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SERMÓN - BOSQUEJO: LOS OBREROS SON POCOS - MATEO 9: 35 - 38

Tema: Ministerio. Título: Los obreros son pocos. Texto: Mateo 9: 37 – 38. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz


Introducción:

   A.   Lemas. Una de las grandes tragedias de la iglesia hoy en día es la falta de compromiso con el ministerio de las personas que la componen. Las personas menosprecian el ministerio y lo tiene solo como un accesorio en su vida y esto en el mejor de los casos. Esto hace que la iglesia no sea lo que debiera ser, esto ha sido así desde los tiempos de Jesús y este versículo lo atestigua…..examinémoslo…

I.  A LA VERDAD LA MIES ES MUCHA….(Ver 37a).


A.  Antes de continuar quisiera que miráramos el verso 36 ya que este es el que motiva estas palabras de Jesús. En él se nos dice que Jesús miro a las multitudes y sintió compasión por ellas por que las vio sin guía sin defensa. Fijémonos en la palabra compasión, el griego es splagcnizomai y describe solo la compasión ordinaria sino más bien un tipo de compasión profunda, muy profunda.

B.  La mies es un terreno donde se siembran cereales, el Señor dice de tal mies que es mucha. Evidentemente el señor está usando una comparación, en ella ejemplifica la gran tarea que tiene la iglesia en cuanto a su misión de predicar el evangelio y servir al mundo.

C.  Y es que nuestra tarea es monumental, solo considere que en el mundo hay aproximadamente siete mil doscientos millones de habitantes, piense que es deber de la iglesia evangelizarlos a todos. Para no irnos muy lejos y para que la tarea no nos desaliente pensemos solo en nuestro municipio, actualmente Soacha cuenta con un millon de habitantes y sabemos que es labor de la iglesia evangelizarlos a todos.

Como antes la proclama sigue siendo la misma…… “la mies es mucha”.


II.    MAS LOS OBREROS SON POCOS… (Ver 37b).


A. Una verdad dura y muy triste, el trabajo es demasiado y no existen muchas personas dispuestas a hacerlo. Además, muchas veces quienes lo hacen lo hacen sin pasión, sin amor.

B.  Le hablare de lo siguiente, en nuestra iglesia somos alrededor de 230 – 240 personas, involucradas en los ministerios haya alrededor de 50 personas eso nos dice que menos del 20% de las personas que asisten trabajan en la obra de Dios. para ser más específico:

1.       Adoración: ________
2.       Compañerismo: _________
3.       Discipulado: _______
4.       Ministerio: ________
5.       Misión: ________
6.       Niños: _________
7.       Parejas: _______

C.      Necesitamos obreros en nuestra iglesia.


III. ROGAD, PUES, AL SEÑOR DE LA MIES, QUE ENVÍE OBREROS A SU MIES… (Ver 38).


A. El Señor da por ultimo una solución al problema que no pretende ser exhaustiva, le dice a sus discípulos: ore, pídanle al Señor que envié obreros a hacer la obra.

B. La principal solución a este problema según el Señor es que oremos a Dios por que el levante personas que ayuden en su obra. Pero no es la única solución quiero enumerarle otras:

1.  Un constante llamado de parte del pastor y los líderes de la iglesia al servicio.

2.  Una apertura, una toma de conciencia de parte de los miembros de la iglesia.


Conclusiones.  

La escasez de obreros en la iglesia refleja una falta de compromiso y pasión por el ministerio. A pesar de la gran necesidad de evangelizar y servir, solo un pequeño porcentaje de los miembros está activamente involucrado. La solución comienza con la oración, pidiendo a Dios que envíe más trabajadores. Además, los líderes deben motivar y concienciar a la congregación para que todos asuman su papel en la obra. Un ministerio efectivo requiere la participación activa de todos, y juntos podemos transformar esta realidad.


VERSIÓN LARGA
Los obreros son pocos  
Mateo 9: 37 – 38  


      Hay una melancolía profunda que atraviesa los anales de la fe, una herida antigua que se renueva con cada congregación moderna, con cada domingo de afluencia masiva: la tragedia de la escasa respuesta ante la inmensidad de la necesidad. Es la paradoja del Evangelio, la ecuación irresuelta que confrontó a Cristo y que hoy nos confronta a nosotros: la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Este no es un simple lema motivacional para una campaña de reclutamiento; es el diagnóstico divino de una enfermedad que corroe el cuerpo de la Iglesia desde sus cimientos: la falta de compromiso, la indiferencia sutil que convierte el ministerio, la vocación más alta del creyente, en un mero accesorio de la vida, una nota a pie de página en la autobiografía de la comodidad.

