SERMON - BOSQUEJO: El Rey Joaquín: De Prisionero a Privilegiado… ¿Cómo lo Cambió Dios?

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Tema: 2 Reyes. Titulo: El Rey Joaquín: De Prisionero a Privilegiado… ¿Cómo lo Cambió Dios? Texto: 2 Reyes 24: 8 - 17. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.

Introducción:

A. Hijo de Joacim, rey de Judá, y de Nehustá. (2Re 24:6, 8; 2Cr 36:8.) También se le llama Jeconías (una variante de Joaquín) y Conías (un abreviamiento de Jeconías). El versiculo 8 nos dice que empezo a reinar a los 18 años mientras que en 2 Cronicas 36:9 dice que empezo a reinar a los 8. Esto puede explicarse como un error de copia o tambien asumiendo que el rey co-regia con su padre desde los 8 años

B. El resumen de su reinado lo encontramos en el versículo 9: "E hizo lo malo ante los ojos de Jehová,  conforme a todas las cosas que había hecho su padre".

C. Su historia es una historia de misericordia, es una historia de la gracia de Dios.

I. JOAQUIN EL PRISIONERO

A. Su reinado solo duro tres meses tal como lo había profetizado Jeremías (Jer. 36: 30). A pesar de la situación difícil que vivía no se arrepintió y con ello vino el conocido sitio de Jerusalén de parte de Nabucodonosor y su ejercito, el sitio no duro mucho, Joaquín se rindió ante el imperio y fue hecho prisionero (ver. 12) conf. Jer. 22:24.

En este punto de la historia se sucede también lo que se conoce como la primera deportación, tal como esta se describe en el versículo 14 - 16.

B. Estos cortos versículos describen una gran tragedia nacional, de hecho la peor de todas, todo fruto de siglos de pecado y rebeldía. También describe una gran tragedia personal, el rey según parecía pasaría el resto de sus días en la cárcel, como pago por su maldad.

II. JOAQUIN EL RESTAURADO.

A. El rey pasaría alrededor de 37 años preso, es decir, hasta los 54 años aproximadamente hasta que algo sucedió. Quiero que en este punto medite a las cosas que nos pueden llevar nuestros pecados.

B. Lo que sucedió tiene su versión en el libro de Jeremías  (Jer 52:31-34), también en 2 Reyes 25: 27 - 30.  Después de todo ese tiempo preso subió al trono un nuevo rey quien trato muy bien a Joaquín, tal como se puede leer en los relatos: lo saco de la cárcel, le dio un lugar muy importante en el reino, le quito la ropa de prisionero y comía con el rey hasta el final de su vida.



Conclusiones:

El pecado nos arrastra a situaciones impensables, pero la historia de Joaquín es un faro de esperanza. Nos recuerda que, incluso en lo más profundo de la desesperación, la gracia y misericordia de Dios siempre están disponibles para restaurar y transformar, sin importar cuán lejos hayamos caído.

VERSION LARGA

El Rey Joaquín: De Prisionero a Privilegiado… ¿Cómo lo Cambió Dios?

3 meses reinó, 37 años preso… y al final, ¡Dios lo sentó en la mesa del rey! 2 Reyes 24:8-17 Pecó como su padre, pagó con décadas en prisión… pero la misericordia lo rescató. Si crees que tu error te condenó para siempre, esta historia es para ti.  La gracia de Dios no se acaba donde empieza tu culpa.

A veces, las viejas historias, esas que se esconden en los tomos de la Biblia, se despliegan ante nosotros, no como reliquias muertas, sino como espejos donde vemos reflejadas las sombras y las luces de nuestra propia existencia. Hoy, permítanme desentrañarles un fragmento de la vida de un rey, Joaquín, un nombre que resuena con los ecos de un pasado trágico, pero también con el suave susurro de una misericordia que desafía toda lógica. Nos detendremos en el Segundo Libro de Reyes, capítulo 24, versículos del 8 al 17, una ventana a un destino que, en su peculiar giro, nos habla de la gracia de Dios.

Joaquín. Hijo de Joacim, rey de Judá, y de Nehustá. Un nombre que danzaba entre sus variantes, Jeconías o el abreviado Conías. La memoria popular, la que se grababa en los anales y las tablillas, decía que comenzó su reinado a los dieciocho años. Pero en los viejos manuscritos, en Crónicas, se susurraba que fue a los ocho. ¿Un error de copia, quizás? ¿O la huella de una corregencia temprana, un niño-rey sentado en el trono junto a su padre, con la sabiduría o la inocencia de sus escasos años? Los detalles se difuminan en la niebla del tiempo, pero la esencia permanece: un joven que asume la corona.

Y sin embargo, la síntesis de su breve paso por el poder, grabada con tinta indeleble en el versículo 9, es desoladora: "E hizo lo malo ante los ojos de Jehová, conforme a todas las cosas que había hecho su padre". Un eco de iniquidad, una sombra heredada, un camino de desobediencia que no se desvió. Es el mismo lamento, la misma sentencia que se repite una y otra vez en las crónicas de los reyes de Judá, como un estribillo melancólico en una balada de declive.

