Tema: Génesis. Titulo: La masturbación - explicación de Juda y Tamar. Texto: Génesis 38: 1 – 30
I ONANISMO (Ver 9)
II FORNICACIÓN (ver 18)
En el vasto y sombrío tapiz de la historia humana, pocos hilos son tan enmarañados y oscuros como aquellos tejidos por las relaciones sexuales. Es un territorio del alma que, desde el Edén, ha sido la arena de una batalla silenciosa, una lucha que se libra no solo en el cuerpo, sino en las profundidades del espíritu. Hoy en día, nuestra cultura ha despojado a este ámbito de toda su santidad, reduciéndolo a una transacción, un deporte o una simple pulsión biológica. Pero en las páginas de las Escrituras, incluso en los pasajes más inesperados y crudos, encontramos un espejo implacable que nos revela la verdad. Y el capítulo 38 del Génesis, con su drama familiar, sus secretos vergonzosos y sus consecuencias devastadoras, es una de las narraciones más honestas y directas que la Biblia nos ofrece sobre la depravación del corazón humano. A primera vista, la historia de Judá y su nuera Tamar podría parecer un simple registro genealógico, pero en su cruda sinceridad, encontramos toda una orgía de pecados sexuales, una exposición sin filtros de las ataduras que han esclavizado a la humanidad desde el principio de los tiempos. Para aquellos que, en la soledad de su alma, luchan contra estas cadenas, este pasaje no es un mero relato, sino una luz que ilumina el camino hacia la libertad.
El primer acto de esta tragedia moral nos transporta al oscuro rincón del onanismo. La historia comienza con Judá, el hijo de Jacob, que se desvía de su familia y se casa con una mujer cananea, un primer paso que ya auguraba un desvío del camino divino. Con ella tiene tres hijos: Er, Onán y Sela. En la secuencia de eventos, Judá le busca una esposa a su primogénito, una mujer llamada Tamar. Pero Er, el primogénito, era "malo ante los ojos de Jehová", y su vida fue acortada por la mano de Dios. Sin descendencia, la ley del levirato—una costumbre oriental que obligaba al hermano del difunto a casarse con la viuda para levantar descendencia a su hermano—recayó sobre Onán. Onán se casó con Tamar, pero en un acto de deliberada perversidad, cada vez que tenía relaciones con ella, realizaba lo que hoy conocemos como “coito interrumpido”, retirándose antes de la eyaculación. La historia nos dice que Dios también le quitó la vida. Y aquí, la sabiduría de las Escrituras nos detiene para desentrañar el verdadero pecado. La razón de la muerte de Onán no fue el hecho mismo del “coito interrumpido”, como si la planificación fuera un acto pecaminoso, sino que el corazón de su pecado fue el egoísmo y la codicia. Onán sabía que el hijo que naciera no sería considerado suyo, y por tanto, su herencia disminuiría. En su avaricia, él deshonró a su hermano y, sobre todo, desobedeció el propósito del pacto de matrimonio. Fue el estado de su corazón lo que le costó la vida, no la técnica.
Esta verdad nos obliga a una introspección profunda y a una aplicación directa a nuestra vida hoy en día. Quisiera aplicar la lección de Onán en dos campos vitales. El primero, la planificación familiar. A diferencia de la codicia de Onán, la Biblia guarda un silencio absoluto sobre la planificación, lo que nos llama a ejercer el discernimiento y la sabiduría que Dios nos ha dado. Un pasaje tan potente como el de 1 Timoteo 5:8 nos recuerda que aquel que “no provee para los suyos es peor que un incrédulo, ha negado su fe”. ¿Cómo podemos proveer adecuadamente para nuestros hijos si nuestro número excede nuestros recursos? Un matrimonio cristiano, al planificar su familia, no solo actúa con responsabilidad, sino que honra a Dios al garantizar que cada niño que traen al mundo será amado, cuidado y educado en la fe. Sin embargo, en esta planificación, la pareja debe ser vigilante. No todo método de planificación familiar se alinea con los principios cristianos, pues algunos son abortivos. Por ello, la pareja debe informarse bien para no caer en el pecado de la omisión, actuando con una conciencia limpia ante Dios.
El segundo campo, que ha sido lamentablemente ligado al término onanismo, es el de la masturbación. A pesar de que el pecado de Onán fue de codicia, la masturbación, entendida como la auto-excitación de los genitales para obtener placer sexual, es un pecado claramente condenado por la Escritura, aunque no de manera explícita en ese término. El apóstol Pablo, en Efesios 5:3, nos exhorta a que la “inmoralidad sexual y toda impureza” ni siquiera se nombre entre los santos. La masturbación es una manifestación de esta impureza. Es un acto que se enfoca en el yo, en la satisfacción egocéntrica del placer sin la entrega del amor y la responsabilidad. Además, es una puerta abierta a un torrente de pensamientos oscuros, lujuriosos y egoístas. La batalla contra la masturbación se libra en la mente, en los ojos, en el corazón. La persona que se entrega a esta práctica a menudo cae en un ciclo de culpa y vergüenza, lo que puede llevar a una disfunción sexual en el matrimonio, a la impotencia, a la frigidez y, lo que es peor, a la soledad espiritual y a una dependencia que roba la paz. Es un pecado que promete placer pero entrega un alma vacía, sedienta y aislada de la comunión con Dios y con los demás.
