Milagro de Jesús: la Resurrección de Lazaro - Juan 11:36, 40-41.
INTRODUCCIÓN.
A. Repaso del Mensaje Anterior (Naín): La semana pasada fuimos confrontados por el poder soberano y la compasión instantánea de Jesús en Naín. Vimos que, ante la desesperación de la viuda, se manifestaron tres verdades: 1) Dios ve tu desesperación, 2) Dios ordena tu resurrección, y 3) Dios desea tu crecimiento (o madurez). Allí, Jesús actuó inmediatamente.
B. Contexto Literario y Teológico (Juan 11): Este capítulo es la culminación de las "señales" públicas de Jesús antes de Su propia Pasión y resurrección. La muerte de Lázaro se permite intencionalmente (cuatro días) para que la fe de los discípulos sea probada y para que el milagro sea irrefutable (v. 17). El propósito principal del relato no es solo devolver la vida a un hombre, sino establecer sin duda la identidad de Jesús como "la Resurrección y la Vida" (v. 25) y justificar la gloria del Padre.
C. Frase de Enlace: Hoy veremos tres características del mover de Dios en nuestra crisis personal, que nos enseñan cómo activar la fe en el momento más oscuro.
I. EL AMOR QUE PERMITE EL SUFRIMIENTO: DIOS NO NOS EXIME DE LA PRUEBA (v. 36)
A. La Condición del Amor: El Retraso y la Muerte.
La Declaración de Amor: Los judíos se asombraron y dijeron: "Mirad cómo le amaba" (v. 36). Exégesis: El verbo usado es φιλέω (phileō) (imperfecto: ephilei), que denota un amor tierno, personal y de amistad íntima (afecto constante), diferenciándose de agapaō. Las lágrimas de Jesús (el llanto más breve de la Biblia) validan el duelo humano y son un testimonio irrefutable de Su profunda humanidad.
La Paradoja del Amor: A pesar de ser la fuente de vida y de amar profundamente a Lázaro, Jesús se retrasó intencionalmente (v. 6), permitiendo que Lázaro se enfermara y muriera. El milagro no evitó el dolor de la pérdida.
B. Aplicación y Confrontación
El Propósito: El amor de Dios es propósito, no protección total contra el dolor. La prueba no es señal de Su ausencia o de Su indiferencia, sino una plataforma para una mayor revelación de Su gloria (v. 4). A menudo, la vida debe "morir" para que una fe mayor pueda "resucitar".
Preguntas: ¿Estás midiendo el amor de Dios por la comodidad o por la promesa? Si el dolor es un requisito para que la gloria de Dios se revele de una manera nueva, ¿estás dispuesto a soportar la prueba?
C. Textos Bíblicos de Apoyo y Frases Célebres
Texto Bíblico: Juan 11:4 — "Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella."
Frase Célebre: "El amor de Dios no nos protege de sufrir, sino que nos sostiene a través de él." — Oswald Chambers.
II. LA PREPARACIÓN DIVINA PARA LA FE: RECORDAR LA PROMESA (v. 40)
A. La Condición del Recuerdo: La Palabra Prevista.
El Recordatorio de Jesús: "¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?" (v. 40). Exégesis: Esta pregunta funciona como un suave reproche pedagógico. Jesús no cita una frase textual, sino que se refiere al sentido esencial (la consecuencia lógica) de las promesas dadas previamente (como Juan 11:4 y 11:25-26). La fe no se improvisa, se recuerda.
La Ambigüedad de la Memoria: Marta había olvidado la promesa específica. Exégesis: La frase "verás la gloria de Dios" (la teofanía, la manifestación de Su divinidad) está rigurosamente condicionada a "creer". La fe es una percepción espiritual que nos capacita para ver la verdad de Dios donde el intelecto solo ve corrupción y obstáculos ("ya hiede").
