y sórdido, carente de toda majestad: forzar a Urías, el hitita, esposo de Betsabé y uno de sus valientes, a consumar la relación marital, para que la paternidad del hijo recayera sobre él y así preservar la fachada de la integridad real. David utilizó todas las tácticas cortesanas y militares a su disposición: lo mandó llamar del frente de batalla, de la tensión de la guerra, le ofreció la comodidad del descanso, el placer de la comida y la compañía de su esposa, pintando una escena de falsa generosidad.
Sin embargo, el destino, o más bien la providencia irónica que siempre interpone un espejo moral ante el rey caído, permitió que Urías demostrara poseer, en aquel momento oscuro de Israel, una integridad que brillaba con una pureza casi dolorosa, contrastando la pálida hipocresía del monarca. Mientras David gozaba de su palacio y sus placeres prohibidos, creyendo haber manipulado los hilos del destino, Urías no pudo permitirse el consuelo del hogar. Su lealtad no era una mera obediencia militar; era un código de honor anclado en la conciencia de la comunidad y del pacto. Su respuesta, concisa y lapidaria, se convirtió en una acusación muda que resonó en los salones del rey: "El arca, e Israel y Judá, están bajo tiendas; y mi señor Joab, y los siervos de mi señor, en el campo. ¿Y había yo de entrar en mi casa para comer y beber, y dormir con mi mujer?" La lealtad de Urías era vertical y comunitaria, enfocada en la misión, en sus compañeros, y en el honor del Pacto; era una integridad que no podía concebir el placer individual mientras el cuerpo de Israel sufría. Urías durmió a la puerta de la casa real, haciendo de su propia abstinencia una protesta silenciosa contra la displicencia de su rey.
El engaño, ese primer plan maquiavélico, había fallado estrepitosamente. La primera noche, David se vio frustrado; y en lugar de humillarse, de reconocer la advertencia providencial en la nobleza de su siervo, el rey cayó aún más bajo. Intentó la seducción del vicio, emborrachando a Urías la noche siguiente, buscando que el alcohol doblegara la voluntad que la razón y el honor no habían podido quebrar. Pero la integridad de Urías era más fuerte que el vino y más pura que el corazón contaminado de su rey.
Aquí yace una verdad teológica amarga que la Iglesia debe grabar en piedra: el camino del pecado es, por naturaleza, el camino del encubrimiento y la escalada. Las personas bajo el control de una transgresión, sea la lujuria, la codicia o la envidia, erigirán muros de falsedad, intentando desesperadamente mantener su falta cubierta y oculta de la luz del juicio. El hombre carnal, por instinto, busca esconderse entre los árboles del Edén, manipulando la verdad y a los inocentes para preservar una comodidad ilusoria. Pero el camino de Dios, el único sendero que conduce de vuelta a la paz del alma, es el de la apertura y la honestidad radical, la que no teme la confesión porque sabe que la sombra se disipa al primer rayo de la verdad. "El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia." David, en lugar de ser un hombre de fe y confesar, eligió el camino del subterfugio, un camino que, inevitablemente, lo arrastraría a profundidades aún más insoportables, donde el segundo acto de la tragedia se revelaría en su horror total.
Cuando la táctica del engaño, por su propia impureza y la nobleza de su víctima, colapsó, David se enfrentó a una encrucijada terrible: la confesión pública y la asunción de las consecuencias, o el paso a un pecado que, por su magnitud, cancelara y sepultara al anterior. Y David, ahora completamente cegado por la desesperación de quien teme perder su reputación más que su alma, eligió el camino más profundo y oscuro: se decidió por un plan para eliminar a Urías por completo, para silenciar el único testigo inocente, el único espejo moral que se interponía entre su deseo y la paz.
El rey, ya no pastor sino verdugo, se convierte en el artífice de una crueldad que hiela la sangre, una muestra de cómo el pecado, si no se le resiste, aniquila la compasión. Ideó un plan para asesinar a Urías en el campo de batalla, utilizando al general Joab para ejecutar la sentencia con una precisión cínica. Y aquí reside el detalle más espantoso, la pincelada de maldad más fría y devastadora, que convierte a David en un monstruo literario: puso la orden de muerte de Urías en las propias manos de Urías. El hombre leal llevó, sin saberlo, el sello de su propia destrucción, caminando con la serenidad del siervo hacia la trampa mortal, mientras el rey tejía la red de la traición desde la seguridad de su palacio. Joab, el pragmático de la guerra, cumplió las órdenes con la precisión despiadada de un ejecutor que no cuestiona la moral de su líder, y Urías cayó en el punto más álgido del combate. El pecado había llevado a David desde un error pasional a la fría premeditación, desde la lujuria al homicidio. Era un hombre ya no solo alejado del Señor, sino aprisionado por la cadena de sus decisiones, un esclavo que necesitaba más y más maldad para sostener el primer error.