Para comprender la magnitud de esta afirmación, debemos retroceder un instante, detenernos en el umbral del versículo 37 del capítulo noveno de Mateo, y posar la mirada en el versículo anterior, en el motor que impulsa la voz de Jesús. El Señor no habla desde una plataforma teológica abstracta, sino desde la visión directa e incuestionable de la humanidad errante. Allí, en el versículo 36, se nos revela el origen de la frase, un origen que es un acto de pura y soberana compasión. Jesús mira a las multitudes, a ese gentío denso y anónimo que se mueve sin brújula por las llanuras de la existencia, y siente. La palabra griega empleada, splagcnizomai, es de una contundencia visceral; no describe la piedad superficial o la simpatía intelectual, sino un revolvimiento de las entrañas, el movimiento más profundo y primario de la misericordia. Jesús ve a esas almas «desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor». Ve el desorden, el desamparo existencial, la indefensión de la masa que es vulnerable a cada depredador ideológico y a cada lobo de la desesperanza.

Es esta visión, y no un cálculo estadístico, la que lo lleva a la proclamación. La mies es mucha. El campo de la cosecha, ese vasto terreno simbólico donde se siembran las almas y se espera el fruto de la fe, es inmensurable. La metáfora es tan potente porque une la imagen de la madurez —la cosecha que debe recogerse ahora, no mañana, pues la espera la pudre— con la imagen de la abundancia. Es la gran tarea, el mandato que excede toda capacidad humana, la misión de predicar el Evangelio y de servir al mundo en su vastedad. Y si esta era una verdad monumental en la Palestina del siglo primero, bajo el sol que veía un mundo apenas conocido, ¡cuánto más lo es para nosotros hoy!

Consideremos por un momento la magnitud de la encomienda a la luz de las cifras frías, aunque insuficientes, de la demografía. En un planeta que alberga miles de millones de almas, donde cada individuo es un universo de necesidad, de búsqueda, de hambre espiritual, la tarea que se le impone a la Iglesia es de una envergadura colosal. Y si nos permitimos descender de la escala global a la realidad más palpable, a nuestra propia ciudad, a Soacha, con su millón de habitantes, un millón de rostros, de historias, de dolores y de esperanzas, la proclamación de Jesús resuena con una urgencia que debería abrasarnos la conciencia: la mies es mucha. La tarea no es un pasatiempo, ni una actividad de domingo por la tarde; es la labor fundamental para la cual la Iglesia existe. La proclamación sigue siendo la misma, inmutable ante el paso de los siglos y la multiplicación de las poblaciones: el campo está listo, la cosecha espera, y la visión de un Cristo con las entrañas movidas debería ser suficiente para levantarnos de la inercia de nuestro asiento.

Pero si la primera parte de la frase de Jesús nos confronta con la inmensidad del campo, la segunda nos arroja a la tragedia de la estadística y el fracaso humano. Mas los obreros son pocos. Es una verdad cruda, una realidad dolorosa que no puede ser maquillada por la elocuencia de los púlpitos ni por el fervor de los coros. El trabajo es inmenso, el campo está maduro, y la voluntad para llevar a cabo la labor escasea con una vergüenza manifiesta. Y lo que agrava esta escasez no es solo el número de manos ausentes, sino la calidad de la pasión en las manos que sí se presentan. Muchas veces, aquellos que nominalmente están en la obra, lo hacen sin la llama, sin la splagcnizomai que movió a su Maestro, cumpliendo un horario, llenando un vacío, pero no con la entrega ardiente de un alma que ha comprendido el valor de la cosecha.

La tragedia se vuelve palpable cuando la observamos bajo la lupa de nuestra propia comunidad eclesiástica. Si de una feligresía de doscientas treinta o doscientas cuarenta personas, apenas cincuenta se encuentran activamente involucradas en algún ministerio, estamos hablando de un porcentaje que no supera, y en ocasiones ni siquiera alcanza, el veinte por ciento de la congregación. Menos de uno de cada cinco creyentes se ha despojado de la comodidad de la banca para tomar la hoz y el arado. El ochenta por ciento restante, la gran mayoría, permanece en la inmovilidad de la reserva, observando el trabajo desde la distancia segura de la no-participación. La mies se pudre por la falta de manos, no por la falta de necesidad.

Pensemos en los ministerios vitales que sostienen la vida de la Iglesia: ¿Cuántos se dedican con pasión al Ministerio de Adoración, no solo tocando un instrumento, sino dirigiendo a las almas a la Presencia? ¿Cuántos en el Compañerismo se entregan a la difícil y a menudo ingrata tarea de tejer lazos de amor y reconciliación? ¿Quién está al pie del cañón en el Discipulado, dedicando horas de vida a modelar la fe en otro, a guiar a un hermano por el sendero angosto? La Misión, la expansión del Reino más allá de los muros, ¿cuántos la viven como una urgencia y no como un evento esporádico? ¿Y el Ministerio de Niños, el futuro de la fe, que exige paciencia, creatividad y un corazón inquebrantable? ¿Y la Pareja, ese núcleo fundamental de la sociedad y la Iglesia, que demanda consejeros maduros y dispuestos?