B. Aplicación y Confrontación
La Prioridad: Dios nos prepara para los momentos de crisis. La lectura bíblica, las experiencias pasadas y las promesas proféticas son nuestra "instrucción previa". La fe madura no es ver algo nuevo, sino recordar la verdad que Dios ya nos ha declarado. El problema no es la falta de promesa, sino la amnesia espiritual en la prueba.
Preguntas: ¿Qué promesa específica (el "no te he dicho") te ha dado Dios para esta situación que has olvidado? ¿Estás dedicando tiempo a almacenar las palabras de Dios en la bonanza para poder recordarlas en la crisis?
C. Textos Bíblicos de Apoyo y Frases Célebres
Texto Bíblico: Juan 11:25 — "Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá." (La preparación fundamental que Marta debió recordar).
Frase Célebre: "La fe consiste en creer lo que no vemos; y la recompensa de esta fe es ver lo que creemos." — San Agustín (Teólogo y filósofo).
III. LA FE QUE AGRADECE POR ANTICIPADO: LA CERTEZA DEL MILAGRO (v. 41)
A. La Condición de la Autoridad: La Gratitud Modelada.
La Acción de Fe: Jesús, después de que la piedra fue removida, alzó los ojos y dijo: "Padre, gracias te doy por haberme oído." (v. 41). Exégesis: El gesto de alzar los ojos era el gesto cultural judío de oración (reconociendo el trono de Dios). La acción de gracias se da en tiempo pasado (me has oído), revelando que Jesús ya había tenido una oración interior y silenciosa (unión perfecta con el Padre).
La Revelación de la Certeza: Jesús pronuncia esta acción de gracias en voz alta con un propósito pedagógico y público (v. 42). Exégesis: Esta oración demostró a la multitud la perfecta unión y dependencia del Padre. El milagro no fue un acto de poder aislado, sino una proclamación pública de que Él era el Enviado del Padre y que el milagro ya estaba consumado en el ámbito celestial.
B. Aplicación y Confrontación
La Manifestación: El milagro se libera cuando pasamos del ruego ansioso a la gratitud confiada. Dar gracias por la respuesta antes de que llegue es la expresión más elevada de fe, pues implica que has descansado en la promesa de Dios (Punto II) y no en la evidencia visible. La gratitud en la prueba cambia la atmósfera de lamento a certeza.
Preguntas: ¿Tu oración es solo un lamento o ya incorpora un agradecimiento anticipado? ¿Qué milagro futuro puedes agradecer hoy para liberar el poder de Dios en tu vida?
C. Textos Bíblicos de Apoyo y Frases Célebres
Texto Bíblico: Hebreos 11:1 — "Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve."
Frase Célebre: "La fe ve lo invisible, cree lo increíble, y recibe lo imposible." — Corrie ten Boom.
CONCLUSIÓN Y DESAFÍO FINAL
A. Resumen y Recapitulación: La resurrección es el resultado de un encuentro con la fe verdadera: 1. Aceptamos el amor de Dios incluso en la prueba (v. 36). 2. Recordamos y nos anclamos en Su Palabra de preparación (v. 40). 3. Manifestamos nuestra certeza a través de la gratitud anticipada (v. 41).
B. Llamada a la Acción y Reflexión: Dios no te exime de la prueba, pero te prepara y te respalda en ella. Hoy, descansa en Su amor y agradece por la victoria que aún no ves.
C. Oración: Oramos para que el poder de Jesús se manifieste en aquello que hoy parece imposible en nuestras vidas, y que lo hagamos con la gratitud de quienes ya saben que han sido escuchados.
VERSION LARGA
El eco del milagro de Naín aún resuena en los valles del alma, un recuerdo de la soberanía que irrumpe sin preámbulos. La semana pasada fuimos testigos de la compasión instantánea, esa mano divina que, al ver la desesperación de la viuda, tocó el féretro y ordenó la resurrección en el acto. Fue un acto de urgencia cósmica, una respuesta sin fisuras a la pérdida visible, un decreto que detuvo el cortejo fúnebre y clausuró el duelo antes de que alcanzara su clímax. Aprendimos allí, en el camino polvoriento hacia el cementerio, tres verdades innegociables que iluminan la acción inmediata de lo divino: Dios ve tu desesperación en el instante mismo de la quiebra, Dios es quien ordena tu resurrección espiritual y material con Su voz definitiva, y Dios desea, a través de Su intervención, tu crecimiento y tu madurez para la gloria que le sigue.