Pero aquí, en esta historia de oscuridad, se esconde una paradoja, un destello inesperado. Aunque su reinado fue un eco de maldad, la historia de Joaquín es, en su núcleo más profundo, una historia de misericordia. Es una historia de la gracia de Dios, esa corriente subterránea que fluye incluso bajo la tierra más árida y más golpeada por la desobediencia.

Imaginen a Joaquín, el prisionero. Su reinado, como un soplo de viento efímero, duró apenas tres meses. Un lapso tan breve que apenas dejó huella, una profecía de Jeremías (Jeremías 36:30) cumplida con la precisión implacable del destino. A pesar de la inminente catástrofe, a pesar del olor a ceniza que ya se sentía en el aire de Jerusalén, su corazón no se inclinó al arrepentimiento. Y con esa obstinación, llegó el asedio. Nabucodonosor, con su vasto ejército babilónico, se cernió sobre la ciudad santa. El sitio no se prolongó; Joaquín, consciente de la futilidad de la resistencia, se rindió. Fue sacado de su trono, arrancado de su palacio y, como un animal capturado, fue hecho prisionero (2 Reyes 24:12, Jeremías 22:24).

En ese momento, se produjo un evento que marcaría a una nación: la primera deportación. Los versículos 14 al 16 describen la desolación. No solo el rey, sino todos los príncipes, los hombres valientes, los artesanos y los herreros, unos diez mil, fueron llevados cautivos a Babilonia. Solo quedaron los más pobres, los desposeídos de la tierra.

Estos cortos versículos, apenas unas líneas en la vasta narrativa, pintan el cuadro de una gran tragedia nacional, quizás la peor de todas. Es el fruto amargo de siglos de pecado, de una rebeldía que se había enquistado en el corazón del pueblo y de sus líderes. Pero también, es la gran tragedia personal de Joaquín. El rey, el que había nacido en la cuna del poder, ahora parecía condenado a pasar el resto de sus días tras las rejas, en una tierra extraña, como pago, como inevitable consecuencia, por su maldad, por el camino que su padre le había legado y que él, sin dudar, había continuado. La cárcel, fría y silenciosa, como su única compañía.

Pero aquí es donde la trama, como una flor inesperada en un campo de ruinas, comienza a cambiar. Joaquín, el restaurado. El rey languideció en prisión por un tiempo casi incomprensible: alrededor de 37 años. Desde los dieciocho que subió al trono, hasta los cincuenta y cuatro, su vida fue una celda, un eco de sus errores. Piensen en eso por un instante. Meditemos en las cosas a las que nuestros pecados pueden llevarnos. A qué profundidades de oscuridad, a qué larguras de soledad, a qué vacíos de esperanza. La prisión no solo era física; era la prisión del arrepentimiento no manifestado, de las oportunidades perdidas, de la vida que se desvanecía.

Y entonces, sucedió. Un suceso que rompió el ciclo de la desesperación. Los relatos, dispersos como fragmentos de un sueño, se encuentran en Jeremías 52:31-34 y en 2 Reyes 25:27-30. Tras todo ese tiempo, cuando la memoria de Joaquín debió haberse desvanecido para muchos, un nuevo rey subió al trono en Babilonia. Y este nuevo rey, en un acto que solo puede describirse como una inexplicable muestra de gracia, trató a Joaquín de una manera que desafiaba toda expectativa.

Imaginen la escena. El viejo rey, ya no joven, consumido por los años de cautiverio, es sacado de la cárcel. No se le libera para morir en la calle; se le da un lugar muy importante en el reino. Quizás no era el trono, pero era una posición de honor, un reconocimiento de su antigua dignidad. Se le quita la ropa de prisionero, ese harapo que marcaba su vergüenza y su confinamiento. Y, lo más íntimo, lo más cercano a un milagro: comía con el rey hasta el final de su vida. Compartía la mesa del poder, la comida abundante, la conversación. No era una simple limosna; era una rehabilitación, un reconocimiento, un asiento de honor que antes le había sido negado por su propia iniquidad.

Este final inesperado, este giro del destino que se teje con hilos de misericordia, nos deja con verdades que resuenan en lo profundo del alma. La primera es cruda, casi dolorosa: el pecado nos puede llevar a lugares y situaciones inimaginables para nosotros. A prisiones que no son de ladrillo y rejas, sino de culpa, de arrepentimiento, de vidas rotas, de oportunidades desvanecidas, de relaciones deshechas. Nos puede arrastrar a abismos de desesperación que nunca creímos posibles.

Pero la segunda verdad, y esta es la que se eleva como un faro en la oscuridad, es que aun así, la misericordia de Dios siempre seguirá presente. Incluso en el fondo de ese pozo, incluso cuando el eco de nuestros errores parece ahogar toda esperanza, la mano de Dios se extiende. La historia de Joaquín, la del rey que se equivocó, que fue prisionero de su propia maldad, pero que fue restaurado por una gracia que no merecía, es un testimonio viviente. Nos recuerda que, incluso en lo más profundo de la desesperación, en el fango más espeso de nuestros pecados, la gracia y la misericordia de Dios siempre están disponibles. Listas para restaurar, para transformar, para darnos una dignidad que creíamos perdida para siempre, sin importar cuán lejos hayamos caído. Es un susurro de esperanza en la noche, una promesa que se cumple en los silencios de la vida.


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