La trama se oscurece con la muerte de Onán. Judá, temiendo que su último hijo, Sela, corriera la misma suerte, le ordena a Tamar que espere, viuda, hasta que él crezca. Pero el tiempo pasó, Sela creció y Judá, en su hipocresía, olvidó su promesa. Tamar, desesperada y con la amarga certeza de que sus derechos no serían respetados, se dispone a hacer justicia por su propia mano. En un acto de audacia y sagacidad pecaminosa, se disfraza de prostituta. Esperó en el camino donde sabía que su suegro, Judá, pasaría, mientras trasquilaba sus ovejas. Se ofreció a él. La escena es un microcosmos de la depravación humana. Judá, sin reconocer a su nuera, tiene relaciones sexuales con ella, creyendo que se trataba de una simple prostituta. La historia es un recordatorio de cómo la lujuria ciega. Sin embargo, la ironía de la historia reside en el precio del encuentro. Tamar le pide una prenda como garantía, y Judá, sin dudarlo, le da su sello, su cordón y su báculo, los tres objetos que eran su identificación personal, su cédula de identidad, por así decirlo. Al hacerlo, Judá le entregó más que una garantía; le entregó su propia identidad.
Aquí se revela el segundo pecado, el de la fornicación, que no es solo el acto sexual fuera del matrimonio, sino una rebelión contra el diseño de Dios. La fornicación es una traición a la pureza del cuerpo y el alma, y abarca desde las relaciones sexuales prematrimoniales hasta el adulterio, la bestialidad y la zoofilia. Pero el pecado de Judá, como el de Onán, era aún más profundo. Un detalle en el texto hebreo nos revela que el pecado de Judá no fue solo la fornicación. En el versículo 15, la palabra para ramera es ZONAH, que se refiere a la prostituta común. Pero en el versículo 21, Judá pregunta por la prostituta, y la palabra utilizada es QUEDESHAH, que se refiere a una prostituta ritual, a una esclava de la prostitución del templo, una servidora de la idolatría. Al tener relaciones con Tamar, Judá no solo fornicó, sino que también se hizo cómplice de la idolatría pagana. Es un recordatorio sombrío de que el pecado sexual es una puerta que se abre a otros pecados, una cadena que une la lujuria con la idolatría, y el desorden moral con el desorden espiritual.
El pecado sexual, en toda su forma, es un laberinto sin salida que esclaviza. Nos seduce con una promesa de placer, pero nos entrega un alma vacía, un corazón atormentado y un espíritu encadenado. La historia de Judá y Tamar es un espejo que nos confronta con nuestra propia hipocresía. Pero no es el final de la historia. El evangelio, la buena nueva, es que hay un camino hacia la libertad, una senda que se traza con el arrepentimiento y la fe. El primer paso es reconocer el pecado. No podemos luchar contra un enemigo que nos negamos a ver. Es un acto de humildad confesar nuestra debilidad, pedir perdón a Dios y a aquellos a quienes hemos ofendido. No importa cuán oscuro sea el pecado, hay perdón en la cruz de Cristo, un perdón que nos limpia, nos purifica y nos restaura. El segundo paso es una determinación inquebrantable. El apóstol Pablo, en su carta a los Colosenses, nos dice: “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas…”. La victoria sobre el pecado no es un acto pasivo, sino una batalla diaria, una guerra que se libra con la voluntad. Debemos tomar la decisión de no ceder, de pelear la buena batalla, de crucificar la carne. El tercer paso es una reorientación radical: desenfocar la mente. La batalla contra el pecado sexual se gana o se pierde en los campos de la mente. El pecado entra por los ojos, los oídos y las manos. Por lo tanto, debemos llenar nuestra mente con la Palabra de Dios, con lo que es puro, noble, justo, con lo que es de buen nombre. Debemos ser un cristiano de la Escritura, para que nuestra mente se renueve día tras día, y nuestra voluntad se alinee con la de Dios. El cuarto paso es la oración. El apóstol Pablo, en Romanos 8:13, nos dice que si por el Espíritu hacemos morir las obras de la carne, viviremos. La victoria no es nuestra, sino del Espíritu Santo que mora en nosotros. Debemos pedir en oración Su poder, Su fuerza para resistir la tentación. El quinto paso es un acto de sabiduría: alejarse de las personas o las circunstancias que nos tientan. Aquí, el contraste entre Judá y su hijo José es un faro de luz. Judá, en su ceguera, fue al encuentro de la tentación. José, en un acto de fe y obediencia, huyó de la casa de Potifar. La victoria a menudo no se gana con la confrontación, sino con la huida. Y el último paso, el más difícil, es persistir sin desmayar. La lucha contra el pecado sexual es una maratón, no un sprint. Es una batalla que se libra hasta el último aliento. Pero la promesa es que, si persistimos, si no desmayamos, la victoria será nuestra. El pecado es un enemigo que promete placer, pero entrega un alma vacía y un espíritu encadenado. El evangelio, en cambio, promete una vida de plenitud, una vida de libertad. La historia de Judá y Tamar es un recordatorio de que la depravación humana es profunda, pero la gracia de Dios es mucho más profunda. En esa gracia, encontramos el perdón, la sanidad y la fuerza para vivir una vida de pureza, una vida de libertad.
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