Pero si Naín fue un acto de misericordia sin demoras, un fiat de la voluntad soberana que no soportó la lágrima, Betania es la revelación de un amor más profundo, un amor que sabe esperar y que, en esa espera deliberada, teje la gloria con hilos de paciencia y dolor. El capítulo once del Evangelio de Juan no es un simple recuento cronológico de un suceso milagroso; es la culminación dramática de las "señales" públicas de Jesús, la sinfonía final, la más estruendosa antes de que Su propia Pasión y resurrección se conviertan en la Señal definitiva. Juan, el narrador místico que se deleita en las profundidades teológicas, nos prepara para un milagro que es intencional en su retraso.
Lázaro no muere en el camino, ni en la inmediatez del mensaje de sus hermanas; su enfermedad es permitida, su muerte es aceptada, y el cuerpo debe esperar cuatro días para que el milagro sea irrefutable. Este retraso de cuatro días no es una cifra trivial; representa la certeza de la putrefacción total en la cosmología judía de la época, el momento en que el alma ya no puede volver al cuerpo. Es la hora en que la esperanza humana ha caducado, y la intervención divina es la única posibilidad. El propósito primordial de este relato, por lo tanto, no es solo devolver la vida a un hombre a Su amigo, sino establecer sin duda la identidad ontológica de Jesús como “la Resurrección y la Vida” (v. 25), justificando la gloria del Padre a través de la máxima impotencia humana: la corrupción final de la carne. La muerte, el último de los enemigos, debe servir aquí como el telón de fondo para la más sublime manifestación de la vida, para que todos los que presencien la escena no tengan escapatoria intelectual para Su identidad. Hoy, al adentrarnos en las grietas de esta narrativa, descubriremos tres características fundamentales del mover de Dios en nuestra crisis personal, tres pilares que nos enseñan cómo activar la fe en el momento más oscuro, cuando la razón grita "es imposible" y el corazón solo percibe el hedor de la pérdida.
Nuestra mente finita, contaminada por las promesas de bienestar instantáneo que nos ofrece la comodidad del mundo moderno, confunde peligrosamente el amor de Dios con la protección total contra el dolor. Creemos, en nuestro humanismo superficial, que la fidelidad divina debe manifestarse como una membrana estéril que nos aísle de toda herida, de toda pérdida, de toda enfermedad, eximiéndonos del costo de la humanidad caída. Pero la escena ante la tumba de Lázaro destroza esta teología ingenua y sentimental.
Cuando Jesús llega, el drama humano se despliega. Los judíos, al ver la profunda aflicción del Maestro, se asombraron y dijeron: “Mirad cómo le amaba” (v. 36). Es un lamento lleno de asombro y, simultáneamente, de una sutil acusación: si lo amaba tanto, ¿por qué no lo evitó? La exégesis de este versículo nos obliga a detenernos en la precisión de Juan: la Escritura utiliza φιλέω (phileō) en imperfecto (ephilei), que denota un amor tierno, personal y de amistad íntima –un afecto constante y palpable, la familiaridad de un amigo–, diferenciándose del amor agapaō, que es incondicional, sacrificial y de principio. La intensidad de Sus lágrimas (el llanto más breve y poderoso de la Biblia) es el testimonio irrefutable de Su profunda humanidad, una validación cósmica del duelo humano. Si el mismo Hijo de Dios se permite el dolor ante la pérdida del amigo, ¿quiénes somos nosotros para exigir una fe estoica y seca que niegue la realidad del luto? Es en esa lágrima donde Su deidad se encuentra con nuestra fragilidad.