Y esta es la terrible dialéctica de la transgresión que se nos revela: el pecado nunca está satisfecho. Es una criatura insaciable con un apetito voraz. Lo que comienza como un capricho sutil y una tentación en la terraza pronto exige la complicidad del alma, y luego, el sacrificio de la inocencia y de la vida de otro. El pecado no se conformará jamás con menos que la destrucción total de quien lo abriga y de quienes le rodean. El primer desliz en el camino moral no es un punto de llegada, sino el inicio de una pendiente resbaladiza donde cada nueva decisión se toma en un terreno más profundo y con menor luz. La conciencia, al permitir una falta, se relaja y se acostumbra a la oscuridad, haciendo que el próximo paso, por más grave que sea, se sienta menos terrible y más necesario para la supervivencia. La Biblia advierte que "el camino del transgresor es difícil", y lo dice con la exactitud de una ley física: la complejidad de la mentira, el peso del secreto y la necesidad de nuevas faltas para cubrir las viejas, convierten la vida del pecador en una prisión autoimpuesta. David había encontrado la lujuria fácil y dulce, pero su precio era la sangre de un hombre justo y el horror insoportable de una conciencia lacerada. El camino difícil no es el de la rectitud; es el del encubrimiento, que siempre obliga al alma a tomar senderos más escarpados y oscuros.
Con la muerte de Urías, el rey David creyó haber borrado la evidencia de su crimen. Después de que Betsabé cumplió el rito de luto por su esposo, David la tomó como su esposa. Parecía, en la superficie, que el plan había funcionado. La justicia terrenal había sido burlada, y el rey había impuesto su voluntad sobre la vida y la muerte. Pero en ese silencio posterior al funeral, en la prisa por legalizar la unión, se revela el devastador efecto final del pecado: la pérdida de la sensibilidad moral. David no mostró remordimiento público ni privado; su corazón parecía haberse endurecido hasta convertirse en piedra, perdiendo la tierna y vibrante conexión con el Señor que había marcado sus días de juventud y su huida de Saúl. El pecado había devastado su vida interior, transformando la capacidad de adoración en una fría capacidad de cálculo y la piedad en mera formalidad.
Hay un contraste final, de una belleza trágica y una profundidad bíblica inmensa, que encapsula el daño que la lujuria había infligido a la brújula moral del rey. El texto, con una precisión casi poética, señala que David "envió y la trajo a su casa". El eco de las Escrituras resuena con fuerza ineludible. Esta era la segunda vez que David "traía" a alguien a su casa en un gesto de gran significado público. La primera vez fue cuando, por la fidelidad de su pacto con Jonatán, rescató a Mefiboset, el cojo y último descendiente de Saúl, de Lo-Debar, la tierra de la "no-cosa" o del olvido. En aquel acto, David trajo a Mefiboset para mostrar amor incondicional, para cumplir un juramento y para ejercer la misericordia restauradora, colocando a un marginado a su mesa. El acto redentor de traer al humillado a su casa era un reflejo tangible del corazón de Dios. Pero en esta segunda ocasión, al traer a Betsabé, el acto no era de gracia, sino para satisfacer la lujuria y consolidar la culpa en un manto de legalidad superficial. El mismo verbo, la misma acción de "traer a casa", pero con motivaciones opuestas y diametralmente distantes: la primera, una celebración de la gracia; la segunda, una mascarada de la impiedad y la tiranía.
Esto es, en esencia, lo que el pecado logra en el alma del creyente: adormece la conciencia hasta cauterizarla, la quema con el fuego de la justificación propia, haciendo que la transgresión sea cada vez más fácil y tolerable, hasta que toda la vida espiritual es devastada. El pecado atenúa la sensibilidad hacia el Señor y Su voz, aísla al alma en una cámara sellada de autojustificación, donde las excusas son el único aire respirable. Arruinará y destruirá la vida del creyente si se le permite tomar posesión de ella. El corazón, que antes latía al ritmo de los Salmos y la devoción sincera, ahora late al ritmo del miedo, el secreto y la mentira.
Al final de este sombrío recuento, antes de que la voz de Natán irrumpa, la voz profética se alza para desenmascarar al verdadero enemigo, al seductor que actúa como mercader de la ilusión. Satanás nunca muestra sus cartas por completo. El engañador opera con el encanto de la promesa inmediata y la total omisión de las consecuencias a largo plazo. Nunca le cuenta al adicto la historia completa del gusano escondido en la manzana, la carcoma que se come la médula del espíritu. Jamás le revela al que busca el placer ilícito que su actividad sexual puede provocar la enfermedad, el embarazo no deseado, la ruina familiar, la vergüenza o la muerte. Nunca le dice al avaro que su codicia lo controlará por siempre, aislando su alma de toda relación verdadera y de toda paz interior. Él nunca proclama la verdad sobre el pecado; solo presenta el anzuelo adornado con la promesa de una satisfacción fugaz.
Pero Dios sí lo hace. La justicia y el amor incomprensible de Dios exigen la verdad completa, no un simulacro para dormir la conciencia. Por eso, la Escritura se alza como el Estandarte final, no de la victoria militar, sino de la verdad moral, gritando la honestidad que el tentador omite. Escuchemos el veredicto resonante que no se puede silenciar: "Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro." Y de nuevo, la equidad del juicio: "El alma que pecare, esa morirá." Y, finalmente, la promesa inmutable de la siembra y la cosecha: "No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará." La tragedia de David no es una historia de condenación sin remedio, sino un espejo de advertencia para la humanidad entera: el camino de regreso es costoso, doloroso, y pasa siempre por el altar de la confesión y la humillación. Pero la dádiva de Dios nos llama constantemente a salir de la sombra del palacio y de la autojustificación para volver a la luz de Su presencia, donde el engaño se disipa y la devastación halla su sanación. En David, vemos la espiral de la caída; en Cristo, la escalera de la restauración.
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