Tema: 2 Reyes. Titulo: El rey Uzias persistió en buscar a Dios. Texto: 2 Crónicas 26: 1 - 23. Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruíz.
I. SU PERSISTENCIA (ver. 4 - 5).
II. SU PROSPERIDAD (ver. 6 - 15).
III. SU ORGULLO (ver. 16 - 23).
Al reflexionar sobre su reinado, me asalta una verdad ineludible: la búsqueda de Dios es el fundamento de toda vida que aspira a la plenitud. Pero esa búsqueda, en su persistencia, debe estar anclada en una humildad que reconozca que, incluso en la cima del éxito, somos solo vasijas de barro en manos del Alfarero. Uzías nos muestra el poder de una vida entregada, el esplendor de un reino bendecido, y la amarga ruina que acecha cuando el corazón se hincha con el veneno del orgullo. Y es sobre estos tres actos de su vida que mi alma quiere reflexionar, no con la voz de un historiador, sino con el susurro de un narrador que ha visto este mismo drama representarse una y otra vez en el escenario del corazón humano.
Su historia, como toda gran historia, comienza con la promesa de la inocencia y el buen camino. El texto nos dice, sin artificios, que Uzías “hizo lo recto ante los ojos de Jehová”. No hay palabras de más. Es la frase más hermosa y a la vez la más simple que se puede decir de un hombre. En un mundo de reyes ambiciosos y corazones torcidos, la rectitud de su camino fue un faro. Y esa rectitud no fue un acto aislado, sino una disciplina. La Biblia nos dice que él “persistió en buscar a Dios”. Esa palabra, “persistió”, tiene un peso inmenso. No es un acto de un día, no es un fervor pasajero. Es la rutina de la fe, la decisión de levantarse cada mañana y, a pesar del cansancio, a pesar de las distracciones, a pesar de los baches en el camino, seguir buscando. Es el acto de un jardinero que, día tras día, cuida su jardín, no con la promesa de una flor instantánea, sino con la certeza de que el esfuerzo constante dará fruto.
Uzías tuvo un maestro, un tutor llamado Zacarías, un hombre de sabiduría y discernimiento. Mientras Zacarías vivió, la fe de Uzías fue un río que fluía sin obstáculos, alimentado por la sabiduría de su guía. A los dieciséis años, Uzías ascendió al trono, un muchacho con la historia de sus antepasados pesando sobre sus hombros. Su abuelo, Joás, había comenzado bien, pero en la vejez, su corazón se torció y se apartó del Señor. Su padre, Amasías, también había buscado a Dios al principio de su reinado, pero un éxito militar lo llenó de orgullo y lo llevó a la ruina. Uzías había visto la tragedia de una fe que se desvanece, el amargo sabor de una vida que comienza con luz y termina en oscuridad. Y en su juventud, se aferró a la mano de su mentor, a la sabiduría de Zacarías, como un náufrago se aferra a un madero en la inmensidad del océano.
Y aquí se encuentra la primera lección, una verdad tan simple que a menudo la pasamos por alto. La fe de Uzías, en sus inicios, era una fe prestada, una fe que dependía de la guía de otro. Era como un niño que aprende a caminar sosteniéndose de la mano de su padre. Pero la vida, tarde o temprano, nos llama a caminar solos. La sombra de Zacarías se desvaneció, y en algún momento, Uzías tuvo que decidir si su fe era un eco del pasado o una realidad del presente. La historia no nos dice cuándo murió Zacarías, pero nos da la pista de que, en su ausencia, el corazón del rey comenzó a desviarse. Es una verdad que nos confronta: la fe personal no puede construirse sobre la fe de otro. Aunque necesitamos mentores, guías, amigos que nos inspiren, no podemos poner nuestra mirada en ellos de tal manera que nuestra fe se desmorone cuando ellos falten. El pastor, el maestro, el amigo sabio que te guía en la Palabra no es el fundamento de tu fe; es un andamio que te ayuda a construir tu casa sobre la roca. Y cuando el andamio sea removido, tu casa debe poder sostenerse por sí sola, arraigada en una relación directa y personal con Dios.
El camino del evangelio, el camino de la vida, está lleno de baches y desafíos, de valles y montañas, de días de sol y de noches de tormenta. Es vital, por lo tanto, nunca perder de vista el valor de la persistencia. La perseverancia en la oración, el estudio de la Palabra y la comunión con los demás no es un hobby para los tiempos de crisis, sino el pan de cada día que nos sostiene en todo momento. La fe de Uzías, en su inicio, era un faro de perseverancia, un testimonio silencioso de que, a pesar de los errores de sus antepasados, él estaba decidido a caminar con el Señor. Es esa persistencia la que le permitió florecer y prosperar. Y su vida nos desafía a preguntarnos: ¿Estamos persistiendo en nuestra búsqueda de Dios? ¿O nuestra fe es un impulso de fin de semana, un eco de una emoción pasajera, que se desvanece ante el primer desafío?