Sin embargo, en esta misma expresión de amor tierno reside la gran paradoja teológica. A pesar de ser la fuente misma de la vida, el Verbo Encarnado que podía sanar a distancia con una sola palabra, Jesús se retrasó intencionalmente (v. 6), permitiendo que Lázaro se enfermara y, crucialmente, muriera. El milagro, aunque definitivo, no evitó el dolor de la pérdida, ni el camino de las hermanas a través de la sombra de la muerte, ni el hedor de la descomposición. La prueba no fue el resultado de Su distracción o indiferencia, sino la plataforma para una mayor revelación de Su gloria (v. 4). La fe es probada precisamente en la encrucijada entre el phileō (el afecto que no quiere vernos sufrir) y el agapaō (el propósito que sabe que el sufrimiento es necesario para la obra mayor).
El amor de Dios, por lo tanto, no es protección total, sino propósito trascendente. El Creador, que tiene la eternidad en Sus manos, mide el tiempo de nuestra aflicción no por nuestra comodidad momentánea, sino por la magnitud de la revelación que desea producir. Si Jesús hubiera llegado en el primer día, se habría manifestado la gloria de un sanador, un profeta poderoso, y la fe de los presentes habría sido confirmada, pero no transformada. Al llegar después de cuatro días, cuando toda duda humana se había extinguido ante la realidad fáctica de la corrupción biológica, se revela la gloria de La Resurrección y la Vida misma. Él transforma la muerte en un escenario para la manifestación de Su deidad absoluta.
A menudo, la vida debe "morir" –esa carrera que nos definía, ese matrimonio que falló, esa esperanza de provisión inmediata que se desvaneció– para que una fe mayor pueda "resucitar". La pérdida es la condición previa para una ganancia mucho mayor. La pregunta crucial que el espíritu debe enfrentar en el desierto de la pérdida es: ¿Estás midiendo el amor de Dios por la comodidad o por la promesa? La comodidad es el vapor de la mañana, frágil y efímera; la promesa es la roca de la eternidad. Si el dolor es un requisito forzoso para que la gloria de Dios se revele en tu vida de una manera nueva, trascendente e innegable, ¿estás dispuesto, en el más profundo de los silencios, a soportar la prueba sin resentimiento, con la certeza de que Su plan es más grande que tu dolor? Oswald Chambers, desde la experiencia austera de la fe, lo sintetizó con la fuerza de un martillo: “El amor de Dios no nos protege de sufrir, sino que nos sostiene a través de él.” La prueba, amados hermanos, no es señal de Su ausencia, sino el taller donde se forja la evidencia de Su presencia en el grado más alto, donde el phileō se somete al agapaō para un resultado eterno.
La fe no es un estallido emocional que se improvisa en el momento de la catástrofe; la fe madura se recuerda. El segundo movimiento del milagro de Lázaro nos lleva a la confrontación más íntima, no con la muerte física, sino con la amnesia espiritual. Cuando Marta, con esa mezcla de fe incompleta y dolor justificado, confronta a Jesús ("Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto"), Él no la regaña con un látigo de fuego, sino que la invita suavemente a la memoria, al corazón de Su instrucción: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (v. 40).
Esta pregunta es un suave reproche pedagógico, envuelto en el afecto de un maestro hacia su discípulo más querido. Jesús no cita una frase textual específica, sino que se refiere al sentido esencial de las promesas que ya le había dado a ella y a Sus discípulos (como Juan 11:4 y 11:25-26). La fe madura no es ver algo nuevo que nunca se ha manifestado en la historia de la salvación; es recordar la verdad que Dios ya nos ha declarado y vivir conforme a ella en el presente, sin importar la evidencia contraria. La tragedia más grande de la crisis no es la falta de promesa, sino nuestra amnesia espiritual en medio de la tormenta, la incapacidad de hacer valer el conocimiento previo ante la urgencia del dolor.
