Tema: Ministerio. Título: Los obreros son pocos. Texto: Mateo 9: 37 – 38. Autor: Pastor Edwin Guillermo Nuñez Ruiz
I. A LA VERDAD LA MIES ES MUCHA….(Ver 37a).
II. MAS LOS OBREROS SON POCOS… (Ver 37b).
III. ROGAD, PUES, AL SEÑOR DE LA MIES, QUE ENVÍE
OBREROS A SU MIES… (Ver 38).
Para comprender la magnitud de esta afirmación, debemos
retroceder un instante, detenernos en el umbral del versículo 37 del capítulo
noveno de Mateo, y posar la mirada en el versículo anterior, en el motor que
impulsa la voz de Jesús. El Señor no habla desde una plataforma teológica
abstracta, sino desde la visión directa e incuestionable de la humanidad
errante. Allí, en el versículo 36, se nos revela el origen de la frase, un
origen que es un acto de pura y soberana compasión. Jesús mira a las multitudes,
a ese gentío denso y anónimo que se mueve sin brújula por las llanuras de la
existencia, y siente. La palabra griega empleada, splagcnizomai, es de
una contundencia visceral; no describe la piedad superficial o la simpatía
intelectual, sino un revolvimiento de las entrañas, el movimiento más profundo
y primario de la misericordia. Jesús ve a esas almas «desamparadas y dispersas
como ovejas que no tienen pastor». Ve el desorden, el desamparo existencial, la
indefensión de la masa que es vulnerable a cada depredador ideológico y a cada
lobo de la desesperanza.
Es esta visión, y no un cálculo estadístico, la que lo
lleva a la proclamación. La mies es mucha. El campo de la cosecha, ese vasto
terreno simbólico donde se siembran las almas y se espera el fruto de la fe, es
inmensurable. La metáfora es tan potente porque une la imagen de la madurez —la
cosecha que debe recogerse ahora, no mañana, pues la espera la pudre—
con la imagen de la abundancia. Es la gran tarea, el mandato que excede toda
capacidad humana, la misión de predicar el Evangelio y de servir al mundo en su
vastedad. Y si esta era una verdad monumental en la Palestina del siglo
primero, bajo el sol que veía un mundo apenas conocido, ¡cuánto más lo es para
nosotros hoy!
Consideremos por un momento la magnitud de la encomienda
a la luz de las cifras frías, aunque insuficientes, de la demografía. En un
planeta que alberga miles de millones de almas, donde cada individuo es un
universo de necesidad, de búsqueda, de hambre espiritual, la tarea que se le
impone a la Iglesia es de una envergadura colosal. Y si nos permitimos
descender de la escala global a la realidad más palpable, a nuestra propia
ciudad, a Soacha, con su millón de habitantes, un millón de rostros, de historias,
de dolores y de esperanzas, la proclamación de Jesús resuena con una urgencia
que debería abrasarnos la conciencia: la mies es mucha. La tarea no es un
pasatiempo, ni una actividad de domingo por la tarde; es la labor fundamental
para la cual la Iglesia existe. La proclamación sigue siendo la misma,
inmutable ante el paso de los siglos y la multiplicación de las poblaciones: el
campo está listo, la cosecha espera, y la visión de un Cristo con las entrañas
movidas debería ser suficiente para levantarnos de la inercia de nuestro
asiento.
Pero si la primera parte de la frase de Jesús nos
confronta con la inmensidad del campo, la segunda nos arroja a la tragedia de
la estadística y el fracaso humano. Mas los obreros son pocos. Es una verdad
cruda, una realidad dolorosa que no puede ser maquillada por la elocuencia de
los púlpitos ni por el fervor de los coros. El trabajo es inmenso, el campo
está maduro, y la voluntad para llevar a cabo la labor escasea con una
vergüenza manifiesta. Y lo que agrava esta escasez no es solo el número de
manos ausentes, sino la calidad de la pasión en las manos que sí se presentan.
Muchas veces, aquellos que nominalmente están en la obra, lo hacen sin la
llama, sin la splagcnizomai que movió a su Maestro, cumpliendo un
horario, llenando un vacío, pero no con la entrega ardiente de un alma que ha
comprendido el valor de la cosecha.
La tragedia se vuelve palpable cuando la observamos bajo
la lupa de nuestra propia comunidad eclesiástica. Si de una feligresía de
doscientas treinta o doscientas cuarenta personas, apenas cincuenta se
encuentran activamente involucradas en algún ministerio, estamos hablando de un
porcentaje que no supera, y en ocasiones ni siquiera alcanza, el veinte por
ciento de la congregación. Menos de uno de cada cinco creyentes se ha despojado
de la comodidad de la banca para tomar la hoz y el arado. El ochenta por ciento
restante, la gran mayoría, permanece en la inmovilidad de la reserva,
observando el trabajo desde la distancia segura de la no-participación. La mies
se pudre por la falta de manos, no por la falta de necesidad.
Pensemos en los ministerios vitales que sostienen la vida
de la Iglesia: ¿Cuántos se dedican con pasión al Ministerio de Adoración, no
solo tocando un instrumento, sino dirigiendo a las almas a la Presencia?