El vacío de esos espacios es la prueba silenciosa de la gran renuncia. Necesitamos obreros. No por la necesidad del pastor, sino por la necesidad del campo. La escasez es un escándalo teológico, una contradicción que desdice el nombre de Cristo. ¿Cómo es posible que aquellos que han sido rescatados por la Gracia, que han sido injertados en la Viña, permanezcan con los brazos cruzados mientras la cosecha clama por ser recogida? Es la manifestación de una fe que se ha vuelto cómoda, de un Evangelio domesticado que promete paz sin exigir trabajo, que ofrece cielo sin pedir cruz. El ochenta por ciento inactivo es un peso muerto, una carga que el veinte por ciento activo debe arrastrar, y en ese desequilibrio, el trabajo se vuelve más pesado, la pasión se agota, y la mies, por más abundante que sea, se pierde bajo el peso de la indiferencia.

Ante esta verdad dura y terrible, Jesús, el Místico y el Obrero Mayor, no ofrece un programa de gestión de recursos humanos ni un plan de incentivos. Ofrece, en cambio, la solución más radical, la más dependiente, la más sublime: Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.

Esta es la clave, el punto de inflexión que nos rescata del fatalismo de la estadística. La principal solución al problema de la escasez no reside en nuestro esfuerzo de organización o en nuestra capacidad de persuasión, sino en la oración. El Señor de la Mies, el Kyrios del campo, es el dueño soberano. Él es el único que tiene la autoridad, la visión y el poder para enviar (del griego ekballo, que a menudo implica una acción enérgica, un 'lanzar' o 'impeler') a los obreros a Su campo. Esta oración, por lo tanto, no es un ruego débil, sino una súplica cargada de autoridad, una petición a la Soberanía para que irrumpa en la inercia humana y levante de entre la multitud a aquellos que están destinados al servicio.

La oración es el acto supremo de dependencia, la confesión de que, si bien la mies es nuestra responsabilidad, los obreros son Su provisión. Al orar, no estamos pidiendo voluntarios; estamos pidiendo un llamado divino, la intervención del Espíritu Santo que despierte las vocaciones dormidas y convenza a los corazones resistentes. Estamos pidiendo que Dios, con Su poder, tome a ese ochenta por ciento inactivo y lo empuje, lo lance al campo.

Pero, aunque la solución primaria y fundamental es la oración que invoca al Dueño del Campo, la respuesta humana no puede ser pasiva. La soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre se encuentran en el punto donde la fe se traduce en acción. Y aquí es donde entran los otros elementos que complementan la oración:

En primer lugar, un constante llamado de parte del pastor y los líderes de la iglesia al servicio. El llamado no puede ser esporádico, una súplica ocasional en la conclusión de un sermón. Debe ser una convocatoria incesante, una cultura de la vocación que impregne cada enseñanza, cada reunión, cada conversación. El pastor no es un gestor de eventos, sino un heraldo del Reino, y su voz debe resonar con la urgencia del que sabe que la cosecha se pierde. Debe desafiar la comodidad, desmantelar las excusas, y elevar el ministerio a su lugar legítimo de honor.

En segundo lugar, se requiere una apertura, una toma de conciencia de parte de los miembros de la iglesia. El ochenta por ciento pasivo debe despertar de su letargo espiritual. Esta toma de conciencia es la respuesta humana al ekballo divino. Es el momento en que el individuo deja de verse a sí mismo como un consumidor de servicios religiosos y se reconoce como un sacerdote llamado a servir. Es el fin de la mentalidad de "solo accesorio" y el inicio de la mentalidad de "compromiso total".

La pregunta final, entonces, no es para el Señor de la Mies, sino para cada uno de nosotros: ¿He respondido a la visión de Jesús? ¿He sentido la splagcnizomai por las multitudes desamparadas de mi propia ciudad? ¿He sido parte de la inmensa mies que clama, o he sido parte de los pocos que responden al llamado? Y si hasta hoy he permanecido al margen, ¿estoy dispuesto a doblegar mis rodillas para rogar por obreros, y luego, con la fe de una vocación recién despertada, levantar mis manos y decir: «Heme aquí, envíame a mí»?

La historia de la Iglesia no avanzará por la elocuencia de sus teorías, sino por la sangre, el sudor y la pasión de sus obreros. La transformación de nuestra realidad, la superación de esta escasez que avergüenza al Cuerpo de Cristo, comienza con un grito al cielo —la oración— y termina con una acción en la tierra —la entrega—. Hagamos de nuestra vida el instrumento que el Dueño del Campo pueda usar, para que la mies, que es mucha, no se pierda por la indolencia de un corazón que se negó a ser cosechador.

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