Y su persistencia no quedó sin recompensa. La vida de Uzías es un testamento vivo de que la piedad tiene consecuencias. El texto nos dice, con una simplicidad que desarma, que Dios lo prosperó. La prosperidad que Uzías disfrutó no fue el resultado de un plan de negocios audaz o de una estrategia militar brillante. Fue la consecuencia directa de una vida que se inclinaba ante el Señor. Dios lo bendijo de maneras que el mundo solo puede soñar. Se convirtió en un líder militar formidable, con un ejército de 307,500 guerreros, un ejército que no solo era numeroso, sino "bien entrenado y equipado". Es una imagen de poder y de organización, de disciplina y de fuerza. Pero su prosperidad no fue solo en el campo de batalla. Fue un rey que entendió que la fuerza de una nación no se mide solo en el fragor de la guerra, sino en la calma de los campos que dan sustento a su pueblo. Dedicó esfuerzos a fortalecer la agricultura, a cavar pozos para que el agua fluyera y la tierra se hiciera fértil. La Biblia lo dice sin rodeos: “amaba el campo”. Era un rey que tenía las manos en la tierra, que cuidaba a su pueblo no solo con la espada, sino con la pala.
Y su fama se extendió más allá de las fronteras de su reino, hasta llegar a las naciones vecinas. Su nombre se convirtió en un eco de poder, de sabiduría, de bendición. Y la Biblia nos dice, con una certeza que nos debe llenar de esperanza, que “él lo prosperó”. Aquí se encuentra la segunda gran lección de su vida. La prosperidad, en la mente de Dios, no es una bendición material que se da sin razón, sino el resultado de una vida que se alinea con Su voluntad. Cuando un hombre busca sinceramente al Señor, Dios lo premia y lo respalda. Es un principio que se repite una y otra vez en las Escrituras. Uzías representa la otra cara de la moneda de los reyes de Israel y Judá, la prueba de que el camino de la bendición no es un misterio para los pocos, sino una realidad para todos los que le buscan con sinceridad y dedicación.
Y sin embargo, la prosperidad, esa misma bendición que vino de las manos de Dios, se convirtió en el escenario donde se gestó su mayor ruina. En algún momento, en la cima de su gloria, en el pico de su poder, algo oscuro comenzó a crecer en su corazón. La raíz más insidiosa de todo pecado: el orgullo. Es un enemigo silencioso, un veneno que no se detecta al principio, que se disfraza de autoconfianza, de seguridad, de la falsa idea de que la bendición es el resultado de tu propia habilidad y no de la gracia de Dios. El orgullo es la creencia de que ya no necesitas a nadie más, ni siquiera a Dios. Es el veneno que le susurró a Uzías que él era tan poderoso, tan bendecido, que podía hacer lo que solo los sacerdotes podían hacer: quemar incienso en el altar del templo. Es una violación de la ley de Dios, un acto de arrogancia que puso en peligro su relación con el Señor.
Y cuando los sacerdotes lo confrontaron, en lugar de escuchar y humillarse, Uzías se llenó de ira. Su corazón, que antes había buscado a Dios con humildad, ahora estaba endurecido por el orgullo. Es una imagen que se repite en la historia de la humanidad: el hombre que, en la cima de su poder, se cree por encima de las leyes que rigen a los demás. En ese momento de desobediencia, la lepra cayó sobre él. No fue una enfermedad lenta, no fue una maldición que se gestó con el tiempo. Fue una marca instantánea, una manifestación física de una enfermedad espiritual que había comenzado a corroer su alma. Su piel se blanqueó, y de repente, el rey que había sido glorificado por las naciones, el hombre que había traído prosperidad a su pueblo, se convirtió en un paria, un aislado, un hombre desterrado de su propio palacio, de su propia familia, de su propia vida.
Y este desenlace nos recuerda una verdad dolorosa: el orgullo es una enfermedad espiritual que siempre, tarde o temprano, lleva a la ruina. La historia de Uzías es un eco de la vida de su padre Amasías, quien también terminó su reinado por causa del orgullo. Y es una verdad que nos concierne hoy más que nunca. El éxito, la prosperidad, la bendición de Dios, son igualmente peligrosos que la adversidad, porque el orgullo puede distorsionar nuestra percepción de la bendición de Dios y cerrar nuestros oídos a Su voz. Es imperativo que los creyentes estén alertas tanto en momentos de crisis como en tiempos de victoria. Que la gloria no se convierta en la tumba de nuestra humildad. Uzías vivió sus últimos días en un aislamiento amargo, un rey sin reino, un hombre sin pueblo. Su vida, que había comenzado con tanta promesa, terminó en la soledad de la lepra, un testimonio silencioso del peligro de un corazón orgulloso.
La vida del rey Uzías es una rica enseñanza sobre la importancia de persistir en la búsqueda de Dios, incluso cuando experimentamos prosperidad. Su historia es un recordatorio de que, aunque comience bien, el orgullo puede llevar a la ruina espiritual. Su vida nos muestra que la perseverancia es un acto de humildad, que la prosperidad es una bendición de Dios, y que el orgullo, la creencia de que la bendición es tuya y no de Él, es el camino a la destrucción. Uzías es un espejo en el que podemos vernos a nosotros mismos. En cada uno de nosotros hay un Uzías en potencia: un corazón que anhela la aprobación de Dios, pero que, en el éxito, puede ceder a la tentación de la vanidad. Su vida nos desafía a evaluar nuestra vida espiritual y a orar por la sabiduría para permanecer en el camino del Señor, un camino de humildad, de gracia, de perseverancia. Que esta reflexión no sea solo una lectura, sino un acto de humillación, un momento para entregarle al Señor todas nuestras victorias y todos nuestros logros, para que la gloria sea siempre, y solo, de Él.
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