Marta, con toda su nobleza y amor, había permitido que la realidad física nublara la promesa específica. Ella ve el escenario con los ojos del intelecto humano y de la experiencia terrenal: “Señor, ya hiede, porque es de cuatro días” (v. 39). El intelecto, la razón, solo ve la corrupción, el obstáculo físico insuperable, el hedor de lo imposible, la irreversibilidad de la descomposición. Pero la fe, nos enseña Jesús, es una percepción espiritual rigurosamente condicionada a ese “si crees”. Es la capacidad de ver la teofanía, la manifestación de Su divinidad, donde el mundo solo ve putrefacción. La fe es la única lente que puede trascender el hecho fáctico de la descomposición, del informe médico, del estado de la cuenta bancaria, y anclarse en la certeza de la Palabra inmutable.
Aquí reside nuestra gran enseñanza existencial: Dios nos prepara para la crisis en los días de bonanza. La lectura bíblica, el tiempo devocional, la memorización de las Escrituras, las experiencias pasadas de Su fidelidad y las promesas proféticas que hemos recibido son nuestra "instrucción previa". Cada palabra almacenada es una semilla de certeza para la hora de la sequía, una munición de esperanza para el momento del asedio. Es la razón por la que debemos dedicar tiempo a almacenar las palabras de Dios en la bonanza; ellas se convertirán en la única moneda de cambio en la crisis, el único recurso que el enemigo no puede robar.
El problema que confronta Jesús es la ambigüedad de la memoria de Marta. Ella profesaba una fe teológica e histórica: creía en una resurrección futura, teológica ("Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero"), pero le fallaba la fe existencial en la resurrección presente encarnada en la persona de Jesús. Y es ahí donde el Maestro la coloca ante la promesa fundamental que debió haber sido su faro y su escudo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25). La fe, en su expresión más pura, no se trata de obtener algo de Jesús (un milagro distante), sino de saber quién es Jesús en el presente y descansar en esa identidad como la realidad más firme del universo.
La fe consiste, nos recordó San Agustín, en creer lo que no vemos; y la recompensa de esta fe es ver lo que creemos. Nuestra tarea en la prueba no es generar una emoción milagrosa o un sentimiento místico, sino activar el recuerdo de la Palabra ya depositada en el espíritu. ¿Qué promesa específica (el "no te he dicho") te ha dado Dios para esta situación que has olvidado, que has dejado que se desvanezca como la tinta antigua? Es tiempo de regresar al pergamino del corazón, desempolvar la verdad y confrontar el hedor de la realidad con la certeza inquebrantable de la Palabra prevista. Es la obediencia de la memoria lo que nos lleva a la manifestación de la gloria.
La fe alcanza su cumbre y su manifestación más alta en la gratitud por anticipado, en el reconocimiento soberano de que la victoria ya ha sido consumada en el ámbito celestial, mucho antes de que se manifieste en la tierra tangible. Habiendo superado la prueba del amor y la prueba de la memoria, la escena se mueve a la acción definitiva. La piedra, el obstáculo físico y la barrera de la humanidad que Marta invocaba, es removida. En ese instante de desnudez ante la podredumbre, Jesús modela el acto supremo de la fe y la unión con el Padre: alzó los ojos y dijo: “Padre, gracias te doy por haberme oído.” (v. 41).
El gesto de alzar los ojos es, en la cultura judía, el gesto de oración por excelencia, el reconocimiento de que toda ayuda, autoridad y poder proceden del trono de Dios en lo alto. Pero lo verdaderamente revolucionario, lo que constituye la teología de la certeza, es la naturaleza de Su oración: la acción de gracias se da en tiempo pasado (me has oído), revelando que Jesús ya había tenido una oración interior y silenciosa, una comunión ininterrumpida y una unión perfecta con el Padre. Para la multitud, la oración de Jesús fue un evento público, un ruego; para Él, fue la confirmación en voz alta de una conversación ya concluida, una respuesta ya recibida. La gratitud en tiempo pasado revela la perfecta unión y dependencia del Padre.
