Tema: Jueces. Título: Características de un mal político - Abimelec. Texto: Jueces 9. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. ES MANIPULADOR (Ver 2)
II. USA MAL EL DINERO (Ver 3 – 4).
III. NO RESPETA LA VIDA (Ver 5).
IV. ES UN PELIGRO PARA SU GENTE (Ver 8 – 21)
Se arrastró hasta la casa de su madre, en Siquem, una cuna de lealtad y traición a partes iguales, y allí, entre los susurros de sus parientes, comenzó a sembrar la discordia. Sus palabras no fueron órdenes, sino ruegos envueltos en la miel de la lisonja: “Os ruego”, les dijo, con una voz que pretendía ser humilde pero que ocultaba la dureza del hierro. En esa súplica, en esa falsa humildad, se escondía la primera gran mentira. Luego, con una astucia digna del más vil de los réprobos, enfrentó a unos contra otros, a sabiendas de que la división era el camino más corto hacia la cumbre. No habló de la familia, de los lazos de sangre que debían unirlos, sino de una abstracción degradante: “todos los hijos de Jerobaal”. Y en esa frase, que ni siquiera honraba a su propio padre al llamarlo “mi padre Jerobaal”, Abimelec despojó a sus sesenta y nueve hermanos de su individualidad, los redujo a una masa anónima, a un obstáculo en su camino. Su habilidad para usar su origen, el hecho de que su madre fuera de Siquem, no era una simple coincidencia, sino una arma finamente afilada. En esa genealogía vio la grieta en la muralla, la debilidad en la que podía clavar su estandarte y enfrentar a los suyos contra los ajenos, a la familia de su madre contra la de su padre. En el espejo de su discurso, un político deshonesto y corrupto se revelaba con cada sílaba. El gran poeta del Nuevo Testamento, en su sabiduría, diría más tarde que del corazón, que de la verdadera naturaleza de un hombre, habla la boca. Y la boca de Abimelec, llena de artimañas y malas intenciones, solo podía vomitar el veneno de la deshonestidad.
La traición, sin embargo, no se limita a las palabras; a menudo, se compra con monedas. Los parientes, seducidos por la promesa de poder y la sangre compartida, se unieron a él. Se llenó la ciudad de Siquem con el clamor de la aprobación, una sinfonía de voces vacías que proclamaban: “Es nuestro hermano”. Y el pueblo, en su ceguera, financió el ascenso del tirano. Juntaron un tesoro, monedas de plata, que Abimelec no usó para construir, para sanar o para proteger a su gente. No. Las usó para comprar el mal, para contratar a una banda de maleantes, hombres sin ley ni corazón, con la única misión de apagar la luz de sus hermanos. Estas monedas, que debieron ser un motor de progreso y de bien, se convirtieron en la sangre de un pacto con la muerte. En su historia, vemos una sombra que se repite a lo largo del tiempo: la de aquellos que han robado y roban el dinero del pueblo no para el servicio, sino para el beneficio personal. Su antecedente fue el robo y su futuro sería la sangre derramada.
Porque Abimelec no solo carecía de honestidad; no sentía respeto alguno por la vida. En una muestra de crueldad tan pública como su ambición, se dirigió a Ofra y, allí, en un acto que buscaba cimentar su poder en el terror, asesinó a sus sesenta y nueve hermanos. Sus gritos fueron ahogados por el silencio de la tiranía, sus cuerpos, sesenta y nueve almas, se amontonaron como un testimonio mudo de su ambición sin límites. Solo uno de ellos, Jotam, logró escapar, un fugitivo que se convertiría en la única voz de la verdad en un desierto de mentiras. El mal político, aquel que ha perdido su brújula moral, es incapaz de valorar la vida humana. Esta falta de respeto se manifiesta de muchas formas, desde la guerra insensata hasta la indiferencia ante el sufrimiento. En nuestro tiempo, la misma vileza se revela en la disposición de aquellos que abogan por el fin de la vida antes de que comience, en la promoción de una cultura de la muerte que ignora la sacralidad de la existencia. Porque quien no respeta una vida, es incapaz de respetar ninguna.
Y, al final, la traición de Abimelec no solo fue contra su familia, sino contra el mismo pueblo que lo había elevado. Jotam, el único superviviente, se irguió sobre el monte Gerizim y desde allí, su voz resonó como un trueno profético. No les contó un cuento de terror, sino una fábula que era la verdad desnuda de su futuro. Les habló del olivo, de la higuera, de la vid, todos rehusando el trono para seguir dando fruto y bendición. Finalmente, el espino, la zarza, el parásito de la tierra, aceptó ser rey. Y en esa fábula, que en realidad era una profecía, les reveló que el hombre que habían elegido, el que solo podía ofrecerles sombra para el fuego, se convertiría en su propia desgracia, que el espino que habían coronado solo podía darles fuego. Se habían entregado voluntariamente a la destrucción, con la certeza de que su propia elección sería el castigo que les llegaría. Se volvieron culpables de su propio infortunio. La historia nos muestra a diario políticos así, hombres y mujeres que con sus mentiras y promesas vanas suben al poder, solo para convertirse en una amenaza para los mismos que los votaron. Y en el acto de no votar o de votar por tales hombres, la culpa recae, en última instancia, en nosotros, en la ceguera de nuestra fe en hombres que no dan fruto, en nuestra disposición a arder bajo la sombra de la zarza.
Así, la historia de Abimelec es más que un simple relato antiguo. Es una advertencia eterna, un espejo en el que podemos ver reflejados nuestros propios errores y ceguera. Nos enseña que la manipulación es el veneno de la política, que el dinero malversado es la herramienta del déspota, que la falta de respeto por la vida es la marca de un corazón vacío, y que un mal líder es, en última instancia, un peligro para su propio pueblo. La lección de Siquem resuena a través de los siglos, recordándonos que la sabiduría y el discernimiento espiritual son los únicos escudos contra la tiranía, la única luz que puede disipar la oscuridad del engaño político. Y que la responsabilidad de elegir, con la vista fija en la verdad, es un peso que cada uno de nosotros debe cargar.
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