Tema: Proverbios. Título: Proverbios 5: La Clave para Blindar tu Matrimonio del Adulterio y Desatar una Sexualidad de Gozo y Satisfacción Texto: Proverbios 5: 15 – 19. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz
I. LOS CÓNYUGES SON MANANTIALES (ver 15 – 16)
II. LOS CÓNYUGES SON UNA BENDICIÓN (ver 18).
III LOS CÓNYUGES SON UN RECREO (ver 17, 19).
Se habla mucho del infierno, de los dientes que rechinan y del gusano que no muere. Pero poco se escudriña la trampa, el cepo que, sigiloso como rata de cloaca, roe los cimientos del alma y pudre el alma de la familia. El adulterio, esa lepra. Y no me vengan con monsergas, que el diablo es astuto y se disfraza de seda, de susurro, de mirada furtiva en un café de mala muerte o en el pulcro escritorio de una oficina. ¿Cómo, pues, se esquiva la flecha envenenada? ¿Cómo se blinda uno de esa podredumbre que se arrastra con olor a pecado viejo? Proverbios 5, versículos del 15 al 19. Ahí está la clave, desnuda, sin paños calientes. Tres verdades como puños para no caer en el agujero.
El hombre, la mujer. Carne y hueso, con la sangre hirviendo a veces, con el deseo a flor de piel. Y la Biblia, que no se anda con tapujos, los llama manantiales. Así, a secas. La mujer, dice el versículo 15, es un manantial propio, un pozo. Y el hombre, en el 16, no se queda atrás, también es un manantial. ¿Qué significa esto, aparte de la obviedad? Significa que la sexualidad, esa fuerza bruta y delicada a la vez, es un río que corre en cada ser humano. Es parte del entramado, de la misma condición de haber nacido. Y es, lo sabemos bien los que hemos andado por estos valles de lágrimas, fuente inagotable de tentación. Negarlo es de necios. Creerse uno inmune, un serafín alado que levita por encima de los deseos de la carne, es la mayor de las estupideces. Es como creer que la lluvia no moja o que el fuego no quema. Si uno no reconoce que lleva ese manantial dentro, con su sed y su caudal, ¿cómo va a manejarlo? ¿Cómo va a canalizarlo para que dé fruto y no arrase con todo a su paso?
La carne es débil, sí, pero no es el enemigo si se le pone en su sitio. Y su sitio, el de ese manantial, ese chorro de vida y placer, es el jardín propio. Ni más ni menos. El error no es sentir la sed, sino buscar beber en cisternas ajenas, rotas, que solo ofrecen fango. El primer paso para no caer es reconocer esa verdad incómoda: somos seres sexuados, desde la raíz del alma hasta la punta del dedo gordo. Y esa verdad, lejos de ser una condena, es el primer eslabón de la cadena que nos libra.
Luego, la bendición. Esa palabra que se pronuncia con la boca llena de aire, pero que a veces se vacía de sentido. El versículo 18 lo suelta sin ambages: "Sea bendito tu manantial, y alégrate con la mujer de tu juventud." La esposa, esa compañera de camino, no es solo una carga, un deber, o una costumbre aburrida. Es, debe ser, una bendición. ¿Por qué? Pues por muchas razones, que van desde el café de la mañana hasta el silencio compartido en la vejez. Pero una de las más crudas, de las más urgentes en esta batalla contra el adulterio, es esta: ella puede y debe saciar la sed. Su cuerpo, su alma, su entrega, es el escudo, la fortaleza, la provisión que guarda del pecado sexual.
Ella viene a santificarlo, no en un sentido místico de altar y vela, sino en la prosaica y vital realidad de proveer una salida legítima, un cauce limpio para ese torrente de tentaciones que acechan en cada esquina. Cuando el deseo llama a la puerta, el cónyuge fiel, el compañero de lecho y de alma, es el que responde. Es la salida, la provisión de Dios mismo para que uno no se descarrile, no se manche, no se pudra en la oscuridad del pecado. Y lo que se dice del esposo a la esposa, se dice de la esposa al esposo. Un contrato no escrito, pero grabado a fuego en el orden de las cosas. La mutua entrega es el muro, la bendición que se recibe y se da, día tras día, noche tras noche. Es una defensa activa, un compromiso de saciar y ser saciado, de proteger y ser protegido. Y eso, amigos míos, no es una minucia. Es la base misma de la fidelidad.