¿Cuántos en el Compañerismo se entregan a la difícil y a menudo ingrata tarea
de tejer lazos de amor y reconciliación? ¿Quién está al pie del cañón en el Discipulado,
dedicando horas de vida a modelar la fe en otro, a guiar a un hermano por el
sendero angosto? La Misión, la expansión del Reino más allá de los muros,
¿cuántos la viven como una urgencia y no como un evento esporádico? ¿Y el Ministerio
de Niños, el futuro de la fe, que exige paciencia, creatividad y un corazón
inquebrantable? ¿Y la Pareja, ese núcleo fundamental de la sociedad y la
Iglesia, que demanda consejeros maduros y dispuestos?
El vacío de esos espacios es la prueba silenciosa de la
gran renuncia. Necesitamos obreros. No por la necesidad del pastor, sino por la
necesidad del campo. La escasez es un escándalo teológico, una contradicción
que desdice el nombre de Cristo. ¿Cómo es posible que aquellos que han sido
rescatados por la Gracia, que han sido injertados en la Viña, permanezcan con
los brazos cruzados mientras la cosecha clama por ser recogida? Es la
manifestación de una fe que se ha vuelto cómoda, de un Evangelio domesticado
que promete paz sin exigir trabajo, que ofrece cielo sin pedir cruz. El ochenta
por ciento inactivo es un peso muerto, una carga que el veinte por ciento
activo debe arrastrar, y en ese desequilibrio, el trabajo se vuelve más pesado,
la pasión se agota, y la mies, por más abundante que sea, se pierde bajo el
peso de la indiferencia.
Ante esta verdad dura y terrible, Jesús, el Místico y el
Obrero Mayor, no ofrece un programa de gestión de recursos humanos ni un plan
de incentivos. Ofrece, en cambio, la solución más radical, la más dependiente,
la más sublime: Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.
Esta es la clave, el punto de inflexión que nos rescata
del fatalismo de la estadística. La principal solución al problema de la
escasez no reside en nuestro esfuerzo de organización o en nuestra capacidad de
persuasión, sino en la oración. El Señor de la Mies, el Kyrios del
campo, es el dueño soberano. Él es el único que tiene la autoridad, la visión y
el poder para enviar (del griego ekballo, que a menudo implica
una acción enérgica, un 'lanzar' o 'impeler') a los obreros a Su campo. Esta
oración, por lo tanto, no es un ruego débil, sino una súplica cargada de
autoridad, una petición a la Soberanía para que irrumpa en la inercia humana y
levante de entre la multitud a aquellos que están destinados al servicio.
La oración es el acto supremo de dependencia, la
confesión de que, si bien la mies es nuestra responsabilidad, los obreros son
Su provisión. Al orar, no estamos pidiendo voluntarios; estamos pidiendo un llamado
divino, la intervención del Espíritu Santo que despierte las vocaciones
dormidas y convenza a los corazones resistentes. Estamos pidiendo que Dios, con
Su poder, tome a ese ochenta por ciento inactivo y lo empuje, lo lance
al campo.
Pero, aunque la solución primaria y fundamental es la
oración que invoca al Dueño del Campo, la respuesta humana no puede ser pasiva.
La soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre se encuentran en el punto
donde la fe se traduce en acción. Y aquí es donde entran los otros elementos
que complementan la oración:
En primer lugar, un constante llamado de parte del pastor
y los líderes de la iglesia al servicio. El llamado no puede ser esporádico,
una súplica ocasional en la conclusión de un sermón. Debe ser una convocatoria
incesante, una cultura de la vocación que impregne cada enseñanza, cada
reunión, cada conversación. El pastor no es un gestor de eventos, sino un
heraldo del Reino, y su voz debe resonar con la urgencia del que sabe que la
cosecha se pierde. Debe desafiar la comodidad, desmantelar las excusas, y elevar
el ministerio a su lugar legítimo de honor.
En segundo lugar, se requiere una apertura, una toma de
conciencia de parte de los miembros de la iglesia. El ochenta por ciento pasivo
debe despertar de su letargo espiritual. Esta toma de conciencia es la
respuesta humana al ekballo divino. Es el momento en que el individuo
deja de verse a sí mismo como un consumidor de servicios religiosos y se
reconoce como un sacerdote llamado a servir. Es el fin de la mentalidad de
"solo accesorio" y el inicio de la mentalidad de "compromiso
total".
La pregunta final, entonces, no es para el Señor de la
Mies, sino para cada uno de nosotros: ¿He respondido a la visión de Jesús? ¿He
sentido la splagcnizomai por las multitudes desamparadas de mi propia
ciudad? ¿He sido parte de la inmensa mies que clama, o he sido parte de los
pocos que responden al llamado? Y si hasta hoy he permanecido al margen, ¿estoy
dispuesto a doblegar mis rodillas para rogar por obreros, y luego, con la fe de
una vocación recién despertada, levantar mis manos y decir: «Heme aquí, envíame
a mí»?
La historia de la Iglesia no avanzará por la elocuencia
de sus teorías, sino por la sangre, el sudor y la pasión de sus obreros. La
transformación de nuestra realidad, la superación de esta escasez que
avergüenza al Cuerpo de Cristo, comienza con un grito al cielo —la oración— y
termina con una acción en la tierra —la entrega—. Hagamos de nuestra vida el
instrumento que el Dueño del Campo pueda usar, para que la mies, que es mucha,
no se pierda por la indolencia de un corazón que se negó a ser cosechador.
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