Jesús pronuncia esta acción de gracias en voz alta con un propósito doble: pedagógico y público (v. 42). El milagro no fue un acto de poder aislado para aliviar una amistad, sino una proclamación pública de Su identidad y misión: “Para que crean que tú me has enviado.” El milagro ya estaba consumado en el ámbito celestial por la fe de Jesús en el Padre, y el agradecimiento fue el puente vocal y espiritual que conectó la certeza divina con la manifestación terrenal. Su fe era tan perfecta que la respuesta del Padre era una certeza absoluta, no una posibilidad.
Aquí encontramos el principio liberador para nuestra propia vida de fe, la clave para desbloquear lo imposible. El milagro se libera cuando pasamos del ruego ansioso y mendicante a la gratitud confiada y declarativa. Dar gracias por la respuesta antes de que llegue es la expresión más elevada y pura de fe, pues implica que has descansado completamente en la promesa de Dios y no en la evidencia visible y corruptible. Es el momento en que tu corazón le dice a la realidad que hiede: “Mi Dios ya lo ha resuelto. Yo ya he sido escuchado. Gracias.”
La gratitud en la prueba es el alquimista que cambia la atmósfera espiritual a nuestro alrededor: transforma la queja en alabanza, el lamento en certeza, y la duda en expectación. La fe, en este punto, se convierte en la fuerza viva de Hebreos 11:1: “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.” La certeza no es una mera esperanza piadosa o un pensamiento positivo; es una fuerza espiritual que activa lo invisible. Es Corrie ten Boom, quien en los campos de concentración, vio lo invisible, creyó lo increíble y, por ello, recibió lo imposible, porque su gratitud estaba anclada en la promesa de Dios, no en el tamaño de su sombra o el hedor de su prisión.
El desafío es personal y urgente: ¿Tu oración es solo un lamento o ya incorpora un agradecimiento anticipado? El lamento es una súplica desde la necesidad, que mantiene la realidad del problema en primer plano; la gratitud anticipada es una declaración de autoridad desde la plenitud de la promesa, que coloca a Dios y Su Palabra en primer plano. ¿Qué milagro futuro, qué resurrección en tus finanzas, en tu salud, en tu llamado, puedes agradecer hoy con la misma convicción de Jesús para liberar el poder de Dios en tu vida?
La resurrección de Lázaro, en sus tres actos dramáticos y trascendentales, es el resultado de un encuentro radical con la fe verdadera que nos libera de la desesperación: Primero, aceptamos el amor de Dios incluso en la prueba (v. 36), comprendiendo que el dolor es un requisito para una mayor gloria que nuestro confort personal. Segundo, recordamos y nos anclamos en Su Palabra de preparación (v. 40), silenciando la amnesia espiritual con el “No te he dicho”. Y tercero, manifestamos nuestra certeza a través de la gratitud anticipada (v. 41), declarando que el milagro ya ha sido consumado por la voluntad y el poder del Padre.
Dios no te exime de la prueba, sino que, en Su amor perfecto, te prepara y te respalda en ella, no solo para que veas Su gloria, sino para que tú seas Su gloria, un testigo viviente en medio de la podredumbre y el hedor de lo imposible. La invitación de hoy es a descansar en Su amor que permite el dolor, a recuperar la promesa olvidada, y a agradecer por la victoria que aún no ves. Es hora de pasar de ser un espectador asustado a ser un participante agradecido en la inminente resurrección de tu Lázaro, en aquello que hoy parece más muerto y más allá de toda esperanza.
Oramos para que, en este instante, el poder de Jesús se manifieste con el grito de “¡Sal fuera!” en aquello que hoy parece imposible en nuestras vidas, y que lo hagamos con la gratitud de quienes ya saben que han sido escuchados y que el milagro, aunque invisible a los ojos de la carne, ya es una realidad consumada en el corazón y el trono de Dios.
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