Y finalmente, el recreo. No la pesada obligación, no el rito aburrido, sino el placer, la alegría, la locura santa que solo se encuentra en el jardín propio. El versículo 17 nos advierte: no se desperdicia el manantial con extrañas. El agua fresca, la vitalidad, el gozo que el cuerpo puede dar y recibir, es para uno solo, para la compañera legal, la que está allí por el pacto, por la sangre derramada en el altar. Guardarse, no solo de la fornicación con otras, sino de la mirada lasciva, del coqueteo tonto, del pensamiento que ya es adulterio en el corazón. Y la misma advertencia, aunque no venga explícita en cada sílaba, es para la esposa. El cerco es para ambos, la guarda es mutua.
Pero el texto no se queda en la prohibición, en el "no harás". Va más allá, se sumerge en la profundidad del placer bendito. Usa tres palabras para pintar ese gozo que deben procurarse los esposos:
Primero, alegría (versículo 18). El verbo hebreo, samaj, no habla de una simple sonrisa, sino de un "júbilo espontáneo y momentáneo", de un sentimiento tan potente que exige exteriorizarse, que no cabe en el pecho y se desborda en risas, en suspiros, en la danza de los cuerpos. Un gozo que es provocado por un estímulo, sí, pero que es pura efervescencia. No una obligación, sino una celebración.
Segundo, satisfacción (versículo 19). La palabra hebrea, en su raíz, significa "saciar la sed". Imaginen un desierto, la garganta reseca, y de repente, un oasis. "Sus senos te sacien en todo tiempo", dice la traducción, y es una imagen que habla de plenitud, de un hambre y una sed que encuentran su cumplimiento total. No el sorbo fugaz de un vaso ajeno, sino el trago largo y profundo del propio pozo, hasta que no quede un gramo de sed en el alma. Es la promesa de que la búsqueda termina allí, en el abrazo fiel.
Y tercero, recrear (versículo 19). La palabra hebrea, con sus múltiples resonancias, sugiere "estar extasiado, arrebatado". No solo el placer físico, sino el éxtasis del alma, el espíritu que se eleva, que se arrebata del mundanal ruido. Que el amor que se tienen, el vínculo que los une, los mantenga "elevados", diríamos nosotros, en un estado de gracia y asombro mutuo. Que la cama nupcial sea un altar de deleite, no un campo de batalla o una rutina mecánica.
Ahí está, la receta, no de un químico de laboratorio, sino del más sabio de los reyes. Una relación donde el adulterio se muere de inanición, donde no encuentra grieta por la que colarse, se cultiva día tras día con estos tres ingredientes, mezclados con la paciencia de un cocinero viejo y la pasión de un amante primerizo: alegría, satisfacción sexual y un enamoramiento constante, un asombro renovado por el misterio del otro, del que es uno solo contigo. No es magia, es trabajo. No es utopía, es obediencia a la sabiduría divina.
La senda, pues, está clara. Para que el gusano del adulterio no pudra el árbol del matrimonio, hay que empezar por reconocer la fuerza de los manantiales internos, la verdad ineludible de la sexualidad humana, sin puritanismos absurdos ni libertinajes estériles. Luego, hay que alzar la vista y ver al cónyuge no como un mueble viejo o una costumbre, sino como la bendición de Dios, la provisión divina para saciar la sed del alma y del cuerpo, el escudo inexpugnable contra la tentación que acecha en las sombras. Y, por último, hay que vivir el matrimonio no como un campo de faena o una prisión, sino como un recreo sagrado, un espacio de alegría desbordante, de satisfacción profunda y de un éxtasis mutuo que eleve el espíritu y cemente el amor.
¿Estás cultivando tu propio jardín, o dejando que la hierba mala crezca, esperando que el viento traiga las semillas de la desgracia ajena? El camino no es fácil, pero la recompensa, esa paz que viene de la fidelidad y la plenitud del amor legítimo, bien vale el esfuerzo. ¿O no?
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