Tema: 1 Reyes. Título: Salomón: La sabiduría que OYE, HABLA y CONMUEVE al alma. Texto: 1 Reyes 3: 16 – 28.Autor: Pastor Edwin Guillermo Núñez Ruiz.
I. ELLA OYE (ver 23).
II. ELLA HABLA (ver. 23).
III. ELLA CONSIDERA (ver. 26).
Fue en medio de ese torbellino de dones divinos que la vida, en su infinita y a veces cruel ironía, le presentó a Salomón un lienzo desolador. No eran disputas entre reinos o tratados de paz los que demandaban su recién estrenada sagacidad, sino el eco desgarrador de dos mujeres, dos almas rotas que, en la penumbra de su oficio, se aferraban a lo único puro que les quedaba: un niño. Dos prostitutas, la voz del vulgo las llamaría, pero ante el trono, eran simplemente dos madres, o al menos una de ellas lo era. Un niño vivo, un niño muerto, y la verdad, una escurridiza anguila que se deslizaba entre sus palabras airadas, incapaz de ser atrapada por la lógica simple o el testimonio parcial.
Salomón, ungido con ese "corazón entendido", hizo lo que pocos en su posición se atreverían: oyó. No interrumpió el torrente de acusaciones y lamentos. Dejó que las palabras se derramaran como un río embravecido, arrastrando consigo la desesperación, la furia, la verdad y la mentira en una sola, indistinguible corriente. Su mente, una tela vasta y silenciosa, absorbía cada inflexión, cada silencio, cada temblor en la voz. Sabía, con la sabiduría que no es de libros sino del alma, que la prisa es enemiga de la verdad. Proverbios 18:13 nos lo advierte: "Al que responde antes de oír, le es fatuidad y oprobio". Y Santiago 1:19 nos grita: "Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse". Salomón era el vivo retrato de esa verdad. Escuchaba, no para refutar, sino para discernir.
Y entonces, solo entonces, cuando el clamor de las voces se hubo desvanecido y el aire en la sala del trono se tensó con la expectación, la sabiduría habló. Pero no lo hizo con un discurso florido o una disertación legal. No. Su voz, serena y cortante como el filo de una espada, pronunció las palabras que resonarían a través de los siglos: "Partid por medio al niño vivo, y dad la mitad a la una, y la otra mitad a la otra". Una estocada directa al corazón de la humanidad, una sentencia que en su aparente crueldad encerraba la más profunda de las revelaciones.
¿Necesitaba decir más? No. La sabiduría, cuando habla, lo hace con la precisión de un cirujano. No derrocha palabras. Cada sílaba es un peso, una verdad. Proverbios 10:19 nos susurra que "En las muchas palabras no falta pecado; mas el que refrena sus labios es prudente". Y Proverbios 17:27 añade: "El de sabio corazón tiene conocimiento, y de espíritu prudente es el hombre entendido". Salomón lo sabía. Su respuesta, brutal en su formulación, era la prueba de fuego que desvelaría la verdad, un anzuelo lanzado a las profundidades del amor maternal. La sabiduría no se exhibe en volúmenes de discurso, sino en la contundencia y la inevitabilidad de lo dicho.
Pero la genialidad de Salomón, la esencia de esa sabiduría regalada, no se detuvo en la escucha atenta o en la palabra afilada. Había un tercer acto, uno que revelaba la verdadera profundidad de su entendimiento: ella considera. Aquellas palabras entre paréntesis en el texto sagrado, “(porque sus entrañas se le conmovieron por su hijo)”, son el pulso de la verdad. Revelan la sutil estrategia, la empatía sublime que dirigía la mano de Salomón. Él no era un déspota frío, sino un hombre que consideraba los sentimientos de las mujeres. Sabía, con la intuición que solo la sabiduría profunda concede, que una verdadera madre, ante el abismo de ver a su hijo destrozado, preferiría renunciar a él antes que verlo muerto. El amor maternal, ese instinto primigenio e invencible, sería su brújula.
Y en esa consideración halló la solución. La mujer impostora, la que solo anhelaba la victoria y no el bienestar del niño, aceptó la macabra propuesta con una frialdad escalofriante: "Ni para mí ni para ti; partidlo". Pero la verdadera madre, su corazón deshecho, clamó con una voz que venía de las entrañas: "¡No, señor mío, dad a esta el niño vivo, y no lo matéis!" Sus entrañas se le conmovieron, un eco del amor más puro que existe.
Aquí yace la joya más valiosa de la sabiduría de Salomón, una lección que trasciende los siglos y las culturas: la importancia de considerar los sentimientos de los demás. En nuestro trato diario, en cada interacción, somos más criaturas de emoción que de lógica pura. Las decisiones, las reacciones, las palabras que elegimos, a menudo nacen de un torbellino de sentimientos e intuiciones, más que de un análisis frío y calculador. La empatía, ese acto sagrado de ponerse en el lugar del otro, de intentar sentir con sus entrañas, de caminar aunque sea por un instante con sus zapatos gastados, es quizás la manifestación más profunda y transformadora de la sabiduría humana.
Porque la sabiduría no es solo intelecto, no es solo el don de la palabra o la capacidad de escuchar en silencio. Es, sobre todo, un corazón que se conmueve, que siente el pulso de la humanidad en cada vida que cruza. Es la capacidad de ver más allá de la superficie, de penetrar en las profundidades del alma para hallar no solo la verdad, sino también la compasión.
Así, la historia de Salomón, tan famosa y tan a menudo reducida a un mero cuento de ingenio, se alza como un faro de inspiración. Nos grita que la verdadera sabiduría no es un trofeo en una estantería, sino una fuerza viva que oye, habla y considera. Nos invita a ser más que meros espectadores de la vida, a convertirnos en participantes activos, armados con la capacidad de discernir con el corazón, de hablar con propósito y de actuar con una empatía que revele lo mejor de nosotros mismos. Y en ese acto de ser, encontramos no solo la verdad, sino también una profunda conexión, una resonancia que eleva el espíritu y nos acerca, un paso a la vez, a un entendimiento más profundo de lo humano y lo divino.
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